EL PODER VACANTE
EL LLANO CON IDEAS PARA GOBERNAR
Por: JORGE MESÍA HIDALGO
En el Perú, a finales del año 2004, y por qué no decirlo, a lo largo de todo el año, se leía en los periódicos titulares increíbles, en la televisión, en primera plana, anuncios sorprendentes, acerca de la “posibilidad de vacancia presidencial”. Es decir, en palabras sencillas y comunes, que el presidente deje de ser presidente y ocupe su lugar otro con más aptitudes. En buen lenguaje popular, el presidente debería ser despedido por inepto. Muchos no podían creer que eso estaría ocurriendo en el país. Hasta entonces, el ciudadano que llegaba a ser elegido presidente, se investía de poder y mando, que hablar públicamente mal de él, costaba sanción y castigo. Sin embargo, la “clase política” de entonces, con una ingrata experiencia anterior inmediata y heredera de constantes y elocuentes fracasos de gobernabilidad, echaba mano de una serie de malos hábitos y los expresaba a los grandes medios sin ninguna consideración y respeto a la población que, con sus votos, les había otorgado tal privilegio. A tal punto que, una vez faltado el respeto al pueblo que los eligió, los volcaría contra el propio presidente, a vista y paciencia de todos.
Bien se podría imaginar, que tanto bochorno e insensatez en nuestra más alta clase política, terminaría por llegar a las masas en formas más sencillas pero al cual más descabelladas e increíbles. El ciudadano común y corriente que optaba por hacer carrera política, si bien, un tiempo atrás, se preocupaba por pulirse y dar muestras de comportamiento correcto, para ese entonces sólo ansiaba llegar a las esferas del poder, tal como era en su vida normal, aduciendo transparencia y sencillez, pero con ideales de enriquecimiento y poder para hacer lo indebido.
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Don Miguel, el Profesor Jubilado
Una tarde de esas, cuando el sol ya se había ocultado, luego de un día intenso de luminosidad y calentura, y comenzaba a soplar una brisa suave en la ciudad de Tarapoto, aún con rezagos del sofocante calor que llega a alterar los nervios y el cuerpo siente languidecerse por la pérdida abundante de líquidos, salí como muchos otros a buscar aire fresco que alivie tal sensación. El lugar elegido, la plaza de armas, como lo llamaban antes, hoy, por situaciones de modernidad o actualidad o quién sabe por qué, le llaman plaza mayor. Ya antes, cuando era niño, con la denominación de “armas”, creía que en dicha plaza encontraría armas, pistolas o cosas así. También creía que allí se reunían personas que portaban armas de verdad, para enfrentarse unos a otros. Muchos de mis contemporáneos, amigos y no amigos, pensaban como yo. Nuestros padres, escasos de instrucción y conocimientos, no podían darnos una explicación esclarecedora. Aún hoy, con la denominación de “mayor”, muchas personas, no sólo niños, están confundidas. Por mayor se piensa que es la primera que fue construida, o es la más importante de la ciudad o, también que es la más grande de todas, aunque esta última idea queda descartada, porque conocemos plazas menores que son mas grandes que la mayor. En fin, muchos ciudadanos estamos esperando que la persona que ideó o “construyó” ese nombre, lo esclarezca debidamente.
Ahí, en medio de mucha gente con las mismas ansias mías, llegué justo a tiempo para encontrar un pequeño espacio en una de sus bancas centrales. Me senté. Las bancas eran de madera, no muy cómodas. Alguien con mala intención o sin criterio de que ellas sirven para descansar, las fabricó con maderas muy delgadas y separadas unas de otras. De manera que en unos minutos, cinco a lo máximo, te empezaban fuertes dolores en las posaderas que te obligaban a cambiar de posición constantemente. Afortunadamente las poses se agotaban cuando ya te habías refrescado lo suficiente, entonces, rendido ante tanto maltrato de la posada de las cuatro letras, te ponías de pie para caminar entorno del obelisco o caminar de regreso a tu domicilio.
Estando ya sentado, rápidamente llamaron mi atención varias mujeres amas de casa o cuidadoras de niños, paseando a infantes en coches descubiertos para que los pequeños se refrescaran. Otros niños, un poco mayores, divirtiéndose en sus bicicletas. Una que otra pareja con sus críos de la mano caminando en rededor de un descuidado obelisco. Los demás, mayores en su totalidad, sentados en las bancas de madera.
—Mucho calor ¿no joven? —escuché la pregunta. Inmediatamente volví la mirada hacia aquella persona, dudando si se dirigía a mí o a otra persona, porque a mis cuarenta y ocho años no tenía nada de joven, tan sólo el espíritu.
—Sí, señor, demasiado —le respondí al constatar que era a mí a quien se dirigía, ya que a su otro costado tenía una pareja que amenamente conversaban y acariciaban de rato en rato.
—Debemos estar a treinta y cuatro grados más o menos —calculó el señor de pelos canos y vestir sencillo y elegante. Estimé que tendría sus setenta años y obviamente concluí, que por esa diferencia de edad, veía en mí a una persona joven.
—Sí, más o menos —respondí parcamente. No soy persona de mucho hablar. Me gusta la tertulia pero acompañado de alguna copa de licor.
— ¿Usted es de acá, joven? —me preguntó seguidamente, en una abierta demostración que deseaba conversar con alguien, de lo que sea.
— ¿Usted qué cree?, ¿Parezco de acá? —me animé a repreguntar, entrándole a su descarado interés de armar charla.
—Bueno —dijo observándome muy atentamente— no, no es de acá, es blanco, bien parecido y hasta debe tener los ojos claros ¿no?, los de acá no somos así.
—Ja, ja, ja —reí un poco forzado, para dar seguridad y confianza a la conversación entre dos desconocidos— Que buen observador es usted, no soy de acá, soy de Lamas.
— ¿Lamas?, ja,ja,ja —rió de buena gana, sorprendido— de acá cerca nomás, creí que era de la costa.
—No, no, soy de Lamas, la capital folclórica —repliqué.
—Ajá, ¿Ingeniero?, ¿Doctor?
—Empleado público, y escritor en mis ratos libres y de buena gana —respondí.
— ¿Ajá?, caramba, que bien, mi nombre es Miguel, soy profesor jubilado, tengo 72 años —dijo a modo de presentación tardía, tendiéndome la mano.
—Mucho gusto señor —dije estrechándole la mano— mi nombre es Jorge.
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Don Antenor y Don Pedro, el “Jarra”
Una mañana acudí, acompañando a mi esposa, al mercado más grande de la ciudad a realizar algunas compras. El popular “mercadillo” como lo conocían todos, estaba, como siempre, muy agitado. Así se siente desde una cuadra antes de ingresar en él. Recorrerlo da la sensación de encontrarse en uno de esos mercados populares que existen en las grandes ciudades. Los comerciantes, en su mayoría, inmigrantes de otros lugares de la sierra y costa del Perú y su parte de oriundos de la selva, hacen que éste centro de abastos, ponga a disposición de los consumidores productos de las tres regiones naturales del país.
Aquel día, llevé conmigo mi motocicleta importada. Importada no porque podía darme el lujo de adquirirla del extranjero, sino porque no las fabricaban en el país, apenas las ensamblaban en algunas ciudades importantes. De tal manera, que por cuidar, mi movilidad, de los amigos de lo ajeno, tuve que esperar en las afueras del mercado. Me estacioné justo frente a una cantina de mala muerte que expendía licores de todo tipo. Mi intención era esperar todo el tiempo necesario en la motocicleta, sin embargo el inclemente sol, hizo que me refugiara en aquel bar. Estaba relativamente vacío, excepto por dos personas, una que supuestamente era el expendedor, un señor mayor, que estaba sentado junto a una mesa pequeña con unos botellones semivacíos de algún tipo de licor, cada uno de un color diferente. Otra persona sentada sobre un banco redondo, en aparente tertulia con el expendedor.
—Disculpe señor —dije, desde la puerta— ¿Me permite un banquito para sentarme mientras espero a mi esposa?
—Claro joven, siéntese nomás —me respondió el que suponía era el expendedor y obviamente el dueño.
—Muchas gracias, disculpe la molestia.
—No es ninguna molestia —dijo el hombre del bar acercándose a mí— Muchos hacen lo mismo, de esa manera cuidan sus motos.
—Sí, pues —respondí parcamente queriendo cortar aquel diálogo. Pues lo único que quería era observar desde aquel punto de vista, el movimiento vehicular, peatonal y comercial del gran mercado, y lógicamente vigilar mi motocicleta.
El buen señor, aparentemente se dio cuenta de mi intención, y se metió nuevamente a ocupar su lugar junto a la mesa de los botellones, sin decir nada. Sonriendo. Antes de llegar a su sitio, el otro personaje le dijo:
—Ponle otros veinte, “masha”.
—Ya —respondió el llamado “masha” y le sirvió un poco de licor en un vaso de vidrio. El solicitante lo bebió ávidamente, de un sólo trago. —Ya es suficiente —dijo el expendedor.
—Ajá, ya está bueno, ahora sí a trabajar hermano —dijo el hombre poniéndose de pie y sacudiendo los brazos y las piernas.
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