PEPE CHOCLO ... Y Otros Relatos Amazónicos

PEPE CHOCLO ... Y Otros Relatos Amazónicos

 PEPE CHOCLO

… y Otros Relatos Amazónicos

 

Por: Jorge Mesía Hidalgo

 

PEPE CHOCLO

Pepito es un niño como todos los demás. A sus siete años juega con sus amigos del barrio y de la escuela. Pero hay algo que le preocupa, sus compañeros le han puesto de apodo: “Pepe Choclo”. En muchas ocasiones ha preguntado por qué ése apelativo y todos le salen con respuestas evasivas. Es que Pepito es un niño extremadamente blanco, tiene el cabello rubio lacio y unas impresionantes pecas en las mejillas y la nariz.

Cierta vez, habiendo regresado de la escuela, ingresó a su casa con el rostro rojo y lágrimas en los ojos. Su mamita Isabel, como él la llamaba, al verlo así, se alarmó y le preguntó:

—“Hijito,  ¿qué tienes?, ¿por qué estás llorando?”.

Pepito, sin responder, fue directo a sentarse en una silla y arrimar su rostro en sus brazos apoyados sobre la mesa del comedor. Mamita Isabel se acercó y frotándole la cabeza trató de consolarlo. Pepito en silencio continuó en la misma posición.

—“Cuéntale a tu mamita lo que te pasa, hijito mío”, —le dijo, como un susurro.

Pepito levantando la cabeza y limpiándose las lágrimas le contestó:

—“No me gusta que en la escuela me digan Pepe Choclo”.

—“Pero hijito, ya te dije que no les hagas caso, tus compañeritos son bromistas, te dicen así porque te quieren”. Pepito se puso de pie.

—“No, mamita Isabel, sólo a mí me llaman por mi apodo, el resto se llaman por sus nombres”, — respondió, Pepito.

Mamita Isabel, un poco apesadumbrada por las circunstancias, se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar. Pepito, alarmado al verla acongojada, se abrazó a su cintura.

—“Mamita Isabel, ¿por qué lloras?, te pido que no llores, si quieres no haré caso que mis amigos me llamen así, pero no llores, mamita Isabel”, —dijo, el pequeño.

Entonces, mamita Isabel le tomó del brazo y con mucha suavidad y cariño le condujo a un sillón grande en la sala, sentándose en él, abrazó al niño y recostó su cabeza sobre su regazo.

—“Hijito mío, no eres la causa de mi llanto. Te voy a contar una historia que ocurrió en el pueblo. Al final, estoy segura dejará de molestarte que te llamen por ese apodo”, — dijo, la mujer:

“Hace varios años, llegó al pueblo un joven europeo muy apuesto y encantador. Su nombre era Jack. Era muy blanco y tenía el cabello rubio. Como era de esperarse, causó admiración en todos los pobladores y sobre todo en las chicas de ese entonces. Era tan grande su gracia y atractivo que muchos niños, mujeres y hombres lo seguían muy de cerca por donde se desplazaba. Tenía 28 años y estaba viajando por los países de América del Sur conociendo culturas, como él mismo nos contó, en un idioma español no bien pronunciado, pero que con sus gestos se hacía entender perfectamente”.

“Una chica de 19 años se enamoró perdidamente de él y entonces comenzó a acompañarle a diferentes lugares y chacras a donde iba para conocer a pobladores de la selva. Con el transcurrir de los días, el joven europeo también se enamoró de la chica, iniciando entre ambos una relación de amor y ternura, que ninguno nunca había vivido. Producto de esa relación nació un niño hermoso y robusto a quien su mamita le puso el nombre de José. A los pocos meses de nacido todos los vecinos del barrio conocían al pequeño y vigoroso bebé como “Pepito”, quien tenía el cabello rubio y era blanco como su papá Jack”.

La joven mujer calló. Pepito le miró al rostro y agrandando los ojos, dijo:

— “¿Pepito, como yo?”, —preguntó. La mujer movió la cabeza afirmando.

— “¿Quieres saber algo más, Pepito?”, —preguntó, ella. El niño volvió a mirarla.

—“¿Y dónde está ese bebé, mamita Isabel?”. Ella sonrió y frotándole la cabeza, dijo:

—“El bebé ahora es un niño, está junto a mí y eres tú, mi amor”, —dijo, ella, con entusiasmo. Pepito se levantó rápidamente y miró a su madre interrogativo.

—“Sí, hijito, el bebé hermoso que te mencioné, eres tú y la chica que siguió al europeo porque se enamoró de él, soy yo; o sea tu papá es Jack”. Pepito siguió mirando a su madre haciendo un gesto de incomprensión y tomándose la cabeza. —“Por eso eres blanco y tienes los cabellos rubios, como tu padre, y por eso también tus amigos te dicen Pepe Choclo, porque el maíz choclo tiene unos hilos sedosos de color amarillo y sus granos son blancos”, —concluyó, ella.

Pepito se impacientó y caminó unos pasos, luego se volvió a ella y preguntó:

—“¿Y dónde está mi padre, mamita Isabel?”.

Ella se puso de pie y tomando de la mano al niño, le dijo:

—“Ven, Pepito”, —y lo condujo a su habitación, abrió un cofre de madera que lo tenía con llave y extrajo una fotografía. Se lo mostró a Pepito, —“él es Jack, tu papá”, —le dijo. Pepito miró la foto con avidez.

—“¡Asu!, es alto y blanco y rubio”, —dijo, admirado. Su madre movía la cabeza asintiendo. Pepito volvió a preguntar: — “¿dónde está él, mamita Isabel?”, —la mujer se limpió rápidamente una gran lágrima que rodaba por su mejilla.

—“Él está en su país, Noruega. Partió antes que tú nacieras, sin siquiera saber que yo estaba embarazada. Al partir de viaje me dijo que al año siguiente volvería para casarse conmigo porque estaba enamorado de mí, pero ya ves, han pasado siete años y no sé nada de él”. Pepito abrazó a su mamá fuertemente.

—“No importa, mamita Isabel, no llores, verás que ya no diré nada ni me molestaré si mis amigos me llaman por mi apodo”.

Desde entonces pasó un tiempo y Pepito se sentía feliz, había aprendido a aceptar el sobrenombre que sus amigos le pusieron, siempre explicándoles la razón de su blanca piel y sus cabellos rubios. Y aunque nadie le creía, aún así se sentía feliz. En una ocasión, cuando se acercaba a cumplir ocho años, en casa haciendo sus tareas, Pepito dijo a su progenitora:

—“Mamita Isabel, pronto será mi cumpleaños, ¿qué me vas a regalar?”. Su joven madre le miró.

—“A ver, a ver, ¿qué quieres que te regale?”

—“Si te digo lo que quiero no vas a poder comprarlo, mejor elige tú, mamita Isabel”, — respondió, el niño.

—“Ya sé”, —dijo, sonriente, la mujer, —“te compraré lo que vienes queriendo hace dos años, ¡una bicicleta!, ¿qué te parece?”.

Pepito agrandó los ojos de emoción.

— “¿En serio, mamita Isabel?, ¿me comprarás una bicicleta?”, —y corrió a abrazar a su madre.

En ese preciso momento, alguien tocó la puerta de la pequeña casa, que sólo tenía un cuarto, una sala y un pequeño patio techado que les servía de cocina y comedor. Pepito fue a abrir la puerta y grande fue su sorpresa y susto al ver a un hombre alto, blanco, rubio y barbudo parado en el umbral de la casa, cargando una gran mochila.

— “¿Acá vivir señorita Isabel?”, —preguntó, el extraño.

Pepito enmudeció, sólo atinó a voltear a mirar a su madre. Ella de inmediato se acercó a la puerta y en ese mismo instante reconoció a Jack. Se miraron sin pronunciar palabra alguna, de los ojos de ambos brotaron lágrimas y seguidamente se unieron en un fuerte abrazo. Pepito los miraba perplejo y confundido.

—“Pasa a la sala, Jack”, —dijo, la mujer.

Luego de acomodar sus cosas y conversar de sus recuerdos, Jack miró al niño, quien en todo momento estaba junto a ellos, ansioso porque su madre le confirmara que el extraño visitante, llamado Jack, era su padre.

—“Este niño hermoso, ¿ser tu hijo?”, —preguntó, Jack. La mujer haló a Pepito a su lado y lo abrazó.

—“Sí, Jack, es mi hijo y tuyo también. Cuando partiste de viaje, no sabía que estaba embarazada, por eso no te lo dije”.

Jack miró al niño y miró a la madre, expresando una amplia sonrisa se tomó la cabeza.

— “¿Verdad?, ¿es nuestro hijo?”, —preguntó, jubiloso.

La mujer movía la cabeza afirmando. Jack tomó al niño y lo abrazó. Pepito estaba feliz, estaba viendo a su padre por primera vez y le caía bien, y sabía que a su padre, él también. Jack llenó de abrazos y besos al niño y a la mujer.

—“Yo venido casarme contigo y encuentro sorpresa, linda sorpresa”, —dijo, Jack.

Isabel agrandó los ojos lagrimosos y abrazó fuertemente al visitante, se confundieron en un apasionado beso y ambos abrazaron al pequeño Pepito Choclo, quien comprendió de inmediato que aquel hombre era en verdad su padre y que había venido de tan lejos por amor a su madre y ahora a él, para casarse finalmente y vivir felices.

Así fue. En los días siguientes Jack e Isabel prepararon los papeles para el matrimonio. Fue un acontecimiento nunca antes visto en el pueblo, y todos en general admiraron a Pepito Choclo, quien, por otro lado, caminaba orgulloso y sonriente de las manos de sus padres por las calles del pueblo. Al otro día anunciaron a todos el viaje de los recién casados a Europa, incluido Pepito Choclo por supuesto, lo que volvió a conmocionar a los pobladores. El día del viaje los amigos y compañeros de la escuela de Pepito se acercaron a despedirlo. Todos decían:

— “¡Chao, Pepito, feliz viaje!”

Pepito sonreía feliz junto a sus padres, subidos en un tremendo camión que los llevaría a la ciudad grande para embarcarse en un avión a Lima y de ahí a Europa. Desde que sus amigos se enteraron que Jack era el padre de Pepito, nunca más volvieron a decirle Pepito Choclo y él extrañaba el apodo, hasta ése día cuando el camión avanzaba y todos despedían levantando las manos a los viajantes, uno de sus amigos, a la distancia, gritó:

— “¡Chao, Pepito Choclo!”

Pepito lo miró, levantó la mano despidiendo y sonrió, contento.

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A GOLPE APRENDÍ

En aquel entonces tenía ocho años y cursaba el tercer año de primaria. Grande era la felicidad de mi mamá cuando llegaba a casa con buenas calificaciones, hasta que llegó la época de aprender la operación de la división matemática. Creo que desde ese tiempo comprendí que los números no eran para mí. En mí recordada escuelita denominada con el número 12093 y dirigida por el Profesor Leónidas Linares, reinaba la paz, la disciplina y el buen comportamiento, grandes valores que hicieron de ella, de los alumnos y los profesores, ejemplos a seguir por otras escuelas del pueblo. Mi madre, Doña María Estefita Hidalgo Flores, de escasos estudios primarios, pero con los conocimientos necesarios de lectura y escritura y las operaciones básicas de suma, resta, multiplicación y división, que había adquirido en el transcurso de los años de llevar una vida dura, de sobrevivencia, con la carga de cinco hijos, en ese gran centro superior de estudios que es “la universidad de la vida”, tuvo cierta vez la magnífica idea de hacerme bautizar. Sabiendo que pronto ingresaría a la educación secundaria, inteligentemente buscó como mi padrino al Profesor Leónidas Linares. Desde entonces y hasta culminar mi tercer año, tenía cerca de mí a mi profesor y a mi padrino. Esta situación creó en mí un conflicto interno, de no saber cómo tratar a mi maestro, si como tal o como padrino.

Transcurrieron los meses de aquel año que cursaba el tercero de primaria y en la escuela comenzaron a enseñarnos la operación de la división. Bueno, argüir que aprendí de inmediato sería decir una mentira más grande que el Río Amazonas, admitir que lo aprendí en buen momento, seguiría siendo una mentira aunque no tan grande, lo cierto es que fue en buen tiempo y gracias a un golpe. Grande fue mi sorpresa cuando cierta noche, mi padrino y maestro, Leónidas, llegó a casa intempestivamente. Con la lógica actitud de mis años mozos, edad  en que me atropellaba la timidez, corrí a esconderme para no tener que saludar a mi maestro y padrino. Mi mamá recibió al visitante dándole la cordial bienvenida como se estilaba y acostumbraba en aquellos tiempos, que por cierto eran años de mucha gentileza y amabilidad. Luego me llamó con voz fuerte. Yo, en vez de hacer un esfuerzo y sobreponerme de aquel estado de terror y vergüenza, me escondí más con el fin de no tener que enfrentar tan terrible situación. Sin embargo desde el lugar donde estaba perpetrado pude escuchar claramente la conversación de las dos personas adultas.

—“Bueno, comadre Estefita, ¿cómo está usted?, ¿cómo está mi ahijado?”, —  preguntó, el profesor. Mi mamá, con su característico gesto amable, le brindó una silla para que el profesor se sentara.

—“Estamos bien, profesor Leónidas, gracias a Dios”, —respondió, — “¿y a qué se debe su gentil y sorpresiva visita?”, —preguntó, mi madre.

Claramente escuché desde mi escondite que el profesor Leónidas acomodaba su silla y carraspeaba fuertemente, como preparándose para dar una información de último minuto que tendría los efectos de una hecatombe en nuestra pequeña célula familiar.

—“Comadre, quisiera que Jorge Augusto estuviera acá, para explicarle de qué se trata”, —dijo el profesor gravemente, dándole a su expresión un aspecto expectante que hasta a mí mismo preocupó.

Entonces mi mamá volvió a llamarme fuertemente y yo sin moverme en mi escondite y sin dar signos de presencia.

—“Bueno, no importa, usted le avisa que pasado mañana, o sea el jueves, tomaré prueba oral de la operación de división, ya se los dije a todos en el aula”, —dijo, don Leónidas.

—“Ah, ya profesor, si pues le veo practicando mucho, ya debe saber dividir bien”, — escuché a mi madre decir. El profesor volvió a carraspear.

—“Al contrario, comadre, está un poco flojo, tengo tres alumnos más como él y quisiera que hoy y mañana practique bastante, porque quiero que sirva de ejemplo a sus demás compañeros, ¿entiende?”

—“Claro, compadre Leónidas, entonces le diré que se prepare bien para que en su examen de división saque buena nota”, —dijo, mi madre.

El profesor Leónidas volvió a carraspear.

—“Claro, pues, comadre, mi ahijado tiene que ser el mejor o uno de los mejores del aula”.

Mi madre, aunque no la vi, seguro sonrió.

— “¿Y, cómo va mi Jorgito en los demás cursos, profesor?”, —preguntó mi progenitora.

—“Regular, comadre, tienes que exigirle más, es un niño inteligente, sólo que un poco flojo”, —respondió, el profesor.

—“Debe ser el cansancio, profesor, todos los días madruga conmigo al mercado, para ayudarme, pues, profesor”, —dijo, mi madre.

—“Comadre, enseñarles a nuestros hijos a trabajar es bueno, pero no hasta que descuiden los estudios. No olvide que cuanto más estudien, tendrán más oportunidades para alcanzar trabajos bien pagados”, —dijo, el profesor.

—“Sí, profesor, así lo haré, tenga la seguridad que su ahijado estará bien preparado para el examen del jueves”, —concluyó, doña María Estefita.

Aquella noche, luego que el profesor Leónidas abandonara la casa y que mi mamá se metiera en su cuarto, al fin me atreví a salir de mi escondite y me acerqué a ella. Ella al verme, dijo:

—“No se cree ya, hijo, lo que te escondes por no saludar a tu padrino”.

—“Es que me da vergüenza, pues, mamá”, —respondí.

—“Pero, ¿cómo vas a tenerle vergüenza a tu padrino y maestro?”, —dijo, ella.

—“Por eso mismo, pues, mamá, porque en la escuela no sé si decirle padrino o maestro”, —dije.

—“Pues, en la escuela dile maestro y en la calle le dices padrino”, —dijo, mi madre, con la mayor tranquilidad y elocuencia en su parecer. —“Ya, hijito, has escuchado lo que dijo tu padrino, el jueves vas a dar examen oral de la división, así que prepárate bien porque quiere que seas el ejemplo para tus compañeros”.

—“Pucha mamá, no entiendo nada de la división”, —dije, sin percatarme que estaba revelándole una gran debilidad de mi parte hacia los números.

—“Pero, ¿qué dices Jorge Augusto?, no me vengas con ésas, trae ahorita mismo tu cuaderno y vas a practicar en mi delante”, —dijo, mi madre, con voz grave, visiblemente molesta.

Aquella noche y el día siguiente fueron los más aciagos para mí. Mi madre, fiel cumplidora de su palabra ante la seria advertencia hecha por el profesor Leónidas, me tuvo en todo momento con la tabla de operaciones en una mano y mi cuaderno de prácticas en la otra. No voy a mentirles pero llegó a hastiarme la división. El día miércoles por la noche, víspera del esperado día jueves, día de la prueba final de mi preparación, en mi parecer y en el de mi mamá, ya estaba en óptimas condiciones de enfrentarme al examen oral. Al día siguiente asistí en forma normal a la escuela, el salón de clases estaba tranquilo hasta que hizo su ingreso el profesor Leónidas. Como era costumbre en nosotros, tal como él nos instruyó, nos pusimos de pie, todos teníamos la mirada fija al frente. El profesor, afable como siempre, saludó a todos y nos indicó que había llegado el día del examen oral de la división. Todos nos mirábamos temerosos e interrogativos de quienes serían los alumnos convocados. De pronto, el profesor Leónidas, dijo lo que me temía y con días anticipado.

—“Alumno Jorge Augusto, a la pizarra”.

La orden del profesor me sonó como una sentencia. Un anuncio para el sentenciado hacia el cadalso. En ese preciso momento todo se me nubló, quizás miraba a todos lados pero no veía nada, y avanzaba como zombi hacia la pizarra. Momentos antes, el mismo profesor había escrito en la pizarra unos números: ocho entre dos. La tarea estaba dada. Con la mano temblorosa tomé la tiza y miré los números, éstos se movían como aves en vuelo alocado.

Mientras tanto el profesor se había ubicado al fondo del salón y desde allí daba instrucciones de cómo se desarrollaba una división simple. Yo, por supuesto, nulo. Lo escuchaba pero no entendía lo que decía. En otras palabras estaba bloqueado. Todo lo aprendido y practicado en casa, en ese momento, se diluyó en mi mente. Mientras miraba los números en la pizarra cómo se movían de un lado para otro, el profesor Leónidas, desde el fondo del salón, repetía:

—“A ver, alumno, busca un número que multiplicado por dos te dé ocho”.

¿Cómo poder pensar en esos momentos si los números ante mis ojos se mostraban esquivos? Además, el temor y la vergüenza habían hecho presa de mí, dejándome casi congelado, aún así un sudor frío recorría mi cuerpo de pies a cabeza y el profesor que seguía dando instrucciones desde su cómodo lugar viendo mi pesar y sufrimiento. No recuerdo cuántas veces pronunció mi nombre incentivándome a realizar la operación, sólo recuerdo que en un momento dado, escuché su voz por última vez en un tono grave y molesto. Luego escuché sus pasos acercándose a mí, largos y rápidos, y lo sentí tomándome de los cabellos y empujando mi cabeza hacia la pizarra haciéndome chocar con ella en un golpe rápido y muy ligero, que, más que doloroso, fue esclarecedor de mi mente. En ese preciso momento los números dejaron de moverse, la niebla de mi mente desapareció, el sudor de mi cuerpo cejó y lo aprendido y practicado en casa resurgió.

Como un autómata resolví la operación en dos segundos. El profesor con un notable sentimiento de satisfacción y alegría, aunque tratando de disimular, expresó:

— “¿Eso no pudiste hacer, alumno?”

Yo, aún en mi posición frente a la pizarra, sonreí interiormente. Cuando volví a mi carpeta en el salón, mis compañeros, todos sin excepción, me miraban, algunos consternados, otros con admiración, y yo con la satisfacción de haber realizado la operación en la pizarra y con la seguridad de que había recibido una gran lección. Desde entonces empecé a pensar seriamente que los números no eran mi fuerte, sino las letras.    

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EL CASTILLO HECHIZADO                  

Esta aventura lo viví cuando cursaba el segundo año de secundaria en el colegio de mi pueblo. Mi nombre es Pascual pero me dicen Pachuco, no por que derive de mi nombre, ni por que sea un diminutivo ni apelativo. Me quedé con ese apodo simplemente porque en casa, mi abuelita, que en paz descanse, me decía “pacucho”, según ella porque tenía el cabello un poco claro, sin embargo, cierta vez, algún muchacho de mi barrio no lo pronunció correctamente y me quedé en Pachuco.

A todo extraño le parece curioso este sobrenombre, pero entre mis amigos y familiares ya se hizo común y una costumbre. Pachuco por acá, Pachuco por allá, y yo normal, también me acostumbré. Mi casa es de condición humilde, así como mi barrio y todo el pueblo en general. Mis padres, me quieren mucho y yo a ellos. Tengo tres hermanos mayores. Enrique, el primero, le sigue María, y por último, Silvia. Mi mamá se llama María Concepción y mi papá, Enrique Alfonso. Son muy queridos en el pueblo y muy respetados. Él es negociante y ella ama de casa. En casa no tenemos abundancia pero tampoco carestía. Creo que mi padre hace buenos negocios y mi madre es muy racional para el uso de las cosas.

Desde pequeño tengo muchos amigos, todos me aprecian y respetan como yo a ellos. Pero puedo contar claramente que son cinco los que realmente son mis “patazas”, o sea mis mejores amigos. Sus nombres: Laura, Maribel, Manuel, Pablo y Benjamín. Creo que formamos, de alguna manera, sin proponernos, sin hacer pactos, un clan o una confraternidad. Cuando nos juntamos y nos proponemos hacer algo, primero vemos si no va a perjudicar a alguien o a algo. En ese sentido pensamos como adultos, sobre todo Manuel que es el mayor de todos, bueno, es decir por días. Por ejemplo Pablo es el menor de todos, tiene catorce años y siete días, el otro día nomás celebró su cumpleaños, y Manuel tiene catorce años y dos meses. O sea  somos “contemporáneos”, como dice mi mamá. Nos gusta jugar, pasear o correr aventuras.

Hasta hace un año, cuando tenía trece años, me entró el deseo de tener mi enamorada. En ese afán salíamos a pasear Pablo, Benjamín y yo por las calles de mi pueblo. Lo malo fue que los tres le pusimos el ojo a la misma chica. Me enamoré perdidamente y creo que mis amigos también. Una amistad desde la infancia, casi lo perdemos por el amor de una chica. Nos ganábamos el tiempo para ser el primero en visitarla. Hasta que ella se dio cuenta. Una tarde nos esperó a los tres y nos invitó limonada con panecillos. Nos dijo que los tres éramos lindos y que quería ser amiga de los tres. Es más, pactó nuestra amistad con el siguiente deseo: “Quiero que los tres vengan a visitarme juntos”. ¿Su nombre?, Laura. Sí, la que ahora es nuestra muy buena amiga Laura.

A Laura le decimos con cariño “Lauri”, es una chica muy linda, muy agraciada y muy femenina. Manuel es primo de Laura, entre amigos le decimos “Mañuco”, es el fortachón del grupo, el que nos llama la atención cuando hacemos algo indebido. Maribel es vecina de Manuel, de cariño le decimos “Maruca”, es muy fuerte de físico, un poco tosca y ahombrada y muy cariñosa en el fondo. Pablo es el menor de todos, mi vecino, es flaco y debilucho, de cariño le decimos “Pablín”, es el intelectual del grupo, siempre impecablemente peinado y vestido. Benjamín es el guapo del grupo, al menos se cree el guapo, o sea el que no le teme a nada, le decimos cariñosamente “Benja”, es el más chato de todos y tiene los ojos de color verde, igual que su papá que dice la gente que es argentino. Finalmente, Pascual, o sea yo, tengo los ojos y el cabello color castaño claro y de alguna manera creo que soy el líder del grupo, el que aporta las ideas y casi siempre son aceptadas, no sin antes ser analizadas por Pablín y el visto bueno de Manuel.

Cierta vez, conversando con Pablín, que vivía muy cerca de mi casa, sobre la posibilidad de hacer un paseo al río, éste se acordó de algo que para mí era asunto muerto, sin interés.

— “¿Te acuerdas de la cueva?”, —me preguntó.

Claro, cómo no iba acordarme, si aquella vez que fuimos, tan sólo porque Mañuco nos dijo que había muchos murciélagos, salimos corriendo como locos. Y es que los murciélagos, sin haberlos visto nunca en directo, nos daba un miedo enorme, más aún alimentado por las fantasías de las películas de Drácula y vampiros.

—“Claro, no tiene nada de bueno”, —le respondí.

El no estaba de acuerdo, me aclaró que Mañuco sólo se había acercado a mirar la entrada de la cueva y nosotros le creímos ese cuento de los murciélagos. Además estaba decidido a encabezar la expedición, siempre y cuando respetaran sus órdenes. Le dije que lo conversaríamos con los demás aquella misma noche. Y lo increíble, todos aceptaron al primer comentario, tan solo porque lo encabezaría Pablín.

Al otro día, Pablín nos alcanzó a cada uno, una lista de cosas que deberíamos llevar a la expedición. Botas altas, que afortunadamente, todos teníamos, pantalones y camisas de tela gruesa, gorro de tela o tejido que se ajuste bien a la cabeza y que cubra la oreja, una mascarilla que cubra la boca y la nariz y nuestro ya acostumbrado morral en donde teníamos desde una aguja hasta una lampa pequeña para remover tierra. Insistió mucho que revisáramos nuestras linternas. Todos cumplimos al pie de la letra las instrucciones, pues así fue el acuerdo. La partida sería el día viernes de aquella semana, pues al día siguiente no tendríamos clases y nos daría tiempo para descansar bien y hacer las tareas del colegio el día domingo. Todo bien pensado y calculado por el analítico Pablín. La cueva se encontraba en las afueras del pueblo y llegar allí nos tomaría unos treinta minutos caminando.

El día señalado, todos diríamos en nuestras casas que salimos a hacer tarea en casa de algún amigo. Pero en mi caso, no fue así. Mamá se negó rotundamente aduciendo que para hacer las tareas tendría tiempo el sábado y el domingo. Iniciamos un tira y jale de la cuerda que colmó la paciencia de mi madre y cuando estuvo a punto de darme una paliza, le tuve que decir la verdad.

— “¿Con quienes vas a ir?”, —fue la pregunta inmediata y razonable.

Le dije con mis amigos. Ella aceptó no sin antes recomendarme que regresara temprano y que ni por equivocación intentara ingresar a la cueva. Ella también conocía la cueva, creo que todos en el pueblo la conocían, solo que nunca nadie había logrado ingresar por el fuerte olor que despedía, la oscuridad en su interior y los sonidos a aletazos que se escuchaba, que según los comentarios de la gente eran aves malignas que cuidaban la entrada.

Fui el último en llegar al punto de encuentro desde donde partiríamos hacia el lugar. Los rostros de descontento no se hicieron esperar y los reclamos menos. Pero al fin, todos juntos, partimos. La caminata, un poco larga, se hizo muy amena con los chistes de Benja y los celos de Pablín por Lauri. Es que ella se pegaba mucho a mí para ayudarla en los tramos duros del camino y él exigía que en eso también le respetáramos ya que seguía enamorado de ella. Aproximadamente a las tres de la tarde nos detuvimos en la entrada de la cueva. Cansados y agotados nos pusimos a contemplar aquella impresionante estructura natural. Dos piedras de descomunal tamaño, arrimadas una a la otra formaban una prominencia sobre una colina de aproximadamente 60 metros. La unión de las piedras se elevaba claramente hasta casi tres metros del suelo, donde se abrían ligeramente para dejar un espacio, en su base, de unos dos metros. Era la entrada a la cueva.

Desde afuera sólo se notaba los bordes de la entrada de la cueva y un sendero con peldaños de piedras hacia abajo hasta casi cinco metros. Más allá, una oscuridad atemorizante.

Nos preparamos, cada uno con sus propios pertrechos. El gorro largo que cubría hasta las orejas, la camisa de tela gruesa y manga larga, los guantes, las botas de jebe y el pantalón de tela gruesa sujeta con elástico a las botas. Una linterna cada uno, una bolsa de plástico con pastillas, mentoles y alcohol sujeta a los cinturones de cada uno. Luego, el sorteo para ver quien encabeza la columna. Mañuco no entraría en el sorteo, porque la vez pasada fue él quien la encabezó y se asustó muy fácilmente por la presencia de unos cuantos murcielaguitos. Maruca insistió en ser considerada en el sorteo, ya que por respeto a la mujer jamás las considerábamos para actos tan riesgosos. Salió ganadora. En la retaguardia, también por sorteo, yo. Cuando todo estuvo listo, ingresamos.

Vi a Maruca y a Lauri persignarse y con disimulo hice lo mismo. El camino húmedo, el olor penetrante a piedras y tierra mojadas, asfixiante, estuvo a punto, nuevamente, de abortar nuestro plan. Desde atrás, Lauri, que iba delante de mí, alentaba a seguir. Todos nos subimos los pañuelos atados al cuello hasta cubrirnos la nariz, con el fin de soportar el olor. La visibilidad disminuía a medida que avanzábamos. Las linternas a la mano. El camino, al principio húmedo y resbaladizo, se estaba convirtiendo en pedregoso, pero siempre en bajada.

—“A este ritmo, vamos a llegar al centro de la tierra”, —comentó, Pablín.

Sus palabras retumbaron en el interior de la cueva. Ecos que iban y venían. Nos detuvimos en seco. Del fondo de la cueva, de los lados y de todas partes salieron los murciélagos en bandadas impresionantes. Sus aleteos al volar y sus gritos casi nos matan del susto. Lauri pegó un grito que se perdió confundido con los de los murciélagos. Nos miramos unos a otros. Repentinamente los murciélagos desaparecieron y nuevamente el silencio. Mañuco hizo un gesto de avanzar sin hacer ruidos.

Las piedras en el camino se hacían cada vez más grandes. Vi a Maruca hacer grandes esfuerzos para indicar el camino. Ir a la vanguardia es cosa seria, pensé. Y ni qué decir de la retaguardia, si eres miedoso, seguro abandonas la tarea. ¿Cuánto habíamos avanzado?, no lo sé, pero era un buen trecho. La entrada había quedado atrás y a esa altura del camino ya no se distinguía. ¿Podremos encontrar el camino de regreso?, me pregunté. A pesar del frío al interior de la cueva, yo estaba empapado de sudor y seguro que todos lo estaban. La oscuridad era total y nuestras linternas se iban apagando. Maruca dijo de la necesidad de regresar, porque sin luz no podríamos seguir. Me acerqué bastante a Lauri y le tomé la mano, ella a su vez tomaba la mano de Pablín. Estaba temblando, no sé si por el frío o por el miedo. De repente, todas nuestras linternas se apagaron. Lauri volvió a gritar, pero más suave.

—“Traje pilas de repuesto”, —dijo Pablín. No fueron necesarias.

Todos quedamos inmóviles a ver algo luminoso un poco adelante. El camino, antes pedregoso, se convirtió en plano. Ya no necesitábamos de las linternas, todo se veía diáfano. Nos cogimos de las manos y avanzamos lentamente. Y lo vimos. Algo que jamás olvidaremos. Frente a nosotros, una inmensa estructura de cristal brillante en forma de castillo, con sus torres, ventanas por todos lados y muy luminoso. Medía aproximadamente dos metros de alto, armoniosamente construido. Su brillo iluminaba completamente toda aquella parte. Tomando valor el uno del otro, siempre tomados de las manos, nos acercamos muy lentamente. No sentíamos temor pero sí mucha impresión. Extendí la mano para tocarlo.

— “¡No!”, —dijo Mañuco, — “¡puede estar hechizado!”

Repentinamente, el castillo cambió de color, de blanco a verde claro, siempre brillante. Todos dimos un paso atrás. Aún así, extendí nuevamente la mano con el fin de tocarlo.

— “¡Pachuco, no!”, —esta vez gritó Lauri.

Nuevamente el castillo cambió de color, a un tono rosado. No me aguanté y contra todos, lo toqué. No era cristal, ¡era hielo!, retiré la mano ni bien lo sentí. Algo increíble comenzó a suceder. El castillo cual bola de hielo ante una fogata comenzó a derretirse. Rápidamente. Y a medida que se derretía, se iba apagando su luz. Todos nos asustamos. Fue entonces que una bandada de murciélagos salió detrás del castillo, contra nosotros. Todos gritamos y empezamos a correr. Seguidamente, la oscuridad total. Perdimos el rastro del camino. Recurrimos a nuestras linternas, afortunadamente se prendieron. La fuga continuó hasta vislumbrar la luz de la salida. Los murciélagos detrás de nosotros, a ratos sentíamos sus aleteos. Hasta que estuvimos afuera.

De retorno a casa nadie dijo nada. Avanzábamos con la mirada en el suelo. Los rostros pálidos del susto. Nuestras ropas empapadas por la humedad de la cueva y por nuestro propio sudor. Solamente un “chao” cuando nos separábamos del grupo. Ni nos mirábamos. “Luego lo comentaríamos”, pensé.

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LAS LLAVES DE DOÑA SILVIA

Doña Silvia Flores Hidalgo era una noble anciana octogenaria en los años ochenta. En las décadas de los veinte y treinta paseaba su insigne belleza y encanto por las antiguas calles de la ciudad de Lamas, dejando, a su paso, una estela de miradas embobadas de los jóvenes de aquellos tiempos.

Doña Silvia era una mujer muy hacendosa. Su carácter noble y jovial hacía que sus amigos y vecinos le tengan un gran cariño y aprecio. Su trato respetuoso y delicado con todos le dio el nivel de gran dama y señora de sus tiempos. Sin embargo, doña Silvia, tenía una forma muy particular de educar y criar a sus hijos. Siempre que tenía ocasión les decía que tenía y siempre llevaba consigo unas llaves para corregir el mal comportamiento de los niños.

—“¿Cómo puedes corregirnos con una llave, mamita Silvia?”, —era la pregunta que todos sus nietos le hacían

Ella esbozaba una sonrisa y se alejaba dejándonos con la incertidumbre y la duda de “cómo serían esas llaves y cómo las aplicaría, doña Silvia, para corregir el  mal comportamiento de los niños”. Nunca, durante muchos años, ninguno de sus nietos pudo conocer las populares llaves. Sólo Róger, el menor de sus nietos, conoció y sintió el poder de las llaves. Cierta tarde doña Silvia tenía que hacer una visita a sus compadres, con la idea de hacer algunos cambios de productos agrícolas con ropa usada.

—“Rogerito, prepárate, hijo, vamos a ir a visitar a los compadres”, —dijo, doña Silvia.

Roger, el menor de sus nietos, que vivía con ella, se alegró mucho de poder salir y acompañar a doña Silvia en el paseo. Luego, se acercó a ella, listo para salir a visitar a los compadres. Ella lo miró, le arregló el cuello de la camisa, le ajustó el cinturón del pantalón y le dio una sonrisa.

—“Por si acaso, hijito, aquí en mi talego estoy llevando mis llaves, te has de portar bien en casa de los compadres”, —dijo, doña Silvia, a modo de advertencia.

El pequeño Róger, durante el trayecto hasta la casa de los compadres de doña Silvia, trató, por todos los medios, de ver en la bolsa de tela, las benditas llaves. No lo consiguió. En casa de los compadres de doña Silvia, todo fue armonía y charla amena entre compadres, sobre todo entre comadres. Doña Silvia, con frecuencia, miraba a su nieto para que, de esa manera, observara un buen comportamiento y que esté a la altura de las circunstancias. El nieto, por su parte, a medida que avanzaba el tiempo de guardar buena compostura, obviamente se agotaba y de cuando en cuando se movía demasiado en el asiento o hacía ruidos y gestos de aburrimiento lo que provocaba miradas furibundas de doña Silvia y ademanes de llevar la mano al talego para sacar las supuestas llaves.

Sin embargo, ante las inquietudes y travesuras del pequeño nieto, doña Silvia, se dirigió a su comadre para pedirle permiso.

—“Disculpe, usted, comadre, pero voy a corregir a este muchacho”.

—“Adelante, comadrita, siga usted”, —respondió, la comadre.

Doña Silvia tomó a su nieto del brazo y lo condujo a una habitación contigua. Entonces, sin meter las manos en el talego de tela, aplicó dos fuertes pellizcos a la altura del tórax, al muchacho, quien se retorció de dolor y pensó: “si esto duele mucho, cómo dolerán las llaves”. Pero doña Silvia, jamás metió las manos en el talego, a lo que el pequeño Róger preguntó:

—“¿No vas a sacar las llaves, mamita Silvia?”.

—“Esas son las llaves, hijito, así es que si no quieres más, pórtate bien, no te estés retorciendo en tu asiento ni estés bostezando, eso es de mala educación, muchacho”, —replicó, ella, muy oronda.

Fue en ese preciso momento que el pequeño Róger comprendió lo que eran las famosas llaves de doña Silvia. No eran una cosa material, de madera o de metal. Las llaves eran un acto de las manos sobre su piel, pellizcos que eran fuertes y muy dolorosos. Desde entonces, cada vez que doña Silvia mencionaba sus afamadas llaves, su nieto Róger trataba de mantenerse alejado de las manos y los pellizcos de su abuela, doña Silvia.

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EL CHULLACHAQUI CHANCHERO

Cierta vez, cuando tenía nueve años, viajé con mi abuelo a una chacra. Viajar con él era un verdadero reto. Mi abuelo conocía a la perfección de estos viajes. No en vano había visitado a sus amigos y compadres en diferentes sitios de la provincia en muchas oportunidades, tanto que mi abuela, su esposa, se sentía hastiada de que la dejara  sola al cuidado de la casa y la familia, por cortos y a veces largos periodos de tiempo. En aquella ocasión, según sus propias palabras, sería la última vez que lo haría, dado que estaba próximo a cumplir 72 años de vida. Mi abuelo era un tipo alto, el pelo  completamente cano, tenía los ojos de color marrón claro, una nariz aguileña y una joroba muy pronunciada que se le notaba desde cualquier lugar que se le mirara.

Una mañana  muy de madrugada mi abuelo me dijo desde la puerta de mi cuarto:

—“Vamos, hijo, levántate, tenemos que salir de viaje”.

Creo que, sin darme cuenta, no había dormido en toda la noche, esperando ese llamado.

—“Abuelo, pero no es de día, todavía”, —respondí, desperezándome.

—“Pronto lo será, vamos, levántate, jovencito”.

Luego, en la pequeña huerta que tenía la modesta vivienda de mis abuelos, estaba la "Blanquita", una hermosa yegua, de gran porte y pelaje blanco que mi abuelo ya había ensillado. La "Blanquita" era el animal más noble y dócil que hasta esa época de mi vida había conocido. Cuando tenía hambre se le oía relinchar desde su lugar en la pequeña huerta. Cuando me acercaba llevándole cascaras de plátano verde, su alimento favorito, movía la cola y la cabeza como agradeciéndome por atender su llamado. En seguida, antes que le depositara su alimento en un canasto que mi abuela le había tejido, acercaba su hocico con pronunciada quijada a mi cuello y a mis axilas inhalando y exhalando fuertemente para reconocerme. En seguida soltaba un suave relincho y se ponía a comer.

Aquella madrugada, la “Blanquita”, estaba más despierta que todos. Al notar mi presencia en la huerta rápidamente movió la cabeza. Entonces me acerqué para que me reconociera y cuando lo hizo relinchó tanto que mi abuelo se acercó a ver qué pasaba y sonrió al verme que le estaba frotando la frente y el cuello.

—“Este animal te quiere, hijito, por eso se alegra cuando llegas a su lado”.

—“Sí, abuelo, es la mejor yegua del mundo”.

Mi abuelo reía de buena gana por mi comentario y la “Blanquita” movía la cola y la cabeza como comprendiendo el momento alegre que vivíamos antes de la partida.

Más tarde partíamos rumbo a la chacra del compadre Julián, el amigo entrañable de mi abuelo, tan mayor y tan canoso como él. Su chacra, una maravilla de la naturaleza como decía mi abuelo, se encontraba a una distancia de más o menos veinte kilómetros del pueblo. Llegar allá demandaba no menos de tres horas, “bien caminado” y hasta cinco si lo hacías con descansos intermedios. Los destellos de los primeros rayos solares se veían en el horizonte, aunque el astro rey aún no hacía su aparición. El camino de herradura que al salir del pueblo era ancha y amplia, se iba angostando a medida que nos adentrábamos en la selva. Desde la partida, la "Blanquita" iba delante nuestro, no sé si porque conocía el camino o porque mi abuelo confiaba en su instinto animal para guiarnos. El viaje de ida, casi sin contratiempos, lo hicimos cómodamente, con la frescura de las mañanitas y más tarde a la sombra de los árboles que protegen los caminos. Cuando arribamos a la chacra de don Julián, marcaban las nueve de la mañana. Mi abuelo sonrió mirando su viejo reloj de cadena que siempre hacía andar en el bolsillo y me miró:

— “¡Bien caminado, hijo!, así se hace”.

Estábamos parados junto a una gran tranquera, detrás del cual se veía un inmenso terreno cultivado, tan extenso como dos campos de fútbol, con ganado vacuno pastando por ahí. Junto a la tranquera, a cada lado, grandes árboles de ciruelas completamente cargados de frutos maduros, algunos en el suelo caídos por el peso de la madurez. Fue entonces que empecé a tomar los que estaban en el suelo para saciar mi hambre y mi sed. Mi abuelo cogiendo su bastón que traía junto al cinto del caballo me la puso sobre el hombro.

— “¡Alto, hijo, no hagas eso, compórtate con educación!”, —me dijo, de pronto.

—“Pero abuelo, tengo hambre y sed y los estoy recogiendo del suelo”, —respondí.

Él no dijo nada, sólo agrandó los ojos y presionó el bastón sobre mi hombro. Entonces comprendí que hablaba en serio y de no acceder a su advertencia el golpe sería inevitable. Entonces dejé los frutos en el piso y me puse de pie junto a la "Blanquita" que, sí estaba comiendo los deliciosos frutos del suelo, yo miré a mi abuelo como indicándole lo que hacía la agotada yegua.

—“Blanquita" es un animal, hijo, pero tú y yo somos personas que razonamos, así es que entraremos, saludaremos a mi compadre Julián y él te dará permiso y podrás comer todo lo que quieras”.

Así era mi abuelo, drástico, legal y respetuoso. En esos años de mi niñez no lo comprendía, sólo aceptaba la negativa por respeto y cariño, pero la rabia lo tenía por dentro. Cuando me hice mayor pude darme cuenta de la grandeza de sus consejos. Por esos mismos criterios, los niños no podíamos estar en conversaciones de adultos, de modo que nunca supe qué conversaron los dos señores otoñales aquel día, pero sí me dieron el permiso respectivo para recorrer la chacra y disfrutar de sus atractivos y sus productos. No solo encontré ciruelos, sino también guabas, naranjas, mandarinas y casho. También había un gran sembrío de caña dulce y su trapiche para extraer el jugo de la caña del cual hacían chancaca. Más allá una pequeña quebrada de aguas cristalinas del cual se alimentaban las personas y animales de la chacra de don Julián. En pocas palabras, don Julián era un millonario de la selva, un afortunado hombre que en base a sacrificios logró ese maravilloso paraje en esa parte del país.

La idea de mi abuelo era regresar el mismo día, luego de hacer algunos negocios con su compadre, pero la amena conversación y los cafés que iban y venían, hicieron perder la noción del tiempo a ambos señores, de manera que cerca de las tres de la tarde ambos acordaron que nos quedaríamos hasta el día siguiente. Conocí a la esposa de don Julián, una señora muy amable y gentil, un don de Dios como decía su marido. Más tarde volvían de sus faenas de campo tres de sus siete hijos, todos mayores de edad, con sus respectivas mujeres. El resto de sus hijos vivían en otros lugares del país, todos prósperos hombres de bien, decía don Julián. La noche que pasé en la chacra del compadre Julián es una de las que más recuerdo en mi vida. Todos sentados en el umbral de la gran casona, incluido yo, conversando diferentes temas, menos yo que sólo escuchaba. De rato en rato un alto en la conversación provocaba un espacio de silencio que nos permitía escuchar el sonido de la noche en la selva. Aves nocturnas de extraños cantares, insectos de diferentes tipos y puntos brillantes de luz en la oscuridad producidos por luciérnagas. Más allá el sonido del discurrir de las aguas de la pequeña quebrada, que en medio del silencio de la noche parecía como el de un gran río caudaloso. Luego el éxtasis total al mirar el cielo, límpido completamente, nos brindaba la magia de un manto de estrellas, algunas más brillantes que otras de acuerdo a su distancia en el firmamento. Todo, en conjunto, bellísimo, inolvidable.

Al día siguiente, muy temprano, don Julián ordenó a sus hijos que fueran por algunas provisiones para regalar a su compadre y amigo. Mientras, él iba a ver algunos caballos que nos prestaría para poder llevar el cargamento, ya que la “Blanquita” no podría hacerlo sola. En estas tareas las horas de la mañana pasaban rápidamente. La esposa de don Julián tuvo que adelantar el almuerzo para que los visitantes puedan viajar de regreso antes que nos gane la tarde. Así fue en efecto, a la una de la tarde, partíamos de regreso a la ciudad de Lamas. Llevábamos muchos productos que generosamente don Julián y su familia nos habían regalado. Nos prestaron tres caballos para transportar el cargamento, y por supuesto, la “Blanquita” iba adelante siempre guiándonos y yo a su costado. Mi abuelo iba atrás vigilando la pequeña caravana.

La fuerza del sol era tan intensa que se sentía claramente cómo atravesaba nuestra camisa y nos quemaba la piel. Mi abuelo usaba un casco tipo sombrero para la cabeza y yo llevaba un gorro o lloque tipo Jorge Chávez, pero de vez en cuando desde atrás me decía:

—“Hijo, remójate la cabeza, el sol está muy fuerte”.

El camino de regreso se hizo un poco pesado, pues en algunos sectores había llovido y el camino se enfangó y se puso resbaladizo. Los caballos eran los más sacrificados por la carga que llevaban, sin embargo lo superaban con creces. Cerca a las tres de la tarde llegamos a una cumbre desde donde se divisaba claramente mi pequeño pueblo, fue un momento de enorme satisfacción, pues sólo nos quedaba una hora o un poco más para llegar a casa.

— “¡Abuelo, ahí está el pueblo, hay que descansar un rato!”

—“No, hijo, sigamos adelante, sino, llegaremos de noche”.

Estaba un poco cansado, pero hice lo que mi abuelo indicaba y seguí el camino. Teníamos que hacer una larga bajada hasta el río Chupishiña y luego subir hasta la entrada de Lamas. A esas alturas del recorrido las bajadas se hacen más pesadas que las subidas y eso pude comprobarlo en mi persona. En determinado lugar el camino se estrechaba tanto que a cada caballo tenía que conducirlo personalmente. Estaba llevando a la “Blanquita”, mientras el resto hacía un alto, cuando de pronto veo a unos cincuenta metros de distancia, a tres enormes cerdos o chanchos blancos. Sorprendido y asustado retrocedo unos metros para avisar a mi abuelo.

— “¡Abuelo, abuelo, ahí hay unos chanchos blancos, ven a verlos!”, —mi abuelo, presuroso, se acercó.

— “¿Chanchos blancos?, pero ¿qué dices, hijo?”, —dijo y los vio.

Quedó tan sorprendido como yo. Los chanchos merodeaban por ahí interrumpiendo el pase. La “Blanquita”, como nunca, relinchaba a cada rato y no quería avanzar.

—“Esto no es humano, hijo, es el demonio que nos quiere tentar”, —dijo mi abuelo.

En ese preciso instante surgió de un costado del camino, de entre los arbustos, un hombre con ropas de chacra y sombrero viejo en la cabeza, muy parecido a la vestimenta del compadre Julián. Sin exponerse completamente, con medio cuerpo cubierto por la maleza, el ala del sombrero cubriéndole los ojos, entabló el siguiente diálogo con mi abuelo:

— “¡Hola, cumpa!, estos chanchos se han escapado de su corral, quiero llevarlos a Lamas para venderlos”, —dijo, el extraño. Mi abuelo lo miró fijamente pero no pudo identificarle.

— “¿Quién eres?, ¿cómo te llamas?”

—“Pucha, cumpa, no creo ya, que no me reconozcas”…

—“No, no te conozco, y por acá nadie cría chanchos blancos, tú eres el demonio, ¡lárgate, maldito, antes que acabe con tu vida”, —dijo, mi abuelo, con voz firme y enérgica.

En seguida, el hombrecillo se internó rápidamente en el bosque y los chanchos también desaparecieron. Yo quedé atónito. Miré a mi abuelo con el rostro pálido y él me tomó por el hombro.

—“Abuelo, ese hombre se parecía al compadre Julián”, —dije.

—“No, hijito, ese ha sido el chullachaqui, el demonio en persona”, —yo le miré sorprendido. Siempre había oído hablar del chullachaqui, pero nunca pensé verlo alguna vez.

—“Sí, hijo, pero no te asustes, ¿te has dado cuenta que se puso las ropas del compadre Julián?, así se presenta este demonio, pero es fácil de reconocerle, sino te mira a los ojos o esconde sus pies, segurito es el chullachaqui, a lo mejor a creído que estabas sólo y te ha querido asustar o robar”.

—“Pucha, abuelo, yo creí que lo del chullachaqui era puro cuento, es la primera vez que lo veo”.

—“Yo también, hijo, y te aseguro que nunca más lo veremos, porque ya sabe que no le tenemos miedo”, —concluyó, mi abuelo, y me instó a seguir el camino rumbo a Lamas.

 

 

 

 

 

 

 

 

EL HIJO DEL CIRCO

Ingresando a la ciudad de Moyobamba, existe un terreno descampado, donde generalmente se instalan los circos. Cierto día del mes de Julio, mes del aniversario de la independencia del Perú, Fiestas Patrias para los peruanos, en horas de la tarde, justo a ese lugar, llegaron dos camiones grandes, los llamados tráiler. En la noche de aquel día, vi con sorpresa, que varios hombres y mujeres descargaron de los camiones un sin número de pertrechos y materiales e inmediatamente se pusieron a trabajar en levantar la carpa del circo. A las once de la noche, cuando decidí irme a descansar, pensé, con el poco conocimiento que tengo de labores circenses, que el trabajo del armado de la carpa los llevaría hasta el otro día. Grande fue mi sorpresa cuando, al día siguiente, a las siete de la mañana vi el circo completamente armado. Obviamente habían trabajado toda la noche, con la rapidez y pericia propia de ellos.

Luego, a media mañana, escuché los altoparlantes anunciando el debut del circo esa misma noche. El anuncio por las calles de la ciudad, como estaba previsto por los propietarios del circo, causó gran expectativa en la población, incluyéndome por supuesto, dándose por descontado el éxito de la primera presentación. Más tarde, en la noche, cuando asistí al espectáculo quedé gratamente sorprendido al ver el circo completamente iluminado. Dos hileras de focos bajaban desde una de las astas del gran circo hacia la entrada del mismo. Un parlante colocado en otra de las astas lanzaba una canción, un tanto monótona, de un estribillo haciendo alusión a los actos artísticos a presentarse. El público asistente, en su mayoría hombres y mujeres con niños, hacían una gran cola. Me paré a un costado de la puerta a esperar que la cola disminuyera. Mientras tanto conversaba con uno de los hombres que había armado el circo.

—Son expertos en armar la carpa, ¿no?, —comenté a modo de halago.

—Claro, pues, amigo, es nuestro trabajo, —me respondió.

—Que bien, y, ¿de dónde son?

—De Colombia.

—Caramba, y ¿cómo se les ocurrió venir por acá?, —pregunté.

—A Perú venimos todos los años pero es la primera vez que llegamos acá. Ingresamos por Tumbes, hacemos presentaciones ahí luego pasamos a Piura, Chiclayo hasta llegar a Lima, pero este año sólo nos presentamos hasta Chiclayo y de ahí nos internamos por la selva. Ya hemos estado en Bagua Chica, Bagua Grande, Pedro Ruíz, Nueva Cajamarca, Rioja y ahora acá. De aquí seguimos a Tarapoto y así hasta Lima, donde debemos estar para las fiestas patrias de Perú, — me contestó, sonriente, muy conocedor de la ruta de esta parte de la patria.

Cuando me despedía del hombre para adquirir mi entrada, de pronto, salieron corriendo del interior del circo, tres niños. Casi atropellándome. Eran tres mozalbetes que no pasaban de los diez años.

—Hey, ¿por qué no juegan adentro?, —les dijo, el hombre del circo. Ninguno respondió. Más, riéndose y gritando, volvieron a ingresar a toda carrera.

—Oiga, señor, ¿los niños también actúan?, —pregunté.

—Así es, todos actuamos, —respondió, prontamente, —pero esta noche, los niños no lo harán, serán la sorpresa de la función de mañana, —concluyó, e ingresó despidiéndome con la mano.

Me acerqué a la ventanilla de venta de entradas. De pronto los niños volvieron a salir corriendo y gritando. Entonces decidí conversar con ellos. A decir verdad, por lo menos intentarlo, porque se les veía muy inquietos.

— ¡Hey, niños!, —grité, los tres se detuvieron y voltearon a mirarme, — ¿pueden contarme algo?

—No, —respondió uno de ellos. Me sorprendió.

Los tres seguían ahí, parados, mirándome. Cuando me acercaba a ellos salió nuevamente el hombre que minutos antes conversó conmigo.

—Oiga, amigo, la función va a empezar, ¿no va a ingresar?, —me preguntó.

—Sí, lo haré en un momento, —respondí. Luego, con un silbido, indicó a los niños que ingresaran, más éstos, siguieron ahí, mirándome. — ¿Puedo conversar con ellos?, —pregunté, al hombre.

—Claro, no hay problema, —me respondió y se dirigió a la pequeña cabina desde donde expedían los boletos de entrada.

—Hola, niños, ¿puedo saber sus nombres?

—No, —respondió, prontamente, uno de ellos, al parecer el mayor de los tres. Callé y sonreí.

—No le haga caso, señor, yo soy Raúl, él es José y él es Luis, le decimos “No”, porque su respuesta preferida es “No”, —dijo, el pequeño Raúl. Reí de buena gana y ellos también lo hicieron, excepto, Luis.

— ¿Es cierto que actúan en el circo?, —los tres movieron la cabeza, afirmando, —  “¡caramba, qué bien!, a ver, ¿qué hacen en el circo?, —pregunté.

El pequeño Raúl, se quitó un guante de béisbol, que traía puesto y respondió:

—Yo soy malabarista.

—Yo, payaso, —dijo, tímidamente, José.

Miré a Luis. Se quedó callado, con la mirada hacia el suelo.

— ¿Y tú?, —le pregunté. No respondió ni levantó la mirada.

—Él no actúa, sólo ayuda con las cosas, —dijo, Raúl.

— ¿Y eso, por qué?, —pregunté. El pequeño Raúl levantó los hombros.

—Es miedoso, por eso no aprende.

—No es cierto, —se animó a hablar, Luis, —muchas veces he actuado, soy equilibrista.

—Sí, pero te da miedo, ¿sí o no?, —dijo, Raúl.

—A ti también te da miedo, ¿qué hablas, oye?, —le increpó, José.

—Bueno, bueno, a cualquiera la da miedo, si yo fuera artista como ustedes, también tendría miedo, —dije, tratando de calmarlos, —y, díganme, ¿sus padres también actúan?

—Sí, mi papá es malabarista, como yo, —dijo, Raúl.

—El mío, es mago, —dijo, José. Miré a Luis, esperando su respuesta. No habló. Se había arrimado a un cerco provisional que bordeaba el circo para impedir que la gente ingresara sin pagar.

— ¿Y el tuyo, Luis?, —pregunté. Bajó la cabeza mirando al suelo.

—Él no tiene padre ni madre, —dijo, Raúl.

—Lo lamento, ¿murieron?, —dirigí la pregunta a Luis. Éste, sin levantar la cabeza, emprendió veloz carrera ingresando al interior de la carpa del circo, —pobre muchacho, le afecta conversar del tema, debe ser duro perder a ambos padres, — comenté.

—Es que nunca tuvo padres, nadie los conoce, ni los mayores, por eso todos le dicen “el hijo del circo”, el circo es su padre y su madre, —dijo, Raúl, levantando los hombros y con una sonrisa.

— ¿Dónde está Luis?, —preguntó, el hombre mayor, desde la cabina.

—Se metió a la carpa, —respondió, Raúl.

—Bueno, ustedes también entren ya, —les ordenó, acercándose. Los chicos se apresuraron a ingresar, sin despedirse de mí.

—Oiga, amigo, acláreme una cosa, —le dije al hombre.

—Diga, usted, —me respondió, distraído, contando los billetes de la venta de entradas.

— ¿Cómo es eso de que el niño Luis no tiene padres, nunca los tuvo y que le llaman “el hijo del circo”?. El hombre levantó la mirada hacia mí. Guardó el dinero en el bolsillo.

—Seguro que Raúl le dijo eso, ¿no?, —yo asentí, presuroso, a la espera de la respuesta, —mire, una vez, cuando estábamos en Cali, llegó al circo una niña de trece años, buscando trabajo. Los dueños la aceptaron para que ayude en la cocina. Pasaron siete meses y todo andaba normal con ella, había congeniado con todos, se adaptó muy bien a la vida en el circo, hasta que cierto día sufrió un desmayo y comenzó con una hemorragia vaginal. Eso pasó cuando estábamos en Quito, allá en Ecuador, ¿entiende?, —yo asentí, nuevamente, —los dueños del circo la llevaron al hospital, cuando volvieron, lo hicieron con un pequeño bebé. Era el hijo de la muchacha, ¿se da cuenta?, ella murió cuando le hicieron la operación, pero salvaron al niño. Ése es Luis, —el hombre se detuvo en su narración.

— ¿Y el papá?, —pregunté. El hombre me miró fijamente.

—No hay papá, no hay mamá, nadie sabe nada, aunque en muchas ocasiones la muchacha dijo que se embarazó en el circo nadie le creía todos dicen que al circo llegó embarazada, por eso al muchacho le dicen el hijo del circo, nadie se hace cargo de él, pero todos lo ayudamos a seguir adelante, —concluyó.

Inmediatamente, el hombre me hizo un gesto extraño con la mano y se retiró. Me dejó con la palabra en la boca, quería seguir conversando con él. Obviamente, esa noche no ingresé al circo, esperé la función del día siguiente.

La noche del día siguiente llegué temprano al circo, para evitar la molesta cola y para poder ocupar un lugar adecuado en la tribuna. En determinado momento, cuando apenas éramos cuatro los espectadores, vi a los tres niños jugando por ahí. El interior del circo tenía iluminación de luces de colores rojos, verdes y amarillos, destacando en el centro, donde actuarían los artistas, una poderosa luz blanca que provenía desde un faro ubicado en la cima de la carpa. En otro momento, el pequeño Raúl, desde el centro del escenario, me saludó levantando la mano:

—Hola, señor, Luis está muy animado, actuará esta noche, —dijo, y se retiró.

A pesar que, aún éramos pocas las personas en las tribunas, aquel saludo me sorprendió e incomodó un poco. En realidad no esperaba que los niños me reconocieran. Nuestra conversación la noche anterior fue muy breve que pensé que lo habían olvidado. Más tarde, cuando el público casi llenaba las instalaciones del circo, vi a José transformado en un gracioso payaso, vendiendo unas golosinas. Subía y bajaba las tribunas, ofrecía a voz en cuello y vendía. Cuando llegó a mi lado sonrió.

—Hola, señor, ¿me compra un caramelo?, —lo hice con mucho gusto, sin decir palabra alguna, —gracias, le va a gustar la función, ya verá, —dijo, el niño payaso, con una sonrisa y se marchó.

Unos minutos más tarde la potente luz blanca del centro se apagó. Los parlantes de la parte exterior dejaron de emitir su aletargada música y se prendieron otros al interior de la carpa. La función iba a comenzar. Todos nos acomodamos en nuestros asientos. Los niños se sujetaban de los brazos de sus padres. De pronto la luz blanca volvió a encenderse, más potente aún, y casi simultáneamente el sonido de una marcha en los parlantes interiores. La mayoría de los presentes nos sobresaltamos. Casi de inmediato, por los parlantes se escuchó una voz pastosa, pesada, anunciando a los artistas. Desfilaron los Hermanos Daza, mujer y hombre, extraordinarios contorsionistas, Los esposos Dalton, los mejores malabaristas, con su pequeño hijo, Pirulo, o sea, el pequeño Raúl, el gran mago Cardini, los graciosos payasos Platanito, Pancita y el pequeño José como Chupetín, Fabricio el traga sables, los mejores equilibristas del mundo Yesabela, Antonio y el Hijo del Circo, era el niño Luis, quien aparentemente perdió la timidez y saludaba al público levantando las manos, después, Pablo Mármol, el domador de fieras y otros más. Aquella noche todos los artistas actuaron magníficamente, arrancando aplausos en cada expresión, en cada gesto y en cada movimiento de cuerpos. Pero quienes fueron realmente ovacionados fueron los niños. El gran malabarista Pirulo o sea Raúl, se paseó por todo el escenario e hizo piruetas, haciendo malabares con seis palitroques y, cuando culminó, hizo una reverencia dirigiéndose a mí. El pequeño payaso Chupetín o sea José, arrancó risas y gritos entre el público, y de rato en rato, mientras actuaba, me apuntaba con el dedo. El payaso Platanito, el hombre con quien conversé la noche anterior, también me saludó e hizo un gesto quitándose el sombrero y tocándose la cabeza en clara alusión a mi avanzada calvicie. Hasta que llegó la actuación del niño Luis, el Hijo del Circo. Era el número esperado por los espectadores. La actuación de los equilibristas concentró todas las atenciones. Caminaban, sin mayor dificultad, por un cable templado en las alturas. Hacían saltos y volantines, siempre sobre el cable templado. Todos aplaudían a rabiar después de cada acto peligroso. El público, en constante suspenso, con la mirada hacia arriba, seguía cada uno de los movimientos de los equilibristas. Cuando terminaron su actuación todos nos pusimos de pie a aplaudir. Luis, el Hijo del Circo, se acercó al borde del escenario, hizo una reverencia y levantó la mano, saludándome.

Fue una noche grata para mí. La siguiente noche también acudí al circo, pero no ingresé. Traté de conversar con los niños y con el hombre de la primera noche, pero no los encontré. Luego, después de tres días, cuando regresé nuevamente, el circo había desaparecido. Se marcharon de la ciudad, siguiendo su recorrido errante, incierto y hasta cierto punto, inseguro. Muchas personas, entre las que me cuento, quedamos encantados con la actuación de los niños artistas. Yo, aún más, conociendo la historia de Luis, el Hijo del Circo. 

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EL INDIANO

Cierta vez arribó al pueblo un circo. Por el comentario de la gente sabíamos que era de Brasil. Nadie había visto llegar el cargamento, pero el circo ya estaba en el pueblo. Todos los pobladores salían a las puertas de sus casas cuando el bando pasaba anunciando al “Circo más grande de América”, “Vea en acción a los mejores trapecistas”, “Feroces animales de África totalmente amaestrados”, “Vea en persona al hombre más grande y fuerte del mundo”, y uno y otro espectáculo fastuoso. Sabíamos también que sólo harían una presentación, ya que estaban de paso a Yurimaguas e Iquitos para retornar a su país. En aquellos días los circos se presentaban a plena luz del día, pues las lámparas de aceite no eran suficientes para verlos en la noche.

Un grupo de amigos decidimos ir al evento. El espectáculo contaba con numeroso público y efectivamente el lugar estaba preparado para la presentación de los artistas. Una jaula de fierro encerraba a un impresionante león que se movía en el interior impacientemente, chimpancés, loros y otros animales se paseaban por ahí, de donde supuestamente luego bajarían una cortina para que vayan ingresando los artistas. Me llamó la atención un pequeño estrado levantado a un costado de la pista de actuación, en la parte superior un letrero grande y bastante deteriorado decía: “El Indiano, el hombre más grande y fuerte del mundo”. A mis amigos les causó el mismo impacto que a mí, aquel anuncio, de modo que casi todo el espectáculo pasó casi desapercibido, esperando la presentación de aquel hombre. Mientras actuaban los malabaristas, payasos y animales, nuestra mirada de cuando en cuando giraba hacía el pequeño estrado, a ver si de sorpresa lo captábamos, pero nada. Cuando, en el momento menos esperado, cuando ya mediaba la tarde, se escuchó el anuncio:

— ¡Señoras y señores, ahora lo veremos!

Toda la gente prácticamente se volcó junto al pequeño estrado, el anunciador no hizo más que treparse encima para no ser aplastado, recién pudimos darnos cuenta que llevaba puesto un saco de colores brillantes, pantalón negro, un sombrero de copa alta color negro y un bastón en la mano. También en el estrado había una caja más o menos grande cubierta con una manta verde. No nos fijamos más en la caja, todos esperábamos que de algún lugar  apareciera el Indiano. Jamás pasó por mi mente que todo ese tiempo, en aquella caja estaba metido aquel hombre. El anunciador dijo:

—¡Señoras y señores, van a ser testigos de una gran presentación, verán por primera vez al hombre más grande y fuerte del mundo, viene recorriendo todo el continente demostrando su gran tamaño y fuerza, procedente de la lejana India, se ha batido en duras peleas a puño limpio, con elefantes, tigres y leones, —el publico estalló en risas incrédulas.

Estábamos impacientados y muchos levantando las manos pedían que se presentara de una vez. Fue entonces que el anunciador, tomando uno de los extremos de la manta lo jaló hasta dejar al descubierto la caja. De pronto un golpe fuerte y violento votó por los aires la tapa de la caja que era de madera, fue tanta la sorpresa que todos dimos unos pasos hacia atrás del susto, algunos se habían caído de espaldas. Ni imaginábamos lo que vendría en seguida. Dos enormes manos negras surgieron del interior de la caja, se apoyaron en el borde e inmediatamente se puso de pie. ¡Era un  gigante! La gente dio un grito de sorpresa y dimos varios pasos más hacia atrás por la fuerte impresión. Algunos corrieron a colocarse en un lugar más lejano, fuera del alcance de aquel fenómeno. Muchos se quitaron el sombrero ante lo admirable, otros se colocaban sus anteojos porque no creían lo que sus ojos veían.

El Indiano era un fenómeno, de impresionante contextura, de unos dos metros y medio o más de estatura, de color moreno y la cabeza completamente rapada. Se colocó justo en el centro del estrado con los brazos cruzados y la mirada al frente. Vestía un pantalón celeste brillante como los que usan los artistas del circo, con el torso descubierto para mostrar su prominente musculatura, al parecer se había frotado con aceite porque brillaba como un caballo fino bien alimentado y recién cepillado. El anunciador seguía hablando no sé qué cosas, nadie lo escuchaba, porque todos tenían puestos sus sentidos en el Indiano. Algunos que habían corrido al verlo la primera vez fueron acercándose poco a poco para verlo más de cerca. El impresionante hombre seguía inmóvil en su lugar entonces logré escuchar nuevamente al anunciador.

—Y en todo su recorrido por el mundo no ha habido humano alguno que se haya atrevido a retarle a puño limpio. —El anunciador se acercó a un extremo del estrado y cogió una barra de fierro y se acercó al público, — ¿habrá alguno de ustedes que podrá doblar este fierro?, —preguntó mirando a todos.

Un gran silencio se hizo entre la gente. Yo miré a mis amigos y ellos a su vez a mí.

— ¡Yo!, —dijo alguien entre el público.

Todos movimos la cabeza en busca de aquel insensato, debe estar loco, pensé. Era “Juan sin miedo”, así lo conocían en el pueblo, un tipo que alguna vez también trabajó en un circo, según sus propias palabras, aunque muchos no le creían por el tipo de vida que llevaba. Nadie sabía su nombre completo, sólo “Juan sin miedo”, nombre de un conocido personaje de revistas de aquellos tiempos. En el pueblo vivía de cantina en cantina cobrando las apuestas que hacía a su poderosa fuerza que poseía en sus brazos. Era conocido en muchos pueblos de la Amazonía, pues no tenía lugar fijo de residencia, razón por la cual sólo en raras ocasiones, como aquella, se le veía en Lamas.

Ante la mirada atónita del anunciador y la inmovilidad del gigante, “Juan sin miedo” se subió al estrado y se ubicó a prudente distancia del Indiano, haciendo gestos de temor, lo que causó la risa entre el público. Tomó el fierro que le tendió el anunciador y haciendo grandes esfuerzos y exponiendo todo el poder muscular de sus brazos, logró doblar el fierro hasta convertirlo en un arco. Satisfecho, “Juan sin miedo”, lo expuso al público, recibiendo fuertes aplausos. En seguida el anunciador cogió otro fierro y entregándole al gigante dijo:

— ¡Ahora vean lo que hace el hombre más fuerte del mundo!

Acto seguido, acercándose, le dio unas fuertes cachetadas al moreno gigante. Los golpes eran tan fuertes que me pareció que en cualquier momento el Indiano reaccionaría dando una fuerte golpiza al anunciador. Pero no fue así. La mole humana frunció el ceño, mordió los labios, cogió el fierro por los extremos, los músculos de los brazos se le hincharon y con sólo dos movimientos rapidísimos dobló el fierro de tal manera que al mostrarle al público parecía un nudo casi perfecto. La gente lanzó un grito de admiración y aplaudió fuertemente el acto.

— ¡Eso es truco!, —gritó, “Juan sin miedo” desde su sitio, y la gente lo apoyó asintiendo la cabeza y pronunciando muchos síes. 

De pronto, el Indiano miró fijamente a “Juan sin miedo”, la gente paró en seco los gritos y se produjo un silencio sepulcral en el ambiente, por primera vez el moreno gigante miraba directamente a alguien del público. Sorpresivamente y con una rapidez que no se podía imaginar en él, tomó un fierro y lo dobló de igual manera que la primera, se lo entregó a “Juan sin miedo”, luego tomó otro y doblándolo nuevamente, se lo entregó a otra persona, se detuvo en el centro del estrado con una agitación que parecía que los pectorales se le iban a desprender del cuerpo. Todos nos quedamos inmóviles, en silencio, atónitos.

— ¡Ya, moreno, cálmate, que vamos a seguir la función!, —dijo el anunciador.

Preciso instante en que el Indiano, cerrando los puños fuertemente y levantándolos por encima de su cabeza, lanzó un grito ensordecedor, haciéndonos correr del susto, seguidamente saltó del estrado al piso haciéndolo temblar, con el rostro completamente desfigurado por la furia. Muchas personas se caían en el afán de correr y ponerse a distancia de aquel monstruo. El anunciador saltó tras él tratando de detenerlo, el Indiano se dirigió presuroso al centro del circo, la gente lo seguía a pasos cortos y a prudente distancia. El gigante se detuvo y miró la jaula grande donde el león estaba recostado, el moreno se acercó, abrió la jaula con mucha facilidad e ingresó. El anunciador le gritó:

— ¡No, no lo hagas!

Pero el colosal hombre ya estaba dentro, cerró la puerta, le puso cerrojo y miró a todos con sus enormes ojos que con la furia que traía se habían agrandado aún más. Toda la gente se acercó a ver lo que sucedía. El gigante se detuvo en el centro de la jaula, el león mostraba sus dientes ante tal intromisión. Estando dentro, el gigante, nuevamente lanzó su grito de guerra, el león se asustó tanto como nosotros y sin levantarse rugió tan fuertemente que nos dio escalofríos, muchas mujeres se desmayaron. El anunciador que estaba junto a la puerta gritaba:

— ¡Moreno, sal de ahí, no te metas con el león!

No sé si lo que estaba ocurriendo era parte del espectáculo o era una cosa circunstancial, lo que sí era cierto es que estábamos muy nerviosos. Nadie decía una palabra. Todo era silencio, excepto por los gritos del anunciador, suplicando al moreno que saliera de la jaula, los gritos del gigante provocando al rey de la selva y los rugidos de éste ante la provocación del atrevido. Dentro de la jaula, el león se paró y empezó a girar en torno al Indiano, como anunciando su ataque ante tal falta de respeto a su investidura y un poco estudiando a su ocasional rival. De pronto y sin previo aviso, dio un ágil salto hacia el moreno tratando de morderlo por el cuello, pero éste con un rápido movimiento, echó por los suelos al león. El hombre más fuerte del mundo estaba furioso y la bestia también. Nuevamente el animal se lanzó contra el Indiano y parece que eso esperaba el moreno, ya que inmediatamente lo tomó por las patas delanteras y lo zarandeó fuertemente hasta derribarlo, entonces se subió encima del animal, aplastando patas y panza con su enorme peso. El indiano levantó la cara sudorosa, en las sienes y en la frente se notaban enormes venas. La gente aplaudió, ante tal demostración de fuerza y valor. El anunciador seguía gritando:

— ¡Ya, moreno, ya está bien, se acabó, deja al león!

El indiano gritó nuevamente, cogió a la bestia por las quijadas con ambas manos, abriéndole la boca fuertemente, lo mostró al público. Éste respondió con aplausos y gritos. El anunciador gritaba:

— ¡No, no, ya basta, suéltalo, suéltalo, moreno!

El público seguía aplaudiendo ante tal demostración de poder. Entonces ocurrió lo inesperado. En la postura en que se encontraba, el gigante hizo un gesto feroz y comenzó a abrir cada vez más las quijadas del animal, luego, un chasquido seco, silencio absoluto en los espectadores, sólo gestos de horror, admiración e incredulidad. Me trepé en un banco de madera para ver mejor el espectáculo. Y lo vi. En la mano derecha del Indiano se encontraba la quijada inferior del animal ¡Con toda la lengua fuera del cuerpo!. El moreno tenía levantada aquella mano, como mostrándola al público. Sangre en el piso, en el aire y escurriéndose por el brazo del Indiano. Personas del público que se caían al retroceder por la impresión de aquel acto. Otros con náuseas ante la presencia y el olor de la sangre. Todo se volvió un caos, yo estaba en el suelo, me caí cuando la gente retrocedió en forma abrupta. Me puse en pie inmediatamente. El moreno gigante volvió a gritar fuertemente, con la quijada del animal aún en la mano, buscaba desesperado la salida de la jaula, el rostro completamente desfigurado por la furia y el esfuerzo realizado. El pánico cundió y la gente comenzó a correr, despavorida, en todas direcciones. Yo también lo hice y no paré hasta llegar a casa. No comenté nada en casa, pero mis padres se enteraron un poco más tarde de lo ocurrido, por comentarios de la gente. No salí de casa sino hasta el tercer día de aquel incidente. El circo se había marchado tan silenciosamente como llegó. Me comentaron que el moreno tuvo que ser inyectado para que se calmara, el  león murió y se lo llevaron. Nunca más se supo de aquel circo, ni del hombre más grande y fuerte del mundo.

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