NOVELA: UN AMOR DE CORPUS CRISTI (Extracto)

 

UN AMOR DE CORPUS CRISTI

(La Historia de Silvia y Faustino)

Por: JORGE MESÍA HIDALGO

 

EL GRAN MERCADILLO

El mercado número dos de la ciudad, más conocido como “Mercadillo”, es indudablemente el más grande. Ocupa tres calles de la ciudad y, entre siete y ocho cuadras, aproximadamente, de cada calle. El nombre diminutivo y, hasta cierto punto, despectivo le viene a raíz de que, en sus inicios, era un lugar pequeño, de venta casi exclusiva de plátanos, yucas y aves de corral. Nadie jamás se imaginó que, con el transcurrir del tiempo, se convertiría en un monstruo de la comercialización de todo tipo de productos. Allí se compra y se vende de todo, los productos más inimaginables, los encuentra ahí. Y, como en todo centro popular de comercio, allí también se encuentra la crema y nata de la delincuencia. Los reconocidos y temidos “manos de seda”, o sea, aquellos que nadie los siente ni los ve hacer sus fechorías. Estafadores de todo calibre que, con el cuento de los sorteos y la venta de pócimas milagrosas, engañan a los incautos. Los afamados y, cada vez más versátiles, “cambalacheros”, que a cambio de ropa nueva o utensilios de cocina realizan el cambalache por artefactos malogrados u otros muebles de casa.

LA BELLA SILVIA

Cierta vez, cuando salía de comer de la pensión, se encontró con Mario, el amigo de Pablo. Estaba acompañado de un joven y una chica.

—Hola, Faustino, —saludó, Mario, — ¿Has visto a Pablo?, —preguntó.

—Claro, estaba hasta tarde en su puesto de venta, ahora debe estar en su cuarto, —respondió.

—Queremos invitarle a una fiesta, en Lamas, ¿tú, no quieres ir?, —preguntó, Mario.

— ¿Ahora?, ¿en estos momentos?, —preguntó, Faustino.

—No, no, el domingo próximo, va haber una fiesta y estamos invitados, —contestó, Mario.

—No sé, —respondió, Faustino, —es difícil con la chamba que tengo y sobre todo los domingos, es el día que más se vende.

—Un poco de descanso no te caería mal, de todas maneras estas invitado, —dijo, Mario, y se alejó con sus acompañantes.

Durante el breve diálogo, Faustino echó una mirada a la chica acompañante de Mario, y se encontró con la de ella, que también estaba mirándole. Estaba muy bonita, buen cuerpo y se viste bacán, pensó. Al verlos alejarse, les dijo:

— ¡Voy con ustedes, quiero conversar un asunto con mi amigo Pablo.

—Y, ¿a  Lamas?, ¿vas a ir?, —volvió a preguntar, Mario.

—Puede ser, depende, si va con nosotros esta linda chica, entonces me animo y voy, —dijo, Faustino, mirando a la chica directamente a los ojos.

—Ja, ja, ja, claro que va a ir, ella es de Lamas, igual que yo, por eso somos invitados, —dijo, Mario.

—Bacán, —dijo, sonriendo, Faustino, —entonces hay que convencer a Pablo, porque él es quien tiene los billetes. —Faustino caminó junto a ellos, mirando, de rato en rato, de reojo a la bella chica que acababa de conocer, tratando de no hacerse notar.

Avanzaron hacia la residencia de Pablo. Faustino se acercó a la chica y le extendió la mano, para saludarle. Se llamaba Silvia, tenía 19 años y era estudiante universitaria. Faustino mintió que tenía veinte y que estaba postulando a la universidad por tres ocasiones, sin lograrlo. Le cayó bien la chica y por lo visto, a la chica, también le cayó bien él, con la mentira incluida, claro. Encontraron a Pablo en la vereda de su cuarto, conversando con un vecino. Ni se inmutó al verlos, sólo una amplia sonrisa de recibimiento y un comentario agrio:

—Oiga, vecino, mire usted, llegó la “patrulla malandrín”, ja, ja, ja, —dijo, refiriéndose a Mario y sus acompañantes. Su vecino también rió, mirándolos.

—Hola, Pablo, —saludó, Faustino, —tu chochera Mario, viene con una linda chica y una invitación.

— ¿Invitación?, ¿para qué?, —preguntó, Pablo. Nadie le respondió. Sólo Mario saludó.

—Hola, Pablo.

—Hola, Mario, hola, Silvia, —saludó, Pablo, —y, tu amigo ¿quién es?

—Ah, él es mi amigo Julio, vive por acá nomás, —dijo, Mario.

—Ah, ya, hola, Julio, pero, pasen, acá hay unos asientos, conversemos acá, afuera, porque adentro hace mucho calor.

ADIOS, AMIGO MÍO.

Unos ruidos cercanos despertaron a Miguel. Eran ruidos de pisadas sobre piedras y machetazos en las ramas, a buena distancia, de donde se encontraban. Rápidamente buscó la boca de José para tapárselo, ya que se movía mucho queriendo levantarse para correr.

—Silencio, tranquilo, —le dijo, con voz suave y baja. Así se quedaron un rato.

Los ruidos se escuchaban cada vez más bajos. Se alejaban. Eran los subversivos, que habían salido en busca de los prisioneros y de los que mataron a sus compañeros. Miguel no sabría decir si es que pasaron cerca de ellos, mientras dormían. O al despertar estaban justo donde los escuchó. Sonrió al notar que se alejaban cada vez más. Retiró la mano de la boca de José. Se acordó de Faustino. Se volvió hacia él y no lo encontró en su lugar. Quiso encender la linterna pero se acordó que los enemigos andaban cerca y podían fácilmente verlo. Palpó con las manos para ubicar a su amigo y lo encontró. Estaba casi sentado con la cabeza de Silvia sobre sus piernas. Miguel se atrevió a encender la linterna y lo vio claramente.

—Faustino, recuéstate, amigo, estás perdiendo mucha sangre, —le dijo.

—Miguel, amigo mío, ¡está muerta!, —dijo, Faustino, lastimeramente, llorando.

—Faustino, no levantes la voz, el enemigo está cerca, ven, recuéstate al lado de Silvia, —dijo, Miguel.

Faustino accedió, sin soltar la mano de su amada, ayudado por Miguel. José se acercó a ellos. Había salido del bosque para tratar de ver a los subversivos que momentos antes estaban cerca.

—¿Y?, —preguntó, Miguel.

—Ya se fueron, —respondió, José, refiriéndose a los subversivos.

—Alumbra con la linterna, voy a revisar las heridas de Faustino, —pidió, Miguel.

José así lo hizo. Faustino acariciaba el rostro pálido, cadavérico, de Silvia y lloraba calladamente. Miguel retiró el trapo que, a modo de venda, había puesto sobre las heridas de Faustino. Éstas manaban sangre, aún. Sobre todo la del estómago. Miguel volvió a cubrir las heridas con trapos limpios. Miró el rostro de su amigo y lo encontró pálido, recostado sobre el pecho de Silvia.

—Faustino, Faustino, —le dijo, tomándole del hombro, —tenemos que seguir.

—No, no, —respondió, Faustino, —no vale la pena, sin Silvia, no.

—Escucha, hombre, tiene que verte un médico, estás perdiendo mucha sangre, —insistió, Miguel.

—¿Por qué?, amigo Miguel, ¿por qué tuvo que morir?, —dijo, débilmente, el muchacho, abrazando, fuertemente, el cuerpo, sin vida, de Silvia y dándole besos en la mejilla.

—Faustino, sabíamos de los riesgos a los que nos enfrentaríamos, ¿no?, pero, tú estás vivo, — respondió, Miguel.

—¿Para qué carajo sigo con vida?, ella era mi vida, sin ella, no hay nada para mí, —dijo, Faustino, con voz fuerte, muy expresiva, haciendo un notable esfuerzo para que su amigo, Miguel, lo escuchara bien.

—Escucha, huevón, ¿la amas demasiado?, —preguntó, Miguel.

—Con todas mis fuerzas y todo mi corazón, —respondió, débilmente, Faustino. Miguel tuvo que pegar la oreja a la boca de su amigo para entenderlo.

—¿Entonces, carajo?, vamos para que te curen, así podrás amarla todo el tiempo que te queda de vida y llevarla siempre en tu corazón, —le dijo, Miguel, hablando fuerte, tratando de levantarle el ánimo.

Faustino no respondió. Acomodó su cabeza junto a la de Silvia. La abrazó poniendo un brazo debajo de su cabeza y el otro en su cintura. La pierna izquierda la puso encima de las piernas de la chica. Al verlo así, Miguel le dijo:

—Faustino, ¿te estás dando por vencido?, tenemos que seguir, ¡te estás muriendo, carajo!.

—Miguel, amigo mío, —dijo, Faustino, casi imperceptible. Miguel tuvo que acercarse para escucharlo, —sabes que ya no tengo tiempo, déjame estar con ella estos últimos momentos.

—¡No, carajo, no!, —explotó en llanto de ira, Miguel, apretando fuertemente el brazo de Faustino, —en este mismo momento nos vamos.

Miguel trató de levantar a su amigo para cargarlo. Faustino se sujetó fuertemente al cuerpo de Silvia. Fue imposible separarlos. José, que hasta entonces estaba observando en silencio, se acercó a Miguel para hacerlo desistir en su intento de cargar a Faustino. Miguel lo empujó a un lado.

—¿Qué te pasa, carajo?, ¿quieres que lo deje morir aquí?, ¡es mi amigo, ¿entiendes?!, —dijo, Miguel, increpando a José.

Éste cayó justo con la posadera donde tenía la herida, haciendo que suelte un quejido seco. Inmediatamente se repuso.

—Está bien, pero, no levantes la voz, pueden escucharte, —dijo,  tímidamente, en voz baja, José.

— ¡Qué chucha, que me escuchen, tal vez sería mejor morir todos acá!, —expresó, con dolor, en sus palabras, Miguel.

—Miguel, —dijo, débilmente, Faustino. Miguel se acercó.

—Habla, Faustino, ¿nos vamos?, —preguntó.

—No, ya no es necesario, —dijo, Faustino, levantando la mano izquierda, buscando la mano de su amigo.

—Aquí estoy, Faustino, tienes que ser fuerte, si superas este momento te recuperaras completamente, —dijo, Miguel, tomando la mano de Faustino.

—Me voy, amigo, ya no siento dolor, —decía, Faustino, con voz, cada vez más débil.

—Resiste, Faustino, no te des por vencido, ¡resiste, carajo!, —gritaba, Miguel.

En vez de respuesta inmediata, Miguel, sentía la presión de la mano de su amigo, sobre la suya.

—Ella me espera, mírala, está más bella que nunca, —repetía, Faustino.

—¡Faustino, amigo, quédate, lucha, amigo, no te dejes llevar.

—No, voy a sus brazos, a decirle cuánto la amo.

Faustino de pronto calló. Respiró profundamente. Presionó fuertemente la mano de Miguel.

—Faustino, ¿Faustino?, —dijo, Miguel, frotándole la cabeza. Sintió que su amigo dejaba de presionar su mano.

—Gracias, amigo, por todo, —dijo, débilmente, Faustino, exhalando, un respiro, largamente contenido, Miguel sintió, nuevamente, la presión de la mano de Faustino, —Adiós, amigo mío.   

Soltó, suavemente, la mano de Miguel y expiró. Miguel le tocó el pulso en la muñeca izquierda y en la yugular. Nada. Se había ido. Miguel apoyó la cabeza en el hombro de Faustino y gritó:

—Faustino, quédate, amigo mío, no te vayas, carajo.

Y lloró, largamente, golpeando el suelo con el puño. Cuando se calmó levantó la cabeza y miró en dirección de José. Éste se encontraba junto al cuerpo de Silvia, con la cabeza gacha, seguramente, también llorando, en silencio. Seguidamente tomó la mano de Silvia y la unió a la de Faustino y recostó su frente en ellas. Volvió a llorar. Esta vez, franca y abiertamente, por largo rato. Perdió a su amigo, que en poco tiempo logró hacerse un gran amigo, como un hermano para él. Y lloró también por Silvia, el amor de su amigo, de su hermano. Ahí se quedó, hasta dormirse. Estaba cansado, agotado y bajo mucha presión. José sólo lo contemplaba. Una gran desolación invadió el lugar. Un silencio abrumador, sólo interrumpido por los ruidos de los insectos nocturnos y los batracios. Entonces, también él, se recostó junto al cuerpo de Silvia y se durmió.

Miguel despertó ante el llamado de José. Sin darse cuenta, de la posición de rodillas en que se encontraba al momento de llorar por sus amigos, se había recostado completamente, estirando las piernas, con la cabeza apoyada en las manos unidas de Silvia y Faustino, a modo de almohada. Miró a José. Se dio cuenta que una luna brillante, en ese momento, iluminaba completamente el lecho del río. Algunos de sus  rayos se deslizaban temerosos de descubrir a los jóvenes, a través del follaje de los árboles, dando cierta claridad al lugar donde se encontraban los dos amigos. Miguel miró su reloj. Era casi la media noche.

—¿Has escuchado algo?, —preguntó, de pronto, angustiado, a José.

—No, no sé, —respondió, José, —yo, también, recién me despierto.

—Van a ser las doce de la noche, —comentó, Miguel.

—¿Qué hacemos?, —preguntó, José.

—Hay que seguir, tenemos que llegar al pueblo antes que amanezca, —dijo, Miguel, reponiéndose por completo.

—¿Qué hacemos con Silvia y Faustino?, —preguntó, asustado, el muchacho.

Miguel miró los dos cuerpos inertes, de Silvia y Faustino, junto a él. Recién tomó conciencia de la real situación.

—Los llevaremos al pueblo, ahí los recogerán sus padres, —respondió, concretamente.

—¿Queda lejos tu pueblo?, los muertos pesan bastante, —dijo, José.

—Sí, —respondió, Miguel, incorporándose.

Miró de reojo al joven acompañante.

—Descansaremos media hora más, prepara tus cosas, ponte los guantes, el pasamontañas, amárrate bien las botas, mientras tanto cuéntame ¿qué ocurrió en la caverna, cuando, Faustino, ingresó?

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