EL FAKIR

EL FAKIR Eduardo N. Cordoví Hdez.

Fragmento de mi libro, Contra la persona que soy, descárgalo en PDF, GRATIS en:

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Tenía yo veinte años. Estaba cumpliendo el se­gundo año, de los tres, de mi Servicio Militar Obligatorio, destacado en la Marina de Guerra, en la base naval de Cabañas.

En uno de mis mensuales francos de fin de se­mana, haciendo el viaje de Cabañas a Guanajay, recibí una de esas impresiones fuertes que se man­tienen en el recuerdo durante años y años sin que uno pueda explicarse, por qué un hecho tan insignificante, puede marcar para siempre, la existen­cia.

Era de noche y estábamos en invierno. En estos viajes por las zonas rurales del interior de la pro­vincia, se acostumbraba a hacer una parada en cada pueblo, sobre todo de noche, así que se encienden las luces en el interior del ómni­bus en esa oportunidad para favorecer la su­bida y bajada de los pasajeros. Una vez que el vehículo abandonaba los límites, se apagan las luces y durante todo el largo trayecto hasta el próximo pueblo, unos duermen, otros disfrutan de las sombras nocturnas del paisaje campestre y los menos hablan; produciendo un murmullo de fondo al ronroneo del motor. A veces, el chofer enciende la luz para ver la hora o para facilitar la bajada o la subida de algún campesino que vive en un lugar, apartado, intermedio entre dos pueblos.

Viajaba solo aquella vez. Se me había hecho tarde para salir y el grupo de mis compañeros de armas debía estar ya llegando a La Habana. Iba sentado junto a una ventanilla, mirando hacia fuera, aburrido, sin sueño... De pronto, el ómni­bus se detuvo, se encendieron las luces y miré de forma mecánica a mi alrededor para ver con quiénes viajaba, en un gesto, quizás, instintivo en busca de una cara juvenil femenina. Sin embargo, llamó mi atención un hombre de mediana edad quien iba sentado hacia el interior del pasillo, en la hilera de asientos opuesta, en el asiento contiguo al mío.

Estaba sentado cómodo, apoyaba ambas manos en el tubo del asiento frente al suyo y tenía los ojos cerrados, pero tuve la impresión de que no dormía. Enseguida, apagaron las luces, el ómnibus comenzó a moverse y a ganar velocidad.

En las sombras, podía verlo sin cabecear, impertur­bable, inmóvil, se me antojó ausente. Volví a mirar hacia fuera, entreabrí la ventanilla y el aire frío me golpeó el rostro, cerré un poco y olvidé al tipo.

Al rato, que me pareció larguísimo, llegamos a otro pueblito, no recuerdo cuál, y otra vez se hizo la luz. Paseé de nuevo la vista por el interior de la guagua y ¡de nuevo! vi al hombre en la misma postura, como lo único absoluto, se me ocurrió que, tal vez, como lo único real.

No estaba dormido, su espalda con­tra el respaldar del asiento, era muy derecha, erguida su cabeza, firmes sus manos una sobre la otra, aferradas sin tensión al tubo del asiento de­lantero. No, no dormitaba. Pero ¿En qué podría estar pensando ese señor que lo aislaba, lo desco­nectaba de la experiencia de aquel viaje que para todos los viajeros, incluso para mí, formaba parte de eso que llamamos realidad? La luz se apagó y se encendió aún varias veces más, antes de llegar a Guanajay, y ¡siempre! hasta entonces, el individuo mantuvo la misma posición.

Cuando llegamos a Guanajay, donde yo debía to­mar otro ómnibus hacia La Habana, lo perdí de vista para siempre.

Han pasado unos veinte años y, durante todo este tiempo, no he dejado de meditar sobre este asunto.

Es casi increíble que  un individuo in­móvil, sin decir palabra, con sólo su presencia, pueda comunicar algo edificante o cualquier cosa. Lo cierto es que, en estos veinte años, he ido elaborando la certidumbre de que aquel ser extraño era alguien dueño de sí mismo, que con su actitud daba un ejemplo de autocon­trol, equilibrio, de dominio emocional, de una gran presencia de ánimo, de un espíritu poderoso  y magnético.

Sí, es probable que usted piense que soy un indivi­duo sugestivo, fácil de impresionar, quizás crea que soy imaginativo, creativo y que vi en aquella oportunidad mucho más de lo que en reali­dad había, de forma que inventé, armé, un gran lío donde no lo había. Es posible que alguien asegure que, en un tipo medio dormido en una guagua, monté toda una ideación mística que no existió más que en mi mente. A esto, yo, respondería con la mayor seguridad: es posible.

Pero, también, es posible ¡mucho más posible aún! que yo no sea la única persona imaginativa, suges­tiva, impresionable, sensible, creativa y tonta de este mundo. Lo más seguro es que exista, ¡al menos uno! No igual, sino ¡al menos! semejante a mí y para ese individuo desconocido; que se me parece en algo, con quien, lo más posible, no cruzaré nunca dos palabras, durante es­tos veinte años, y mientras continúe viajando, yo, en guaguas; intento dar la misma impresión que me dio aquel individuo una noche de diciembre de 1970.

Lograrlo, me costó el inicio de un enfrentamiento brutal contra la persona que soy. Sucede que cuando asumo una postura cómoda y me esta­blezco en ella, tan sólo al pasar unos minutos co­mienzo a pensar que me miran, que debo parecer un loco, que resulta tonto, que me canso de esa postura, que alguien tose, discute, ríe, y mi naturaleza grosera quiere enterarse de todo lo que sucede afuera de mí, aquí comienza la lucha entre la persona real, desconocida para mí, que quiero ser, y que aún no soy, y la coti­diana que creo ser, no siendo más, que una ima­gen grotesca de aquella. Así, me voy dando cuenta que: quien quiere ser, es mi propia volun­tad imponiéndose sobre lo que creo ser, ambos en una lucha por gobernar a este montón de mate­ria que los sustenta. Y que entre la irrealidad de un yo, que creo que soy y la realidad de un no sé quién soy, vamos llevando de un lado para otro. Advierto que, en cada batalla, no siempre triunfa el desconocido, pero las pocas veces que vence, me invade el orgullo de la victoria. Y cuando triunfa este que conozco de todos los días, de cuando me peino o me cepillo los dientes frente al espejo, me siento defraudado.

Mucha gente pone en la trascendencia inmediata, en las grandes y aparatosas realizaciones, el ob­jeto de su vida. La importancia real de una per­sona sobre los demás que lo rodean no está en la ovación que le tributa un auditorio, en los autógra­fos que le solicitan, ni en las entrevistas que concede, pues la persona que aplaude, que extiende la cuartilla o graba en una cinta magne­tofónica las palabras de alguien que ha triunfado ¡o ése mismo que es entrevistado! no es por mucho tiempo, ni mejor ni peor de lo que fueron, o fue, unos minutos antes de estos hechos.

La mayor parte de las veces, nuestra obra más im­portante, nuestro verdadero objetivo existencial, queda realizado, incluso, sin que tengamos una comprobación o un reconocimiento por haberlo logrado.

Comprendo que esto sea discutible, pero en lo personal me complace creer que en estos veinte años, que ojalá se quintupli­quen, puede ser posible que al menos uno solo, tan tonto como yo, me recuerde durante tanto tiempo, como recuerdo a aquel desconocido personaje que pude ver a ratos en un viaje noc­turno de diciembre, en ruta Cabañas-Guanajay, hacia La Habana.

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