CUENTO: EL HIJO DEL CIRCO

 

EL HIJO DEL CIRCO

 

Jorge Mesía Hidalgo

 

Ingresando a la ciudad de Moyobamba, existe un terreno descampado, donde generalmente se instalan los circos. Cierto día del mes de Julio, mes del aniversario de la independencia del Perú, Fiestas Patrias para los peruanos, en horas de la tarde, justo a ese lugar, llegaron dos camiones grandes, los llamados tráiler. En la noche de aquel día, vi, con sorpresa, que varios hombres y mujeres descargaron de los camiones un sin número de pertrechos y materiales e inmediatamente se pusieron a trabajar en levantar la carpa del circo. A las once de la noche, cuando decidí irme a descansar, pensé, con el poco conocimiento que tengo de labores circenses, que el trabajo del armado de la carpa, los llevaría hasta el otro día. Grande fue mi sorpresa cuando, al día siguiente, a las siete de la mañana, vi el circo completamente armado. Obviamente habían trabajado toda la noche, con la rapidez y pericia propia de ellos.

 

Luego, a media mañana, escuché los altoparlantes anunciando el debut del circo, esa misma noche. El anuncio por las calles de la ciudad, como estaba previsto por los propietarios del circo, causó gran expectativa en la población, incluyéndome, por supuesto, dándose por descontado el éxito de la primera presentación. Más tarde, en la noche, cuando asistí al espectáculo, quedé gratamente sorprendido, al ver el circo completamente iluminado. Dos hileras de focos bajaban desde una de las astas del gran circo hacia la entrada del mismo. Un parlante colocado en otra de las astas lanzaba una canción, un tanto monótona, un estribillo haciendo alusión a los actos artísticos a presentarse. El público asistente, en su mayoría, hombres y mujeres con niños, hacían una gran cola. Me paré a un costado de la puerta a esperar que la cola disminuyera. Mientras tanto conversaba con uno de los hombres que había armado el circo.

—Son expertos en armar la carpa, ¿no?, —comenté a modo de halago.

—Claro, es nuestro trabajo, pues, —me respondió.

—Que bien, y, ¿de dónde son?

—De Colombia.

—Caramba, y ¿cómo se les ocurrió venir por acá?, —pregunté.

—A Perú venimos todos los años, pero es la primera vez que llegamos acá. Ingresamos por Tumbes, hacemos presentaciones ahí, luego pasamos a Piura, Chiclayo hasta llegar Lima, pero este año sólo nos presentamos hasta Chiclayo y de ahí nos internamos por la selva. Ya hemos estado en Bagua Chica, Bagua Grande, Pedro Ruíz, Nueva Cajamarca, Rioja y ahora acá, de aquí seguimos a Tarapoto, Bellavista, Juanjui, Tocache y así recorremos hasta Lima, donde debemos estar para las fiestas patrias de Perú, —me contestó, sonriente, muy conocedor de la ruta de esta parte de la patria.

 

Cuando me despedía del hombre para adquirir mi entrada, de pronto, salieron corriendo, del interior del circo, tres niños. Casi atropellándome. Eran tres mozalbetes que no pasaban de los diez años.

—Hey, ¿por qué no juegan adentro?, —les dijo, el hombre del circo. Ninguno respondió. Más, riéndose y gritando, volvieron a ingresar a toda carrera.

—Oiga, ¿los niños también actúan?, —pregunté.

—Así es, todos actuamos, —respondió, prontamente, —pero esta noche, los niños no lo harán, serán la sorpresa de la función de mañana, —concluyó, e ingresó despidiéndome con la mano.

Me acerqué a la ventanilla de venta de entradas. De pronto, los niños, volvieron a salir, corriendo y gritando. Entonces decidí conversar con ellos. A decir verdad, por lo menos intentarlo, porque se les veía muy inquietos.

— ¡Hey, niños!, —grité. Los tres se detuvieron y voltearon a mirarme. —¿pueden contarme algo?

—No, —respondió uno de ellos. Me sorprendió. Los tres seguían ahí, parados, mirándome. Cuando me acercaba a ellos, salió, nuevamente, el hombre que minutos antes conversó conmigo.

—Oiga, amigo, la función va a empezar, ¿no va a ingresar?, —me preguntó.

—Sí, lo haré en un momento, —respondí. Luego, con un silbido, indicó a los niños que ingresaran, más, éstos, siguieron ahí, mirándome.

— ¿Puedo conversar con ellos?, —pregunté, al hombre.

—Claro, no hay problema, —me respondió y se dirigió a la pequeña cabina desde donde expedían los boletos de entrada.

—Hola, niños, ¿puedo saber sus nombres?

—No, —respondió, prontamente, uno de ellos, al parecer el mayor de los tres. Callé y sonreí.

—No le haga caso, señor, yo soy Raúl, él es José y él es Luis, le decimos “No”, porque su respuesta preferida es “No”, —dijo, el pequeño Raúl. Reí de buena gana y ellos también lo hicieron, excepto, Luis.

— ¿Es cierto que actúan en el circo?, —los tres movieron la cabeza, afirmando.

— ¡Caramba, qué bien!, a ver, ¿qué hacen en el circo?, —pregunté. El pequeño Raúl, se quitó un guante de béisbol, que traía puesto y respondió:

—Yo soy malabarista.

—Yo, payaso, —dijo, tímidamente, José. Miré a Luis. Se quedó callado, con la mirada hacia el suelo.

— ¿Y tú?, —le pregunté. No respondió ni levantó la mirada.

—Él no actúa, sólo ayuda con las cosas, —dijo, Raúl.

— ¿Y eso, por qué?, —pregunté. El pequeño Raúl levantó los hombros.

—Es miedoso, por eso no aprende.

—No es cierto, —se animó a hablar, Luis, —muchas veces he actuado, soy equilibrista.

—Sí, pero te da miedo, ¿sí o no?, —dijo, Raúl.

—A ti también te da miedo, ¿qué hablas, oye?, —le increpó, José.

—Bueno, bueno, a cualquiera la da miedo, si yo fuera artista como ustedes, también tendría miedo, —dije, tratando de calmarlos, —y, díganme, ¿sus padres también actúan?

—Sí, mi papá es malabarista, como yo, —dijo, Raúl.

—El mío, es mago, —dijo, José. Miré a Luis, esperando su respuesta. No habló. Se había arrimado a un cerco provisional que bordeaba el circo para impedir que ingresaran sin pagar.

— ¿Y el tuyo, Luis?, —pregunté. Bajó la cabeza mirando al suelo.

—Él no tiene padre ni madre, —dijo, Raúl.

—Lo lamento, ¿murieron?, —dirigí la pregunta a Luis. Éste, sin levantar la cabeza, emprendió veloz carrera ingresando al interior de la carpa del circo, —pobre muchacho, le afecta conversar del tema, debe ser duro perder a ambos padres, —comenté.

—Es que nunca tuvo padres, nadie los conoce, ni los mayores, por eso todos le dicen “el hijo del circo”, el circo es su padre y su madre, —dijo, Raúl, levantando los hombros y con una sonrisa.

— ¿Dónde está Luis?, —preguntó, el hombre mayor, desde la cabina.

—Se metió adentro, —respondió, Raúl.

—Bueno, ustedes también entren ya, —les ordenó, acercándose. Los chicos se apresuraron a ingresar, sin despedirse de mí.

—Oiga, acláreme una cosa, —le dije al hombre.

—Diga, usted, —me respondió, distraído, contando los billetes de la venta de entradas. — ¿Cómo es eso de que el niño Luis no tiene padres, nunca los tuvo y que le llaman “el hijo del circo”?. El hombre levantó la mirada hacia mí. Guardó el dinero en el bolsillo. ——Seguro que Raúl le dijo eso, ¿no?, —yo asentí, presuroso, a la espera de la respuesta. —Mire, una vez, cuando estábamos en Cali, llegó al circo una niña de trece años, buscando trabajo. Los dueños la aceptaron para que ayude en la cocina. Pasaron siete meses y todo andaba normal con ella, había congeniado con todos, se adaptó muy bien a la vida en el circo, hasta que cierto día sufrió un desmayo y comenzó con una hemorragia vaginal. Eso pasó cuando estábamos en Quito, allá en Ecuador, ¿entiende?, —yo asentí, nuevamente, —los dueños del circo la llevaron al hospital, cuando volvieron, lo hicieron con un pequeño bebé. Era el hijo de la muchacha, ¿se da cuenta?, ella murió cuando le hicieron la operación, pero salvaron al niño. Ése es Luis, —el hombre se detuvo en su narración.

— ¿Y el papá?, —pregunté. El hombre me miró fijamente.

—No hay papá, no hay mamá, nadie sabe nada, aunque en muchas ocasiones, la muchacha dijo que se embarazó en el circo, nadie le creía, todos dicen que al circo llegó embarazada, por eso al muchacho le dicen el hijo del circo, nadie se hace cargo de él, pero todos lo ayudamos a seguir adelante, —concluyó.

Inmediatamente, el hombre, me hizo un gesto extraño con la mano y se retiró. Me dejó con la palabra en la boca, quería seguir conversando con él. Obviamente, esa noche no ingresé al circo, esperé la función del día siguiente.

 

La noche del día siguiente llegué temprano al circo, para evitar la molesta cola y para poder ocupar un lugar adecuado en la tribuna. En determinado momento, cuando apenas éramos cuatro los espectadores, vi a los tres niños jugando por ahí. El interior del circo tenía iluminación de colores rojos, verdes y amarillos, destacando en el centro, donde actuarían los artistas, una poderosa luz blanca que provenía desde un faro ubicado en la cima de la carpa. En otro momento, el pequeño Raúl, desde el centro del escenario, me saludó levantando la mano:

—Hola, señor, Luis está muy animado, actuará esta noche, —dijo, y se retiró.

A pesar que aún éramos pocas las personas en las tribunas, aquel saludo me incomodó un poco. En realidad no esperaba que los niños me reconocieran. Nuestra conversación, la noche anterior, fue muy breve que, pensé, lo habían olvidado. Más tarde, cuando el público casi llenaba las instalaciones del circo, vi a José, transformado en un gracioso payaso, vendiendo unas golosinas. Subía y bajaba las tribunas, ofrecía a voz en cuello y vendía. Cuando llegó a mi lado sonrió.

—Hola, señor, ¿me compra un caramelo?, —lo hice con mucho gusto, sin decir palabra alguna, —gracias, le va a gustar la función, ya verá, —dijo, el niño payaso, con una sonrisa y se marchó.

 

Unos minutos más tarde la potente luz blanca del centro se apagó. Los parlantes de la parte exterior dejaron de emitir su aletargada música y se prendieron otros al interior de la carpa. La función iba a comenzar. Todos nos acomodamos en nuestros asientos. Los niños se sujetaban de los brazos de sus padres. De pronto, la luz blanca volvió a encenderse, más potente aún y, casi simultáneamente, el sonido de una marcha en los parlantes interiores. La mayoría de los presentes nos sobresaltamos. Casi de inmediato, por los parlantes se escuchó una voz pastosa, pesada, anunciando a los artistas. Desfilaron los Hermanos Daza, mujer y hombre, extraordinarios contorsionistas, Los esposos Dalton, los mejores malabaristas, con su pequeño hijo, Pirulo, o sea, el pequeño Raúl, el gran mago Cardini, los graciosos payasos Platanito, Pancita y el pequeño José como Chupetín, Fabricio el traga sables, los mejores equilibristas del mundo Yesabela, Antonio y el Hijo del Circo, era el niño Luis, quien, aparentemente, perdió la timidez, y saludaba al público levantando las manos, después, Pablo Mármol, el domador de fieras y otros más.

 

Aquella noche todos los artistas actuaron magníficamente, arrancando aplausos en cada expresión, en cada gesto y en cada movimiento de cuerpos. Pero quienes fueron, realmente, ovacionados, fueron los niños. El gran malabarista Pirulo, Raúl, se paseó por todo el escenario e hizo piruetas, haciendo malabares con seis palitroques y, cuando culminó, hizo una reverencia dirigiéndose a mí. El pequeño payaso Chupetín, José, arrancó risas y gritos entre el público, y de rato en rato, mientras actuaba, me apuntaba con el dedo. El payaso Platanito, el hombre con quien conversé la noche anterior, también me saludó e hizo un gesto quitándose el sombrero y tocándose la cabeza en clara alusión a mi avanzada calvicie. Hasta que llegó la actuación del niño Luis, el Hijo del Circo. Era el número esperado por los espectadores. La actuación de los equilibristas concentró todas las atenciones. Caminaban, sin mayor dificultad, por un cable templado en las alturas. Hacían saltos y volantines, siempre sobre el cable templado. Todos aplaudían a rabiar después de cada acto peligroso. El público, en constante suspenso, con la mirada hacia arriba, seguía cada uno de los movimientos de los equilibristas. Cuando terminaron su actuación, todos nos pusimos de pie, a aplaudir. Luis, el Hijo del Circo, se acercó al borde del escenario, hizo una reverencia y levantó la mano, saludándome.

 

Fue una noche grata para mí. La siguiente noche también acudí al circo, pero no ingresé. Traté de conversar con los niños y con el hombre de la primera noche, pero no los encontré. Luego, después de tres días, cuando visité nuevamente el circo, éste había desaparecido. Se marcharon de la ciudad, siguiendo su recorrido errante, incierto y hasta cierto punto, inseguro. Muchas personas, entre las que me cuento, quedamos encantados con la actuación de los niños artistas. Yo, aún más, conociendo la historia de Luis, el Hijo del Circo. 

 

 

  

 

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