Cuento: El Pintor de la Aldea.

 

EL PINTOR DE LA ALDEA

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Era el pintor más cotizado de la aldea. Lo buscaban y lo contrataban desde los pueblos aledaños y de un poco más allá también. Don Pablito se caracterizaba por hacer muy buenos trabajos con los cuales dejaba a total satisfacción a sus clientes. En las décadas de los cincuentas y sesentas, Don Pablito con sus cincuenta y dos años, “clavados”, como él mismo decía, recorría la Amazonía peruana brindando sus servicios de alta calidad. Don Pablito no se preocupaba de pasajes, hospedaje y alimentación, porque aquel que lo contrataba, ya sea de pueblos cercanos o lejanos, tenía que correr con esos gastos. Él sólo brindaba su servicio con el aporte de su gran talento para la pintura dejando con la satisfacción total a todo cliente que lo contrataba.

Don Pablito era un poco bohemio. Algunas noches se le veía por el centro del pueblo, iba de cantina en cantina, tomándose sus tragos y cantando algunas rancheras que en esos tiempos estaban de moda. Una canción que le caracterizaba, porque era su preferida y en cada ocasión la cantaba, era “Flor sin retoño”. Lo ponía tan nostálgico que en muchas ocasiones lloraba evocando, quién sabe qué cosas vividas. Pero Don Pablito era un caballero, jamás se le encontraba en una discusión acalorada y menos en peleas y escándalos callejeros, lo que le convertía en un personaje querido y respetado.

Cierta vez arribaron al pueblo dos personas adultas. De vestir estrafalario, melenas largas y desgreñadas. Uno de ellos extremadamente blanco y de ojos de color azul intenso. El otro más oscuro de piel sin llegar a moreno y color de ojos negros como el azabache. Ambos cargaban sendas mochilas, al parecer muy pesadas, las mismas que depositaron sobre una banca de la plazuela del pueblo. Como era de imaginarse, ni bien los foráneos pusieron pie en suelo aldeano, muchos curiosos, hombres y mujeres, se acercaron a ellos para indagar su procedencia y el motivo de su presencia en el pueblo.

—Hola, niños, ¿Por qué me miran tanto? —preguntó el de piel blanca a dos niños que se acercaron incluso a palpar con sus dedos la piel del extraño.

—Les llama mucho la atención el color de tu piel —comentó, su compañero.

Ambos rieron de buena gana. Entre los curiosos que rodeaban a la pareja de visitantes, se encontraba Don Pascual, la autoridad de la aldea. Autoridad porque, según él, había recibido una carta del gobierno central designándole su representante en el pueblo. Todos le creyeron aunque nunca había mostrado el susodicho documento.

—Buenos días, señores, como autoridad del pueblo les doy la bienvenida y debo pedirles, muy respetuosamente, sus identificaciones. —dijo, Don Pascual.

Ambos hombres sonrieron al saludar a la autoridad e inmediatamente extrajeron de sus mochilas los documentos de identificación solicitados por Don Pascual.

— ¿Qué autoridad tiene usted, señor? —preguntó, uno de los viajeros.

—Ah, mi nombre es Pascual Buenaventura y soy presidente del pueblo, señores. —respondió, orondo, Don Pascual— ¿De dónde proceden, caballeros?

—Acá tiene nuestros documentos, yo soy de Bolivia y mi compañero es de Uruguay. —dijo, el de tez oscura.

—Ah, muy bien, ¿Y a qué se dedican, señores?

—Somos pintores, señor presidente, hemos venido a hacer algunos trabajos con la naturaleza de esta región que nos parece extraordinaria.

Don Pascual, al escuchar la explicación de los visitantes, se rascó la cabeza. Los miró fijamente y tomándose la barbilla, les dijo:

— ¿Están seguros de lo que van a hacer, señores?, porque acá tenemos un extraordinario pintor y siendo yo la autoridad  no me enteré de esos trabajos que van a hacer en la naturaleza. —dijo, don Pascual.

— ¿De verdad?, qué bueno conocer a un colega. —Dijo, el uruguayo— ¿Cómo se llama el pintor? ¿Podemos conocerlo?

—Claro que pueden conocerlo, se llama Pablo, pero todos acá lo conocemos como Don Pablito, es un maestro en su arte, es sencillamente extraordinario. —se explayó en halagos, Don Pascual.

Los extranjeros se miraron y pidieron a Don Pascual les conduzca a conocer al excepcional personaje, pintor como ellos. En el trayecto, camino a la casa de Don Pablito, el presidente del pueblo seguía resaltando las cualidades y virtudes del pintor de la aldea. Cuando arribaron a la casa de Don Pablito, encontraron a éste, sentado sobre una mecedora en el umbral de su casa.

—Buenas tardes, Don Pablito, disculpa la molestia, estos dos caballeros extranjeros, pintores como usted, quieren conocerlo. —dijo, Don Pascual.

Don Pablito, que en esos momentos dormitaba un poco, se sobresaltó ante la intromisión inesperada del presidente del pueblo. Vestía sobriamente una camisa manga larga color celeste, pantalón azul y unas chancletas de cuero que había comprado en uno de sus viajes a realizar su trabajo. Casi de inmediato, se puso de pie y sonrió para disimular, un poco, lo tenso que le puso la visita sorpresa.

—Buenas tardes, Don Pascual, caballeros. —hizo una pequeña reverencia, Don Pablito— ¿En qué puedo servirles?

Ambos extranjeros se acercaron a dar la mano a Don Pablito, haciendo una reverencia en respuesta al saludo del gran pintor de la aldea.

—Es un honor conocerlo, maestro. —dijo, el boliviano— Acá el presidente del pueblo nos comentó maravillas de su arte, y quisiéramos platicar un poco con usted acerca de las técnicas que aplica y la corriente a la que pertenece.

Don Pablito que mantenía una sonrisa parsimoniosa hasta ese momento, hinchó el pecho para decir.

—Bueno, las técnicas que aplico son simples, hay que disolver correctamente la tierra blanca y aplicar la ceniza y el carbón molido justo en su medida para lograr el tono adecuado, y lo otro, no pertenezco a ninguna corriente, porque acá no hay, ¿Saben?, pero en la última ciudad que fui a trabajar, ahí sí pasa un río grande, a esa corriente quisiera pertenecer. —dijo, Don Pablito y comenzó a reír jactanciosamente.

Los dos extranjeros se miraron atónitos. También miraron al presidente del pueblo quien sonreía con el pecho henchido de emoción de escuchar la exposición maestra que hizo Don Pablito, el pintor de la aldea. Volvieron a mirar a don Pablito.

—Maestro, pero, ¿Qué pinta usted? —preguntaron, los visitantes, al unísono.

—Se podrán dar cuenta en el pueblo, ahí está toda mi obra, yo pinto casas, señores. —dijo finalmente y volvió a sonreír, orondo.

Los dos extranjeros no hicieron más que soltar sonora carcajada y celebrar junto con el pintor de la aldea y el presidente del pueblo, tremenda ocurrencia.

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