TOTÓ

TOTÓ

De mi libro de cuentos, Cuentos de otro mundo, publicado por Freeditorial.com descárgalo GRATIS en: https://freeditorial.com/en/books/cuentos-de-otro-mundo

Casi en las afueras. En la explanada de jugar pelota los domingos, de volar los papalotes en las tardes de verano, se levantaba en lona carmelita la magnífica montaña que desde hacía mucho, muchísimo tiempo, esperaban todos en el pueblo después de recogidas las cosechas.

 Había llegado el circo.

 El mismo de siempre. El que conocían, pero al cual abarrotarían aunque llegaran diez circos más.

 Nadie recordaba la primera vez de su llegada. Ni siquiera los más viejos. Pero el caso es que, de nuevo, estaba allí con todo su ajetreo de carromatos y todos sus ruidos y su gente distinta: como la invasión de otro mundo.

 Había expectación. Más que en otras oportunidades, porque no había venido el otoño anterior por primera vez en muchísimos años. Pero no era por esto, con exactitud, que se comentara tanto y se esperara con tanto ardor la noche de la primera función. La última vez, no había actuado Totó.

  Totó, era el payaso del circo. Pero no era un chistoso cualquiera. Era el mejor de todos los payasos que pudieran existir.

  Los ancianos recordaban, con él, sus días de infancia y juventud; quienes no lo conocían, porque estaban pequeños la última vez que había venido y, por tanto, no le recordaban, se entusiasmaban al oír los relatos sobre él.

 El circo venía cada año y mientras tanto permanecía su recuerdo ¡sobre todo el de Totó! flotando como un fantasma bueno, yendo a los bancos del parque en las palabras y las sonrisas de los abuelos, en las tardes bajo los laureles; o a la salida de la escuela, en un muchacho, quien rodeado y seguido de muchos otros, ensayaba los pasillos de su andar; o en invierno, en la reunión familiar, antes o después de la cena, se encendían los ojos escuchando el recuento de la última broma de Totó; o, si no,  en un portal, una abuela mientras tejía, o una mujer en su cocina, detenían su hacer para sonreír a su evocación.

 Porque su actuar tenía algo de embrujo. Si alguna vez el circo llegara sin leones, sin cebras ni elefantes, sin siquiera trapecistas, sin forzudos y sin magos; solo con él se abarrotaría cada noche.

 Pero hacía mucho que no se renovaba su memoria, que reían menos ¡Hasta se habían afectado las cosechas!

 Y llegó la noche de gala.

 Desde temprano todos: jóvenes y viejos; niños, mujeres y hombres, colmaban las graderías. Esperaban ver aparecer en la pista al excéntrico que tanto ocupara sus mentes.

 Salió el animador, en medio de un haz de luz azulosa, mientras las trompetas anunciaban, con estridencia, el primer espectáculo.

 Corrieron el ruedo las cebras y las amazonas con sus vestidos de luces. Los corceles árabes hicieron reverencias y caracolas y fue maravilloso el colorido y la luz. La música impulsó los corazones mientras en lo alto pendulaba el trapecio y saltaba el trapecista por los aires hacia él.

 Pero no pudo ser mayor la tensión que cuando apareció Totó en la arena mientras repiqueteaba el redoblante. Se lanzó en una carrerita que terminó en una caída en medio de la liza. Una caída calculada, lenta, reposada, que mostró el miedo al golpe. ¡No! No era aquella la caída que habría arrancado una ovación de los espectadores.

 Se puso de pie poco a poco. Cojeó hacia los músicos. No miraba al público y en su rostro blanco, bajo la redonda nariz roja, sonrió una mueca de dolor.

 Se apagaron las luces. Silencio.

 De nuevo, en el centro del redondel, apareció, alumbrado, el animador quien despidió la función, invitando a la presentación de la noche siguiente.

 El público comenzó a salir consternado.

     Dicen que está muy enfermo.

    ¿Acaso no va a morir alguna vez? –Comentó un longevo.

    Lo conocí por los cuentos de mi abuelo. –Dijo otro anciano.

    ¡Debe ser ya muy viejo!

 Nadie sonrió al día siguiente.

 De nuevo trajo la tarde a las sombras como a diario y otra vez vibró el corazón del circo.

 Se repitió toda la fiesta como un rito, como un sortilegio. Cada uno iba tornándose parte de la ceremonia, hasta el momento crucial en que, como en otros años, como una leyenda, como la consumación de lo perfecto, como la alegría misma: Totó.

 Mas, en aquella noche, en aquel momento, por primera vez en el circo, y por primera vez en la historia del pueblo, este momento de éxtasis habíase vuelto impaciencia, ansiedad y acaso temor.

 ¡Y apareció en la entrada del palenque! El anuncio vivaracho de las trompetas no estuvo acorde con su andar algo encorvado... ¡De pronto! Intentó una carrerita, dio un salto grotesco, menos cómico que lastimero, y quedó tendido en el círculo de luz.

 Entonces, salió corriendo el trapecista, quien se arrodilló junto a él. Rápido, lo cargó en brazos y apagaron las luces.

 Totó, había muerto.

 Todo fue rapidísimo.

 Salió el público y comenzaron los preparativos para el desarme de la carpa y la gran recogida.

     ¡Qué se va! –Corrió la voz de casa en casa.

    ¡Qué se va el circo!

Fue ya muy de madrugada que comenzaron, en caravana, a atravesar el pueblo por su calle mayor los carromatos tirados por caballos, mientras los vecinos se asomaban a las ventanas.

 Triste convoy, en medio del sollozo del público que se agolpaba para verlos ir.

 Chirreaban los ejes resecos y los arreos. Algún ruido sordo, algún relincho lejano, larga caravana... Las carretas de las carpas, los camerinos rodantes,... Lenta marcha... Las jaulas de las fieras... Y al final el viejo elefante del circo atado a uno de los carretones, con su pesado andar, con su andar moroso... aunque es posible que un poco ligero para su peso y quizás demasiado vivaracho para tan avanzada la noche y tan triste partida; subía la trompa... Y era que, sobre su lomo, dando las más loquísimas volteretas que jamás vieron, prometía su próxima visita, el más divertido payaso de todos los tiempos.

 

 

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