Cuento: El Niño y el Caballo

 

EL NIÑO Y EL CABALLO

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Había una vez, en un apacible y encantador pueblo de la selva peruana, un niño llamado Pepito, a quien le gustaban los animales. El niño visitaba constantemente a sus abuelos en su pequeña casa que estaba rodeada de verde y florida vegetación, por quienes sentía especial cariño y ellos también por él y lo demostraban en cada palabra, gesto o caricia que le expresaban al pequeño nieto. En cada visita, el niño Pepito les llevaba víveres y otros productos de pan llevar, ya que los ancianos abuelos, debido a sus avanzados años de vida casi no podían trabajar.

En una de estas visitas, el niño Pepito, fue llevando una sorpresa para sus ancianos abuelos. El pequeño había logrado un diploma en su escuela por haber ocupado el primer lugar en su salón de clases. Llegó alegre y contento a casa de sus abuelos seguro de que les daría una gran, pero lo que él no sabía era que sus abuelos también le tenían preparada una sorpresa. Pepito siempre platicaba en casa con sus padres de sus deseos de tener un caballo y que lo pueda criar. Aquel deseo del niño había llegado a los oídos del abuelo y haciendo grandes esfuerzos económicos logró hacerse de un lindo caballo blanco.

— ¡Abuelita, abuelito, miren el diploma que me gané! —dijo, Pepito, al llegar a casa de los ancianos.

— ¡Caramba, qué bueno, hijito!, eres un gran estudiante. —dijo, el abuelo.

—Esto se merece un brindis, Pepito. —Dijo, la abuela— Prepararé limonada con chancaca y lo tomaremos con rosquitas de almidón.

Pepito estaba feliz. Sus abuelos estaban contentos y le retribuían con limonada y rosquitas. Cuando la abuela regresó con lo ofrecido, el abuelo, dijo:

—Hijito, por haber ocupado el primer lugar en tu salón de clases, te quiero dar un pequeño regalo, pero primero tomemos la limonada con rosquitas que preparó tu abuelita.

Pepito comenzó a inquietarse por el regalo que le había ofrecido su abuelo. Miraba en todas direcciones tratando de encontrarlo, mientras sus abuelos sonreían.

—Ja, ja, ja, ¿quieres ver el regalo, Pepito?, —preguntó, el abuelo. El niño asintió con la cabeza y una amplia sonrisa en el rostro, —está en la huerta, vamos a verlo.

— ¿De qué se trata, abuelito?

—Ya lo veras, vamos, rápido. —dijo, el anciano.

Pepito emprendió rápida carrera hacia la huerta de la pequeña casa y ahí lo vio. Agrandó los ojos y se tomó la cabeza.

— ¡Un caballo! —gritó.

—Pepito, es un caballo para ti. —dijo, el abuelo.

Pepito quedó mirando a la acémila. Era de color blanco. Gran porte de potro de raza. Crines y cola de abundante pelaje, blanquísimos. Cuando el pequeño se acercó, el caballo volteó a mirarle y comenzó a mover la cola como si lo reconociera. Fue en ese preciso momento que Pepito le agarró un entrañable cariño, por esa mirada que la acémila le dio. Para él fue la mirada más tierna que pudo ver en animal alguno hasta ese momento de su vida. El niño miró a su abuelo.

— ¿Es para mí, abuelito?

—Así es, hijito.

—Es lindo, ¿Puedo ponerle un nombre?

—Claro que sí, Pepito, ponle el nombre que desees. —respondió, el abuelo. Pepito volvió a mirar al caballo y luego a su abuelita que estaba junto a él.

—Se llamará, Blanco. —dijo, Pepito.

—Ummm, ¿Blanco?, ¡claro!, Blanco, me parece un buen nombre. —dijo, el abuelo.

Todos rieron contentos y Pepito se acercó a acariciar a Blanco. El caballo era un animal muy dócil. Los pelos de las crines de su pescuezo eran largos, blancos y brillantes al igual que los pelos de su cola que, además, eran poblados y esponjosos, dándole al joven animal un porte atractivo y de nobleza. Cuando el niño Pepito se acercó a acariciarle la frente y la quijada, Blanco soltó un breve relincho y con la pata delantera derecha dio dos golpes en el piso, según el abuelo, señal inequívoca de que el animal aceptaba plenamente al niño. Pepito sonrió ampliamente.

— ¿Cuándo podré montarle, abuelo? —El longevo, sorprendido, miró al niño.

—Hay que esperar un poco, hijito, este caballo es bastante joven, que se fortalezca un poco más, mientras tanto vivirá acá en la huerta y tú le vas a traer todos los días cáscara de plátano verde, es su alimento preferido. —respondió, el anciano.

Desde entonces y por un buen tiempo, Pepito, llevaba los alimentos para su caballo Blanco, todos los días, en forma infaltable. Los compañeros de estudios de la escuela de Pepito se enteraron de la valiosa posesión del niño y esperaban ansiosos ser invitados en cualquier momento a conocer al portentoso animal. Mientras tanto, Blanco crecía y engordaba cada vez más, convirtiéndose en un caballo fuerte. Él por su parte, había logrado que su caballo lo identificara plenamente, gracias a la diaria visita que realizaba llevándole alimentos.

Cuando el niño llegaba a casa de sus abuelos, el caballo, al escucharlo, lanzaba un sonoro relincho y Pepito presuroso se acercaba a darle su alimento. Cierto día Pepito llegó en silencio, saludó a sus abuelos en voz baja haciéndoles gestos para que no pronunciaran su nombre. Así, sigilosamente, se acercó a la puerta que daba a la huerta donde se encontraba el caballo Blanco. Pudo verlo inquieto, moviendo la cola y mirando hacia la puerta donde Pepito se encontraba junto a su abuelo.

—Pepito, Blanco ya está listo para que le saques a dar un paseo.

— ¿Puedo montarle, ya, abuelito?, —preguntó emocionado, el niño.

—Claro que sí, muchacho, pero primero vamos a prepararlo para que acepte ser montado. Mientras voy a traer la montura, frótale la frente y la quijada, y háblale algo, que identifique tu voz de cerca y no olvides, que por más manso que parezca no deja de ser un animal, que en cualquier momento puede tener una reacción inesperada, ¿entiendes, hijo?

Pepito asentaba con la cabeza mirando fijamente al caballo. Se acercó a él y comenzó a frotarle la frente, la quijada y el cuello, lo que pareció gustarle a la acémila y movía la cola y acercaba la cabeza a las manos del niño. ¿Cómo podría tan noble animal hacerle daño? Pero el abuelo lo dijo por algo.

— ¿Abuelo, cómo es una reacción inesperada?, —le preguntó, cuando el anciano volvía con la montura en las manos.

—Los animales no razonan, hijo, por lo tanto pueden reaccionar en defensa propia si se sienten amenazados, —Pepito miró a su abuelo sin comprender, —bueno, lo que quiero decirte es que tengas cuidado, hijo, te puede patear, te puede golpear con la cabeza, te puedes caer cuando estás montado, ¿entiendes?

Pepito movió la cabeza afirmando y volvió la mirada hacia la acémila. Siguió frotando el cuello del animal mientras el abuelo le colocaba, con mucha precaución, la montura sobre su lomo. Blanco soltó un relincho corto y movió la cabeza con fuerza al sentir la presión del cincho sobre su abdomen. Pepito se asustó mucho mientras el abuelo hacía unos sonidos con la boca para tranquilizar al animal. Al poco rato Blanco se tranquilizó. Pepito se había alejado de él, asustado, cuando la cabeza de Blanco casi le golpea la cara.

—Ya está, Pepito, ven, acércate y frótale otra vez el cuello, con mucha precaución, hijo, así, muy bien, —el niño así lo hizo. Blanco movió la cola en señal de agrado. Pepito sonrió mirando a su abuelo.

—Pero, abuelito, no quiso golpearme, es que se asustó cuando le pusiste el cincho.

—Así es, hijito, por eso hay que tener cuidado, —insistió, el abuelo, —ahora toma las riendas de tu caballo y dale un paseo, primero caminando, luego lo montarás, ¿está bien?, anda, vamos, con confianza, yo te acompaño, tira de las riendas, para que Blanco aprenda que tú le conduces, así, así… —decía el abuelo mientras el niño halaba al animal en el campo de la huerta.

Pepito dio el paseo tirando de las riendas de Blanco. Dos vueltas en un círculo grande que el abuelo le señalaba mientras caminaba junto a él. Luego, ante la sorpresa del niño, el abuelo le ayudó a montar. Se hincó en el piso para que Pepito pisara en su rodilla y el otro pie alcanzara el estribo. El niño sonrió contento cuando estuvo sentado sobre el caballo.

—Ahora, hijo, toma las riendas, nunca las sueltes, jala la de la izquierda si quieres ir a la izquierda, la de la derecha si vas hacia la derecha y jalas ambas cuando quieres que se detenga.

El niño comenzó a cabalgar a su caballo Blanco y a cada paso sonreía y hacía sonidos con la boca dirigidos al animal y también le frotaba el cuello. El abuelo sonrió de contento al ver a su nieto cabalgando como un diestro jinete y enviaba saludos a la abuela que miraba desde la casa. Blanco se mostraba dócil y tranquilo. De vez en cuando lanzaba cortos relinchos y movía fuertemente la cola, como si quisiera decir que estaba contento con su pequeño amo. Pepito, feliz, lo conducía con pericia de gran jinete.

 

 

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