DON EZEQUIEL
Aventuras y Cuentos
Por: Jorge Mesía Hidalgo
Tenía más o menos siete años cuando tomé conciencia de ese nombre, Ezequiel. Así llamaban a mi padre, un hombre alto, canoso y un poco encorvado. No vivía con nosotros pero a diario lo veíamos en otra casa con mi otra mamá. Meses mas tarde comprendería que se trataba de mi abuelo, padre de mi madre y mi otra mamá era su esposa, mi abuela Silvia. Respetuosamente la gente lo llamaba Don Ezequiel, nosotros en casa le decíamos papá Ezequiel, sólo mi abuela, su esposa, le decía directamente Ezequiel.
Cuando tuve ocasión de observarlo por primera vez muy atentamente, comprendí el porqué de la consideración y respeto de la gente y también de la atracción de las mujeres. Pues era un hombre apuesto, de figura deportiva, ojos y tez claros y nariz perfilada. Provenía de una familia sencilla de considerables recursos económicos. Nació en Mahuiso, un poblado de la amazonía peruana cercana a la ciudad de Yurimaguas.
Don Ezequiel era hombre de armas tomar, severo en la disciplina, persistente en el orden, correcto en sus actos, atento con las personas, sobre todo con las mujeres, comprensivo con sus hijos. No era un potentado en cualidades ni un ángel en comportamiento pero en líneas generales sobresalía sobre muchas personas de su generación. Quizá, para mí, su mayor defecto haya sido su apego a la perfección, la férrea disciplina era uno de sus aliados, esa manía que tenía que toda tarea que nos encomendaba, fuera cumplida a la perfección.
EL VIAJE A LAMAS
Fue en 1923 cuando Don Ezequiel decide hacer el viaje a Lamas, contaba con 16 años, se sentía preparado para enfrentarse a la vida. Por este tiempo oía constantemente de un poblado que crecía rápidamente y cuyo movimiento comercial, pujante y atractivo, se debía a su gran producción de café y tabaco. Le parecía que la decisión tomada era la más importante de su vida, pues implicaba auto controlarse y trazar su propio camino. En aquellos tiempos el viaje a Lamas era bastante arriesgado, pues casi siempre lo hacían grandes comerciantes conduciendo inmensas caravanas con todo tipo de productos importados para venderlos en la floreciente ciudad de los Tres pisos.
El viaje duraba entre 5 y 6 días por camino de herradura, si es que el clima no les jugaba una mala pasada, de lo contrario la travesía duraba hasta veinte días. Esta demora se debía a, que, a veces, durante el viaje, se presentaban torrenciales lluvias que duraban varios días, obligando a los viajeros a construir improvisadas cabañas en la ruta para acampar a la espera que mejore el clima. En otras ocasiones, el cruce con la manada de guanganas (jabalís) los atrasaba hasta dos días, según la propia versión de Don Ezequiel, él jamás había visto este fenómeno de la naturaleza, pero en muchas ocasiones le habían contado personas que estuvieron al borde de perder la vida estando muy cerca del paso de las bestias. Se trataba de miles de miles de jabalís que se trasladaban de un lugar a otro en la selva en busca de alimentos. A su paso dejaban destrucción y desolación. El paso de los animales salvajes iba acompañado de un ruido aterrador que no tenía comparación en el mundo civilizado. Una mezcla de ruidos de árboles que se rompen, otros animales que eran devorados por la manada y en ocasiones gritos de personas que tuvieron la mala suerte de no lograr escapar de la ruta de las guanganas. Cuando pasaba el último jabalí todo quedaba destruido, árboles caídos, restos de animales semi devorados, en un trecho de mas o menos trescientos metros de ancho. Era realmente impresionante, un fenómeno de la naturaleza extraordinario, admirable y aterrador al mismo tiempo.
— ¿Te gustaría verlo, papá Ezequiel? —le pregunté cierta vez, cuando estaba recostado, doliente de fuertes reumatismos.
—Claro que sí, hijo. —Contestó rápidamente— Siempre ha sido mi deseo mirar de cerca ese fenómeno de la naturaleza, pero hijito, espera a que mejore un poco de este reumatismo, para hacer un viajecito de quince días por esos lares.
Contaba entonces con 72 años de vida, la mayor parte de sus días las pasaba con fuertes dolores, recostado en su cama, oportunidad que me brindaba para tener una larga y fluida conversación con él.
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Una tarde, de regreso de uno de sus esporádicos paseos vespertinos, ya de avanzada edad, me encontró de visita en su casa, sentado en su silla, la que solamente él utilizaba, y que en otra época, encontrar su silla ocupada le hubiera dado un serio disgusto, en esta ocasión no dijo nada, que también podía ser una señal de enfado. Estaba agitado por el cansancio de la caminata, se quitó el sombrero grande de pajilla tejida que llevaba puesto y se echó el pelo cano para atrás.
—Buenas tardes, papá Ezequiel. —saludé, levantándome rápidamente de su silla favorita.
—Hola hijito, ¿Has venido a visitarnos? —me dijo, mientras se sentaba a tomar el aire fresco.
—Sí, papá Ezequiel. —Contesté— Un ratito nomás, he traído un pedazo de chancaca para tu café.
— ¡Ah, caramba! Gracias hijito, has de tomar tu café antes de irte.
—Ya, papá Ezequiel. —Le contesté, mientras él encendía un cigarro de puro tabaco que hacía con sus propias manos— ¿Has ido a pasear? —le pregunté.
—Sí, hijo, he ido a visitar al compadre Rojas, pasando por la chacra de tu tío Edmundo. —se detuvo un rato, yo le miré esperando la narración de alguna anécdota o aventura que ese lugar le había traído a la mente, más dijo— ¡Qué bruto, hijo, en mi vejez me doy cuenta qué lindo es este lugar, con sus inmensos árboles, su aire fresco, sus flores frescas y aromáticas, qué lindo, qué sano! —iba bajando la voz y agachándose para quitarse los zapatos nuevos y ponerse los viejos de trabajo para estar en el taller, me miró y continuo— Hijo, casi al terminar la chacra de tu tío Edmundo hay una piedra grande, enorme, no me atreví a subir, pero cuando era joven desde allí mirábamos llegar las caravanas de viajeros, es lindo mirar el paisaje desde ese lugar.
Sólo asentí con la cabeza sin decir palabra, y es que yo conocía aquella enorme mole de piedra, varias veces había jugado en ella y era evidente que Don Ezequiel quería que le acompañara a aquel lugar para que con mi apoyo intentara treparse a aquel peñón y evocar viejos tiempos, más yo no estaba de ánimo y me retiré simulando que mamá Silvia necesitaba mi ayuda en la cocina. Años más tarde me di cuenta que había perdido una brillante oportunidad de escuchar de sus propias palabras lo que sabía de aquel sitio y del atractivo y encanto de aquella piedra grande.
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