CUENTO: A GOLPE APRENDÍ

 

A GOLPE APRENDÍ

Jorge Mesía Hidalgo

En aquel entonces tenía ocho años y cursaba el tercer año de primaria. Grande era la felicidad de mi mamá cuando llegaba a casa con buenas calificaciones, hasta que llegó la época de aprender la operación de la división matemática. Creo que desde ese tiempo comprendí que los números no eran para mí. En mí recordada escuelita denominada con el número 12093 y dirigida por el Profesor Leónidas Linares, reinaba la paz, la disciplina y el buen comportamiento, grandes valores que hicieron de ella, de los alumnos y los profesores, ejemplos a seguir por otras escuelas del pueblo. Mi madre, Doña María Estefita Hidalgo Flores, de escasos estudios primarios, pero con los conocimientos necesarios de lectura y escritura y las operaciones básicas de suma, resta, multiplicación y división, que había adquirido en el transcurso de los años de llevar una vida dura, de sobrevivencia, con la carga de cinco hijos, en ese gran centro superior de estudios que es “la universidad de la vida”, tuvo cierta vez la magnífica idea de hacerme bautizar. Sabiendo que pronto ingresaría a la educación secundaria, inteligentemente buscó como mi padrino al Profesor Leónidas Linares. Desde entonces y hasta culminar mi tercer año, tenía cerca de mí a mi profesor y a mi padrino. Esta situación creó en mí un conflicto interno, de no saber cómo tratar a mi maestro, si como tal o como padrino.

Transcurrieron los meses de aquel año que cursaba el tercero de primaria y en la escuela comenzaron a enseñarnos la operación de la división. Bueno, argüir que aprendí de inmediato sería decir una mentira más grande que el Río Amazonas, admitir que lo aprendí en buen momento, seguiría siendo una mentira aunque no tan grande, lo cierto es que fue en buen tiempo y gracias a un golpe. Grande fue mi sorpresa cuando cierta noche, mi padrino y maestro, Leónidas, llegó a casa intempestivamente. Con la lógica actitud de mis años mozos, edad  en que me atropellaba la timidez, corrí a esconderme para no tener que saludar a mi maestro y padrino. Mi mamá recibió al visitante dándole la cordial bienvenida como se estilaba y acostumbraba en aquellos tiempos, que por cierto eran años de mucha gentileza y amabilidad. Luego me llamó con voz fuerte. Yo, en vez de hacer un esfuerzo y sobreponerme de aquel estado de terror y vergüenza, me escondí más con el fin de no tener que enfrentar tan terrible situación. Sin embargo desde el lugar donde estaba perpetrado pude escuchar claramente la conversación de las dos personas adultas.

—Bueno, comadre Estefita, ¿cómo está usted?, ¿cómo está mi ahijado?, —  preguntó, el profesor. Mi mamá, con su característico gesto amable, le brindó una silla para que el profesor se sentara.

—Estamos bien, profesor Leónidas, gracias a Dios, —respondió, — ¿y a qué se debe su gentil y sorpresiva visita?, —preguntó, mi madre.

Claramente escuché desde mi escondite que el profesor Leónidas acomodaba su silla y carraspeaba fuertemente, como preparándose para dar una información de último minuto que tendría los efectos de una hecatombe en nuestra desnutrida célula familiar.

—Comadre, quisiera que Jorge Augusto estuviera acá, para explicarle de qué se trata, —dijo el profesor gravemente, dándole a su expresión un aspecto expectante que hasta a mí mismo preocupó.

Entonces mi mamá volvió a llamarme fuertemente y yo sin moverme en mi escondite y sin dar signos de presencia.

—Bueno, no importa, usted le avisa que pasado mañana, o sea el jueves, tomaré prueba oral de la operación de división, ya se los dije a todos en el aula, —dijo, don Leónidas.

—Ah, ya profesor, si pues le veo practicando mucho, ya debe saber dividir bien, — escuché a mi madre decir. El profesor volvió a carraspear.

—Al contrario, comadre, está un poco flojo, tengo tres alumnos más como él y quisiera que hoy y mañana practique bastante, porque quiero que sirva de ejemplo a sus demás compañeros, ¿entiende?

—Claro, compadre Leónidas, entonces le diré que se prepare bien para que en su examen de división saque buena nota, —dijo, mi madre. El profesor Leónidas volvió a carraspear.

—Claro, pues, comadre, mi ahijado tiene que ser uno de los mejores del aula.

Mi madre, aunque no la vi, seguro sonrió.

— ¿Y, cómo va mi Jorgito en los demás cursos, profesor?, —preguntó mi progenitora.

—Regular, comadre, tienes que exigirle más, es un niño inteligente, sólo que un poco flojo, —respondió, el profesor.

—Debe ser el cansancio, profesor, todos los días madruga conmigo al mercado, para ayudarme, pues, profesor, —dijo, mi madre.

—Comadre, enseñarles a nuestros hijos a trabajar es bueno, pero no hasta que descuiden los estudios. No olvide que cuanto más estudien, tendrán más oportunidades para alcanzar trabajos bien pagados, —dijo, el profesor.

—Sí, profesor, así lo haré, tenga la seguridad que su ahijado estará bien preparado para el examen del jueves, —concluyó, doña María Estefita.

Aquella noche, luego que el profesor Leónidas abandonara la casa y que mi mamá se metiera en su cuarto, al fin me atreví a salir de mi escondite y me acerqué a ella. Ella al verme, dijo:

—No se cree ya, hijo, lo que te escondes por no saludar a tu padrino.

—Es que me da vergüenza, pues, mamá, —respondí.

—Pero, ¿cómo vas a tenerle vergüenza a tu padrino y maestro?, —dijo, ella.

—Por eso mismo, pues, mamá, porque en la escuela no sé si decirle padrino o maestro, —dije.

—Pues en la escuela dile maestro y en la calle le dices padrino, —dijo, mi madre, con la mayor tranquilidad y elocuencia en su parecer. —Ya, hijito, has escuchado lo que dijo tu padrino, el jueves vas a dar examen oral de la división, así que prepárate bien porque quiere que seas el ejemplo para tus compañeros.

—Pucha mamá, no entiendo nada de la división, —dije, sin percatarme que estaba revelándole una gran debilidad de mi parte hacia los números.

—Pero, ¿qué dices Jorge Augusto?, no me vengas con ésas, trae ahorita mismo tu cuaderno y vas a practicar en mi delante, —dijo, mi madre, con voz grave, visiblemente molesta.

Aquella noche y el día siguiente fueron los más aciagos para mí. Mi madre, fiel cumplidora de su palabra ante la seria advertencia hecha por el profesor Leónidas, me tuvo en todo momento con la tabla de operaciones en una mano y mi cuaderno de prácticas en la otra. No voy a mentirles pero llegó a hastiarme la división. El día miércoles por la noche, víspera del esperado día jueves, día de la prueba final de mi preparación, en mi parecer y en el de mi mamá, ya estaba en óptimas condiciones de enfrentarme al examen oral. Al día siguiente asistí en forma normal a la escuela, el salón de clases estaba tranquilo hasta que hizo su ingreso el profesor Leónidas. Como era costumbre en nosotros, tal como él nos instruyó, nos pusimos de pie, todos teníamos la mirada fija al frente. El profesor, afable como siempre, saludó a todos y nos indicó que había llegado el día del examen oral de la división. Todos nos mirábamos temerosos e interrogativos de quienes serían los alumnos convocados. De pronto, el profesor Leónidas, dijo lo que me temía y con días anticipado.

—Alumno Jorge Augusto, a la pizarra.

La orden del profesor me sonó como una sentencia. Un anuncio para el sentenciado hacia el cadalso. En ese preciso momento todo se me nubló, quizás miraba a todos lados pero no veía nada, y avanzaba como zombi hacia la pizarra. Momentos antes, el mismo profesor había escrito en la pizarra unos números: ocho entre dos. La tarea estaba dada. Con la mano temblorosa tomé la tiza y miré los números, éstos se movían como aves en vuelo alocado.

Mientras tanto el profesor se había ubicado al fondo del salón y desde allí daba instrucciones de cómo se desarrollaba una división simple. Yo, por supuesto, nulo. Lo escuchaba pero no entendía lo que decía. En otras palabras estaba bloqueado. Todo lo aprendido y practicado en casa, en ese momento, se diluyó en mi mente. Mientras miraba los números en la pizarra cómo se movían de un lado para otro, el profesor Leónidas, desde el fondo del salón, repetía:

—A ver, alumno, busca un número que multiplicado por dos te dé ocho.

¿Cómo poder pensar en esos momentos si los números ante mis ojos se mostraban esquivos? Además, el temor y la vergüenza habían hecho presa de mí, dejándome casi congelado, aun así un sudor frío recorría mi cuerpo de pies a cabeza y el profesor que seguía dando instrucciones desde su cómodo lugar viendo mi pesar y sufrimiento. No recuerdo cuántas veces pronunció mi nombre incentivándome a realizar la operación, sólo recuerdo que en un momento dado, escuché su voz por última vez en un tono grave y molesto. Luego escuché sus pasos acercándose a mí, largos y rápidos, y lo sentí tomándome de los cabellos y empujando mi cabeza hacia la pizarra haciéndome chocar con ella en un golpe rápido y muy ligero, que, más que doloroso, fue esclarecedor de mi mente. En ese preciso momento los números dejaron de moverse, la niebla de mi mente desapareció, el sudor de mi cuerpo cejó y lo aprendido y practicado en casa resurgió.

Como un autómata resolví la operación en dos segundos. El profesor con un notable sentimiento de satisfacción y alegría, aunque tratando de disimular, expresó:

— ¿Eso no pudiste hacer, alumno?

Yo, aún en mi posición frente a la pizarra, sonreí interiormente. Cuando volví a mi lugar en el salón, mis compañeros, todos sin excepción, me miraban, algunos consternados, otros con admiración, y yo con la satisfacción de haber realizado la operación en la pizarra y con la seguridad de que había recibido una gran lección. Desde entonces empecé a pensar seriamente que los números no eran mi fuerte, sino las letras.    

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