Publicaciones de JORGE MESIA HIDALGO (17)

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CARAS PINTADAS

EN EL

CENTRO CEREMONIOSO

Por: JORGE MESÍA HIDALGO

Dedicatoria: A la inquebrantable labor del Profesor Rubén López Hidalgo,

Investigador Amazónico, por descubrir los velos de la

Cultura Amazónica Sanmartinense.

 

Aquel sábado 20 de junio la ciudad amaneció con una lluvia de regular intensidad y, según informativos radiales, fue igual en casi toda la zona de San Martín. Empecé a tener un sentimiento de preocupación, ya que no cumpliría con la promesa hecha al Profesor Rubén, pero por otro lado, asomaba en mí un sentimiento de tranquilidad, ya que al otro día, precisamente el día Domingo 21 se celebraba el Día del Padre, y me quedaría en casa para recibir visitas y llamadas telefónicas saludándome por tan honroso día. Con el peso de estos sentimientos encontrados, llamé al Profesor Rubén, a media mañana, cuando la lluvia había amainado un poco. Grande fue mi sorpresa cuando el profesor me informó que en la ciudad de Lamas había llovido poquísimo y a esa hora estaba a punto de asomar el sol. Me alegré muchísimo y salí al patio trasero de casa a “soplar al cielo” en un intento de que la lluvia cejara por completo, tal como me lo habían enseñado mis padres y abuelos basados en creencias antiguas. Y, ¿qué creen que ocurrió?, pues nada más y nada menos, al cabo de diez minutos, la persistente llovizna que caía sobre la ciudad de Tarapoto, cejó completamente, dejando un cielo bastante despejado e invitándome a emprender el dichoso viaje. Más tarde, estando en Lamas, el Profesor Rubén me confesaría que, a la hora de mi llamada, la lluvia era torrencial en la Ciudad de los Tres Pisos, calmando completamente después del medio día.

—Hermano, fue una pequeña mentira de mi parte, para que te animaras a venir, —me dijo, dándome un abrazo fraterno.

Más tarde, promediando las cuatro de la tarde, de aquel sábado 20 de junio, hacía mi ingreso a la ciudad de Lamas. Debo confesarles, quizás porque soy natural de tan bella ciudad, que para mí es un placer llegar a ella. Para empezar, desde antes de ver su agraciada geografía, desde la entrada por el Barrio Zaragoza, es un placer sentir su fresco y por ratos frio clima, ver hermosos paisajes en todas las direcciones que orientes los ojos, el majestuoso río Mayo y la impresionante y populosa ciudad de Tarapoto. Luego, avanzando por la carretera, ver el hermoso Barrio de Zaragoza y a un costado el Barrio Suchiche que conforman el primer piso natural de la “Ciudad de la Santísima Cruz de los Motilones” como la llamó su fundador el español Don Martín de la Riva y Herrera. Adentrándose en la ciudad, siempre en pendiente, hasta las proximidades de la Plaza de Armas, empieza la zona plana, denominándose esta parte como el segundo piso. Unas dos o tres cuadras más allá, siguiendo la principal calle de la ciudad empieza la otra pendiente, dando inicio al tercer piso, culminando en la cumbre del cerro donde se encuentra ubicada esta bella ciudad. La casa, pequeña pero acogedora, del Profesor Rubén se encuentra prácticamente en el segundo piso. Me sorprendió gratamente encontrar, en la residencia del Profesor Rubén un buen número de personas, en su mayoría jóvenes, todos entusiastas, que preparaban papelotes escribiendo mensajes de agradecimiento a la naturaleza, al sol, la tierra y toda expresión del medio ambiente, tan sano y puro, aún, en esta parte de la Amazonía Peruana. Son pocos los jóvenes que me reconocieron al ingresar al interior de la residencia, podría decir, incluso, que ninguno de ellos sabía de mi relación familiar con Rubén López, es más, estoy seguro que todos me tomaron como un curioso más que acompañaría a la delegación en expedición de visita al Centro Ceremonioso.

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EL PODER VACANTE

EL LLANO CON IDEAS PARA GOBERNAR

 

Por: JORGE MESÍA HIDALGO

En el Perú, a finales del año 2004, y por qué no decirlo, a lo largo de todo el año, se leía en los periódicos titulares increíbles, en la televisión, en primera plana, anuncios sorprendentes, acerca de la “posibilidad de vacancia presidencial”. Es decir, en palabras sencillas y comunes, que el presidente deje de ser presidente y ocupe su lugar otro con más aptitudes. En buen lenguaje popular, el presidente debería ser despedido por inepto. Muchos no podían creer que eso estaría ocurriendo en el país. Hasta entonces, el ciudadano que llegaba a ser elegido presidente, se investía de poder y mando, que hablar públicamente mal de él, costaba sanción y castigo. Sin embargo, la “clase política” de entonces, con una ingrata experiencia anterior inmediata y heredera de constantes y elocuentes fracasos de gobernabilidad, echaba mano de una serie de malos hábitos y los expresaba a los grandes medios sin ninguna consideración y respeto a la población que, con sus votos, les había otorgado tal privilegio. A tal punto que, una vez faltado el respeto al pueblo que los eligió, los volcaría contra el propio presidente, a vista y paciencia de todos.

Bien se podría imaginar, que tanto bochorno e insensatez en nuestra más alta clase política, terminaría por llegar a las masas en formas más sencillas pero al cual más descabelladas e increíbles. El ciudadano común y corriente que optaba por hacer carrera política, si bien, un tiempo atrás, se preocupaba por pulirse y dar muestras de comportamiento correcto, para ese entonces sólo ansiaba llegar a las esferas del poder, tal como era en su vida normal, aduciendo transparencia y sencillez, pero con ideales de enriquecimiento y poder para hacer lo indebido.

 

* * *

 

Don Miguel, el Profesor Jubilado

Una tarde de esas, cuando el sol ya se había ocultado, luego de un día intenso de luminosidad y calentura, y comenzaba a soplar una brisa suave en la ciudad de Tarapoto, aún con rezagos del sofocante calor que llega a alterar los nervios y el cuerpo siente languidecerse por la pérdida abundante de líquidos, salí como muchos otros a buscar aire fresco que alivie tal sensación. El lugar elegido, la plaza de armas, como lo llamaban antes, hoy, por situaciones de modernidad o actualidad o quién sabe por qué, le llaman plaza mayor. Ya antes, cuando era niño, con la denominación de “armas”, creía que en dicha plaza encontraría armas, pistolas o cosas así. También creía que allí se reunían personas que portaban armas de verdad, para enfrentarse unos a otros. Muchos de mis contemporáneos, amigos y no amigos, pensaban como yo. Nuestros padres, escasos de instrucción y conocimientos, no podían darnos una explicación esclarecedora. Aún hoy, con la denominación de “mayor”, muchas personas, no sólo niños, están confundidas. Por mayor se piensa que es la primera que fue construida, o es la más importante de la ciudad o, también que es la más grande de todas, aunque esta última idea queda descartada, porque conocemos plazas menores que son mas grandes que la mayor. En fin, muchos ciudadanos estamos esperando que la persona que ideó o “construyó” ese nombre, lo esclarezca debidamente.

 

Ahí, en medio de mucha gente con las mismas ansias mías, llegué justo a tiempo para encontrar un pequeño espacio en una de sus bancas centrales. Me senté. Las bancas eran de madera, no muy cómodas. Alguien con mala intención o sin criterio de que ellas sirven para descansar, las fabricó con maderas muy delgadas y separadas unas de otras. De manera que en unos minutos, cinco a lo máximo, te empezaban fuertes dolores en las posaderas que te obligaban a cambiar de posición constantemente. Afortunadamente las poses se agotaban cuando ya te habías refrescado lo suficiente, entonces, rendido ante tanto maltrato de la posada de las cuatro letras, te ponías de pie para caminar entorno del obelisco o caminar de regreso a tu domicilio.

 

Estando ya sentado, rápidamente llamaron mi atención varias mujeres amas de casa o cuidadoras de niños, paseando a infantes en coches descubiertos para que los pequeños se refrescaran. Otros niños, un poco mayores, divirtiéndose en sus bicicletas. Una que otra pareja con sus críos de la mano caminando en rededor de un descuidado obelisco. Los demás, mayores en su totalidad, sentados en las bancas de madera.

 

—Mucho calor ¿no joven? —escuché la pregunta. Inmediatamente volví la mirada hacia aquella persona, dudando si se dirigía a mí o a otra persona, porque a mis cuarenta y ocho años no tenía nada de joven, tan sólo el espíritu.

—Sí, señor, demasiado —le respondí al constatar que era a mí a quien se dirigía, ya que a su otro costado tenía una pareja que amenamente conversaban y acariciaban de rato en rato.

—Debemos estar a treinta y cuatro grados más o menos —calculó el señor de pelos canos y vestir sencillo y elegante. Estimé que tendría sus setenta años y obviamente concluí, que por esa diferencia de edad, veía en mí a una persona joven.

—Sí, más o menos —respondí parcamente. No soy persona de mucho hablar. Me gusta la tertulia pero acompañado de alguna copa de licor.

— ¿Usted es de acá, joven? —me preguntó seguidamente, en una abierta demostración que deseaba conversar con alguien, de lo que sea.

— ¿Usted qué cree?, ¿Parezco de acá? —me animé a repreguntar, entrándole a su descarado interés de armar charla.

—Bueno —dijo observándome muy atentamente— no, no es de acá, es blanco, bien parecido y hasta debe tener los ojos claros ¿no?, los de acá no somos así.

—Ja, ja, ja —reí un poco forzado, para dar seguridad y confianza a la conversación entre dos desconocidos— Que buen observador es usted, no soy de acá, soy de Lamas.

— ¿Lamas?, ja,ja,ja —rió de buena gana, sorprendido— de acá cerca nomás, creí que era de la costa.

—No, no, soy de Lamas, la capital folclórica —repliqué.

—Ajá, ¿Ingeniero?, ¿Doctor?

—Empleado público, y escritor en mis ratos libres y de buena gana —respondí.

— ¿Ajá?, caramba, que bien, mi nombre es Miguel, soy profesor jubilado, tengo 72 años —dijo a modo de presentación tardía, tendiéndome la mano.

—Mucho gusto señor —dije estrechándole la mano— mi nombre es Jorge.

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Don Antenor y Don Pedro, el “Jarra”           

 

Una mañana acudí, acompañando a mi esposa, al mercado más grande de la ciudad a realizar algunas compras. El popular “mercadillo” como lo conocían todos, estaba, como siempre, muy agitado. Así se siente desde una cuadra antes de ingresar en él. Recorrerlo da la sensación de encontrarse en uno de esos mercados populares que existen en las grandes ciudades. Los comerciantes, en su mayoría, inmigrantes de otros lugares de la sierra y costa del Perú y su parte de oriundos de la selva, hacen que éste centro de abastos, ponga a disposición de los consumidores productos de las tres regiones naturales del país.

 

Aquel día, llevé conmigo mi motocicleta importada. Importada no porque podía darme el lujo de adquirirla del extranjero, sino porque no las fabricaban en el país, apenas las ensamblaban en algunas ciudades importantes. De tal manera, que por cuidar, mi movilidad, de los amigos de lo ajeno, tuve que esperar en las afueras del mercado. Me estacioné justo frente a una cantina de mala muerte que expendía licores de todo tipo. Mi intención era esperar todo el tiempo necesario en la motocicleta, sin embargo el inclemente sol, hizo que me refugiara en aquel bar. Estaba relativamente vacío, excepto por dos personas, una que supuestamente era el expendedor, un señor mayor, que estaba sentado junto a una mesa pequeña con unos botellones semivacíos de algún tipo de licor, cada uno de un color diferente. Otra persona sentada sobre un banco redondo, en aparente tertulia con el expendedor.

 

—Disculpe señor —dije, desde la puerta— ¿Me permite un banquito para sentarme mientras espero a mi esposa?

—Claro joven, siéntese nomás —me respondió el que suponía era el expendedor y obviamente el dueño.

—Muchas gracias, disculpe la molestia.

—No es ninguna molestia —dijo el hombre del bar acercándose a mí— Muchos hacen lo mismo, de esa manera cuidan sus motos.

—Sí, pues —respondí parcamente queriendo cortar aquel diálogo. Pues lo único que quería era observar desde aquel punto de vista, el movimiento vehicular, peatonal y comercial del gran mercado, y lógicamente vigilar mi motocicleta.

 

El buen señor, aparentemente se dio cuenta de mi intención, y se metió nuevamente a ocupar su lugar junto a la mesa de los botellones, sin decir nada. Sonriendo. Antes de llegar a su sitio, el otro personaje le dijo:

—Ponle otros veinte, “masha”.

—Ya —respondió el llamado “masha” y le sirvió un poco de licor en un vaso de vidrio. El solicitante lo bebió ávidamente, de un sólo trago. —Ya es suficiente —dijo el expendedor.

—Ajá, ya está bueno, ahora sí a trabajar hermano —dijo el hombre poniéndose de pie y sacudiendo los brazos y las piernas.

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NOVELA: ¿A QUIEN AMA LA SEÑORA LAU? (Extracto)

 

¿A QUIÉN AMA, LA SEÑORA LAU?

Por: JORGE MESÍA HIDALGO

 

En el interior del terminal aéreo limeño me sorprendí aún más. Luces por todos lados, avisos luminosos de colores, el piso brillante como un espejo y resbaladizo para mis rústicas costumbres. Lograron ponerme muy nervioso. Estaba a punto de cubrirme nuevamente el rostro, cuando, para mi buena fortuna, alguien pronunció mi nombre.

— ¿Alberto?, ¿Alberto Maderos?

Miré apresuradamente a esa persona, que, con sus palabras, me lanzaba un salvavidas, en ese angustioso momento.

— ¡Sí, soy yo!, —casi grité, al responder.

Era una mujer de mediana edad, el pelo pintado rojizo, un poco gorda y piel blanca. Sonreí, nervioso y ansioso.

—Hola, hijito, soy tu tía Maricruz. —me dijo, dándome un beso y un abrazo cálido. —Dios mío, estás temblando, sientes mucho frío, ¿no?

 Asentí. En realidad no sentía tanto frío, sino tuve un ataque de nervios. Por eso es que no quise soltar a la tía Maricruz cuando me dio el abrazo.

—Ven, hijo, ponte este abrigo y vamos a recoger tus cosas, ¿traes equipaje?

—Ajá, una pequeña maleta. —respondí. Me tomó de la mano y me condujo al área de entrega de equipajes. —Gracias, tía, por venir a recibirme, estuve a punto de gritar de los nervios, no sabía qué hacer.

—Me imagino, hijito, a mí me pasó igual cuando vine la primera vez. Estuve distraída por eso no me presenté antes.

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Cuando me encaminaba para seguir por el jirón de la Unión, escucho un silbido al costado mío, vuelvo la mirada y me encuentro con un hombre, no mucho mayor que yo, que me hace una señal con la mano. Me acerco.

—Hola, guapo, ¿Buscando compañía?, —me preguntó.

Me sorprendió. De cerca tenía un aspecto extraño, una actitud diferente y la mirada esquiva.

—Estoy buscando trabajo, —respondo, inocentemente. El hombre carraspea y sonríe abiertamente al notar mi acento selvático.

—Yo te puedo dar trabajo, ¿qué tipo de trabajo deseas?, —me dice, siempre mirando hacia diferentes lugares y tratando de tomarme la mano. Instintivamente doy un paso atrás. El hombre se pone serio.

—Disculpa, en serio, ¿de dónde eres?

—De la selva, de Tarapoto, de San Martín.

—Ah, disculpa de verdad, yo creí que eras de esos chicos que vienen a buscar compañía, en serio discúlpame, amigo, yo también soy de la selva, soy de Loreto, de Iquitos.

—¿Así?, ¿también buscas trabajo?

—Más o menos, —me responde. Yo sonrío.

—Bueno, por lo visto acá no hay nada, iré a caminar por el jirón de la Unión, de repente ahí encuentro algo.

—Espera, ahí no encontrarás nada, sólo gente que va y viene y tiendas por todos lados, ¿conoces el jirón?

—No, voy a conocerlo ahora, —respondo; él me toma del brazo.

—Te acompaño, pero de ahí nos vamos por la calle Capón, en el barrio chino, ahí sí hay trabajo de verdad.

Acepto y lo sigo, sin tomar ninguna precaución de que podía ser un engaño. Creí en sus palabras, le agarré cierta confianza cuando me dijo que era de Loreto y caminé con él, por el jirón de la Unión.

—Oye, si sabes que en la calle del barrio chino hay trabajo, ¿qué hacías parado ahí en la plaza San Martín?, —le pregunto mientras caminábamos por el afamado jirón.

—¡Anda!, ¿en serio, no sabes?

—¿Qué hay que saber?. —Él ríe a carcajadas.

—¿Cuándo viniste de la selva?

—Estoy acá desde enero.

—¿Cuántos años tienes?

—Voy a cumplir diecinueve. —Vuelve a reír de buena gana. Yo también río, contagiado.

—Eres bien pichón, pata, seguro ni sabes de los trabajadores sociales.

Lo miro, interrogante. Él me mira y vuelve a reír con más fuerza. Yo callo y miro hacia las tiendas. Me estaba cansando con sus preguntas y sus misterios. Habíamos caminado varias cuadras y empezaba a agotarme.

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NOVELA: PABLIKA, El Jardín de los Claveles (Extracto)

 

PABLIKA: El Jardín de los Claveles

POR: JORGE MESÍA HIDALGO

Pablo Luis se detuvo bruscamente en medio del camino. Había dejado la motocicleta en la entrada del pueblo, al cuidado de don Jacinto, un señor muy amable que vendía sandías junto a la carretera. El camino hacia la casa de sus padres, a unos cien metros, estaba húmedo y resbaloso, dificultando el tránsito. Seguro que llovió la noche anterior. Los alrededores estaban deteriorados. La casa vieja, despintada, desmejorada y el empedrado, desaparecido. Se había convertido en la típica casa de las afueras de la ciudad de Huaral, rodeada de verdor y jardines mal cuidados. Pero más que las dificultades que encontraba para caminar ese trecho que antes era empedrado, haciéndolo más transitable para todos, incluso para los más ancianos como sus abuelos ya fallecidos, eran los recuerdos, que en esos momentos acudían a su mente, lo que lo detuvieron a contemplar la casa desde cierta distancia. Estaba vestido con lo más masculino que su amigo Filder pudo conseguirle. Aun así, temía que sus facciones aniñadas y sus gestos de gay lo traicionaran. Sus ojos se llenaron de lágrimas y un nudo gigantesco se le formó en la garganta haciéndole soltar gemidos grotescos, que salían a borbotones desde su estómago. 

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“FERMÍN”

— ¡Hey, Pablo, ¿estás en casa?—escuchó la voz de Fermín.

— ¡Sí, voy, un momento!—respondió desde el interior.

Pablo Luis y Fermín son compañeros de estudios y amigos desde el año anterior. Fermín llegó a la ciudad, desde el norte, por motivos de trabajo de sus padres y desde el primer momento que se presentaron, Pablo Luis sintió un flechazo en su corazón. Fermín, en su parecer, era hermoso, ojos soñadores de color verde, una sonrisa bella, cuerpo atlético y sobre todo eran de la misma edad. A Fermín le pasó lo mismo, pues le fue difícil retirar la mirada de la mirada de Pablo Luis, tanto que casi fueron descubiertos en ese instante por sus compañeros. Desde entonces llevaron una amistad muy fuerte, muy unida.

Pablo Luis recuerda que desde que cumplió los doce comenzó a sentir atracción por los chicos. Tenía un vecino, dos años mayor, que le tenía atormentado. Soñaba con él casi todas las noches. Lo imaginaba, aún despierto, en situaciones lujuriosas que, en muchas ocasiones, humedecíany manchaban sus calzoncillos y las sábanas de su cama. Afortunadamente, durante las vacaciones, el vecino viajó y fue un alivio para Pablo Luis, porque cuando regresó, todo el atractivo libidinoso que sentía por él,se había esfumado. Hubo otros chicos que también interfirieron en su vida, pero sólo de vista y por temporadas. Pablo Luis jamás se atrevió a manifestar sus sentimientos a nadie. Ni siquiera a su madre, a quien quería con devoción y tenía plena confianza, pero que, en ocasiones le escuchó comentarios con destellos homofóbicos, y eso, de alguna manera, le aterraba.

—Hola, chico bello —dijo, en voz baja, a su amigo Fermín, cuando abrió la puerta. Fermín se estremeció y puso cara de loco—no te asustes, mamá se fue al mercado y papá en su trabajo.

— ¿Y tus hermanos?

—Durmiendo, ya sabes que el día sábado nos permiten dormir hasta tarde—respondió, Pablo Luis, y cerrando la puerta se abalanzó a abrazar y a besar a Fermín, quien correspondió plenamente.

— ¿Está todo listo?—preguntó, Fermín.

— Claro, y veo que tú no trajiste tus cosas.

—Lo traigo en seguida, vine a ver primero si todo estaba bien, ¿Desayunaste?

— Sí, ¿Y tú?

—También, entonces voy por mis cosas, mira que ya van a ser las nueve y debemos estar de regreso antes de las cinco—dijo, Fermín y se acercó a besarlo nuevamente.

En seguida salió para dirigirse a su casa y traer las cosas que tenía que llevar al paseo. Pablo Luis lo vio desde la ventana alejarse en su bicicleta. Sonrió repasando la lengua por sus labios, recordando el apretado beso que le dio su amigo, Fermín.Luego, se dirigió a su habitación y tomó un maletín que tenía preparado para llevar al paseo.

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“EL PASEO”

Aquel día del paseo sería diferente. El campo siempre ofrece más espacios para estar juntos o solos. A veces un chubasco repentino o un sol inclemente, hace que, de a dos, se busque un lugar para refugiarse. Ambos iban acompañados de cinco compañeros de estudios, dentro de ellos, tres mujeres. “Será único abrazar el cuerpo desnudo de Fermín”, pensaba, Pablo Luis, cuando, de repente, sonó el timbre. Era él, precisamente, y traía consigo su mochilade color celeste, el color que más le gustaba. Se apresuró a abrir la puerta. Fermín le entregó la mochila mientras él guardaba la bicicleta en el garaje. Luego, casi corrió para la puerta, pensando en estrechar, nuevamente, a Pablo Luis en un abrazo y un beso, éste lo esperaba en la puerta y le advirtió que su mamá había regresado del mercado.

— ¿Está todo listo?—preguntó, angustiado, tratando de disimular su ímpetu de abrazarlo.

—Ajá, sólo falta la carpa, lo llevaremos en caso que llueva, está atrás, ¿me acompañas a traerlo?—dijo, Pablo Luis, guiñándole el ojo.

Se dirigían al lugar, cuando, de pronto, apareció doña Elena, la mamá de Pablo Luis.

—Hola, Fermín.

—Hola, señora Elena —respondió, él, notablemente sorprendido.

— ¿Insisten en realizar ese paseo?, ¿Y lo harán caminando?, realmente me parece peligroso, desde el inicio no estuve y no estoy de acuerdo—dijo, doña Elena.

—No se preocupe, señora Elena, en el grupo hay dos compañeros que sí conocen, serán nuestros guías.

Doña Elena hizo un gesto de complacencia y se dirigió al interior. La mamá de Pablo Luis era bastante joven, muy atractiva y vestía modernamente. Casi de inmediato, Fermín siguió a Pablo Luis a la parte posterior de la casa, donde había un cuarto pequeño convertido en depósito de herramientas, para recoger la carpa que llevarían al paseo.Ninguno de los dos se dio cuenta que doña Elena iba detrás de ellos a regular distancia. Cuando los chicos, en su parecer, estaban solos, se entregaron a los abrazos y besos apasionados. Expresiones de amor y cariño brotaban de ambos. Fue en esas circunstancias que los vio doña Elena. En el acto se frenó en su avance. Los contempló por unos segundos y se llevó la mano a la boca, para tapar un posible grito de sorpresa. Acto seguido, como una autómata, giró el cuerpo y regresó sobre sus pasos y fue directo al cuarto de Manuel, el hermano menor de Pablo Luis. Sentía un fuerte dolor en el pecho, a la altura  del corazón.

Cuando Pablo Luis y Fermín se agotaron de los besos y abrazos, tomaron la carpa y se dirigieron a la parte frontal de la casa, ahí ya se encontraban los demás integrantes del grupo, listos para partir. Pablo Luis avisó a Fermín que entraría a despedirse de su mamá.

— ¡Mamá, ya nos vamos!—gritó desde la puerta. Al no escuchar respuesta, ingresó a buscarla—¡Mamá, ¿Dónde estás?, ya nos vamos!—volvió a gritar.

— ¡Está acá, en mi cuarto!—escuchó la voz de Manuel. Trató de ingresar a la habitación pero estaba con seguro —¡Dice que te vaya bien, sólo quiere descansar un poco!

— ¡Ah, ok, en la tarde estoy de regreso!, ¡Nos vemos, mamá, chao, Manuel!

Esperó a escuchar una respuesta, pero sólo hubo silencio, luego se encaminó a reunirse con sus amigos para emprender el paseo. Todos pronunciaron a viva voz un, “¡Chao, señora Elena!”, y partieron.

 

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NOVELA: EL ROJO CANDOR DEL PASADO (Extracto)

 

EL ROJO CANDOR DEL PASADO

 

Por: JORGE MESÍA HIDALGO

 

Más allá divisó una gran puerta, inmensa, para ella. Se acercó. Las luces de las casas casi no llegaban a ella. Pudo darse cuenta que estaba hecha con maderas angostas entrecruzadas, que dejaban espacios por donde se podía mirar al otro lado. A través de uno de ellos pudo ver al interior, estaba oscuro, pero claramente se distinguía un barco enorme, y otros, más pequeños, también. —“Este es el puerto”, —pensó. Siguió mirando sin percatarse que a su lado llegó alguien.

—Hey, debes retirarte de acá, —escuchó la voz de un hombre. Linda saltó del susto. Miró y se dio cuenta que era un muchacho. Sin decir palabra alguna, retrocedió unos pasos hasta casi caer de espaldas al tropezar con un montículo de tierra. El muchacho vestía de una manera peculiar: camisa manga larga con unas orejas en los hombros y pantalones holgados, unas botas que le llegaban hasta la rodilla y en la cabeza un gorro grande que colgaba por un lado. Toda la indumentaria de color gris oscuro. —¡Cuidado!, no te asustes, sólo retírate hacia allá, —indicó, el muchacho, señalando la calle iluminada por las lámparas de las casas.

— ¿Tú cuidas el puerto?, —preguntó, Linda, desde cierta distancia.

—Ajá, soy marinero, dentro de un rato termina mi turno, vendrá otro a reemplazarme, —contestó.

— ¿Marinero?, ¿qué es marinero?, —preguntó, Linda. El muchacho sonrió.

—¿De verdad no sabes o me estás tomando el pelo? —Linda  movió la cabeza negando. — ¿Cuántos años tienes?

—Ya voy a cumplir doce, —respondió, ella. El Muchacho marinero volvió a reír, esta vez, con más ganas.

—No jorobes, —dijo, en voz baja y se encaminó hacia una especie de cuarto pequeño que había al costado de la gran puerta.

— ¿Tú manejas el barco?, —preguntó, Linda, casi gritando. El muchacho se acercó a ella con paso firme.

—No grites, muchacha, y aléjate de acá, además, es peligroso que estés andando sola en este lugar, —dijo.

—No sé a dónde ir, no encuentro a mi tía Mabel, —respondió, Linda, —con ella voy a viajar a Iquitos, ¿tú manejas el barco?, —volvió a preguntar.

—Mejor cállate, muchacha, el barco no se maneja, el barco se navega, ¿entiendes? —Linda movió la cabeza negando y afirmando a la vez. El muchacho marinero sonrió. —Ah, ya entiendo, no eres de acá, ¿eh?. —Ella afirmó con la cabeza. — ¿De dónde eres?, —preguntó, él.

—Mi pueblo queda lejos, un día caminando y dos días en balsa, —respondió, Linda.

— ¿Y, has venido sola?

—No, he venido con mi tía Mabel, con ella voy a viajar a Iquitos.

— ¿Dónde está tu tía?, —preguntó, él.

—No sé, no la encuentro desde la tarde, —respondió, Linda. El muchacho se le acercó un poco.

—Mira, yo te voy a ayudar a encontrar a tu tía, espérame allá, siéntate en esa vereda, en cuanto vengan a reemplazarme vamos a ir a buscarla, ¿está bien?

—Ajá, está bien, —dijo, ella, y fue a sentarse donde, el muchacho, le había indicado.

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Corría una brisa fría en aquella parte del puerto. Linda comenzó a sentir frío y no tenía con qué abrigarse. Cruzó los brazos y arrimó el mentón en las rodillas, sentada en la vereda que el muchacho marinero, le indicó. De pronto lo vio acercarse.

— ¿Ya ves?, ya estoy libre, —dijo, al llegar a su lado. Linda sólo lo miró. Estaba tiritando de frío, sin ánimo de hablar ni levantarse, siquiera. —Vamos, —le dijo, él, tomándole del brazo. —Pucha, estás helada, vamos a mi cuarto te daré una camisa gruesa manga larga, ¿quieres?, —dijo, el muchacho. Ella apenas movió la cabeza y se dejó llevar. Él la abrazó, tratando de cubrirle los brazos, para abrigarla un poco. —También te darás un baño porque hueles mal, — dijo, el muchacho, al tenerla cerca, —¿De verdad vas a cumplir doce años?, —preguntó, de pronto.

—Ajá, —respondió, ella, sin inmutarse.

— ¿Cómo te llamas”, —preguntó, él.

—Linda Fuerza, —alcanzó a pronunciar, ella.

— ¿Linda Fuerza? —repitió, él, riendo— Parece que no tienes nada de fuerte, más pareces un delicado pollito. —comentó y siguió riendo.

— ¿Tú, cómo te llamas?, —preguntó, Linda.

—Manuel, —respondió, —pero no te voy a decir mi apellido porque te vas a reír.

Linda movió la cabeza sonriendo, por primera vez se sentía segura, al lado de aquel extraño, que empezaba a conocer.

— ¿Cuántos años tienes?, —le preguntó, arrimando un poco la cabeza sobre el hombro del chico marinero.

—Voy a cumplir 16 el próximo mes. —Linda lo miró con una sonrisa.

— ¿Cómo te has hecho barquero?, —preguntó. El muchacho rió fuerte.

—Soy marinero, no se dice barquero, —corrigió y siguió riendo de buena gana. Siguieron caminando hasta llegar a una casa, en una calle adyacente, —aquí vivo, —dijo, Manuel, el chico marinero, al abrir la puerta.

 

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Cuento: El Pintor de la Aldea.

 

EL PINTOR DE LA ALDEA

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Era el pintor más cotizado de la aldea. Lo buscaban y lo contrataban desde los pueblos aledaños y de un poco más allá también. Don Pablito se caracterizaba por hacer muy buenos trabajos con los cuales dejaba a total satisfacción a sus clientes. En las décadas de los cincuentas y sesentas, Don Pablito con sus cincuenta y dos años, “clavados”, como él mismo decía, recorría la Amazonía peruana brindando sus servicios de alta calidad. Don Pablito no se preocupaba de pasajes, hospedaje y alimentación, porque aquel que lo contrataba, ya sea de pueblos cercanos o lejanos, tenía que correr con esos gastos. Él sólo brindaba su servicio con el aporte de su gran talento para la pintura dejando con la satisfacción total a todo cliente que lo contrataba.

Don Pablito era un poco bohemio. Algunas noches se le veía por el centro del pueblo, iba de cantina en cantina, tomándose sus tragos y cantando algunas rancheras que en esos tiempos estaban de moda. Una canción que le caracterizaba, porque era su preferida y en cada ocasión la cantaba, era “Flor sin retoño”. Lo ponía tan nostálgico que en muchas ocasiones lloraba evocando, quién sabe qué cosas vividas. Pero Don Pablito era un caballero, jamás se le encontraba en una discusión acalorada y menos en peleas y escándalos callejeros, lo que le convertía en un personaje querido y respetado.

Cierta vez arribaron al pueblo dos personas adultas. De vestir estrafalario, melenas largas y desgreñadas. Uno de ellos extremadamente blanco y de ojos de color azul intenso. El otro más oscuro de piel sin llegar a moreno y color de ojos negros como el azabache. Ambos cargaban sendas mochilas, al parecer muy pesadas, las mismas que depositaron sobre una banca de la plazuela del pueblo. Como era de imaginarse, ni bien los foráneos pusieron pie en suelo aldeano, muchos curiosos, hombres y mujeres, se acercaron a ellos para indagar su procedencia y el motivo de su presencia en el pueblo.

—Hola, niños, ¿Por qué me miran tanto? —preguntó el de piel blanca a dos niños que se acercaron incluso a palpar con sus dedos la piel del extraño.

—Les llama mucho la atención el color de tu piel —comentó, su compañero.

Ambos rieron de buena gana. Entre los curiosos que rodeaban a la pareja de visitantes, se encontraba Don Pascual, la autoridad de la aldea. Autoridad porque, según él, había recibido una carta del gobierno central designándole su representante en el pueblo. Todos le creyeron aunque nunca había mostrado el susodicho documento.

—Buenos días, señores, como autoridad del pueblo les doy la bienvenida y debo pedirles, muy respetuosamente, sus identificaciones. —dijo, Don Pascual.

Ambos hombres sonrieron al saludar a la autoridad e inmediatamente extrajeron de sus mochilas los documentos de identificación solicitados por Don Pascual.

— ¿Qué autoridad tiene usted, señor? —preguntó, uno de los viajeros.

—Ah, mi nombre es Pascual Buenaventura y soy presidente del pueblo, señores. —respondió, orondo, Don Pascual— ¿De dónde proceden, caballeros?

—Acá tiene nuestros documentos, yo soy de Bolivia y mi compañero es de Uruguay. —dijo, el de tez oscura.

—Ah, muy bien, ¿Y a qué se dedican, señores?

—Somos pintores, señor presidente, hemos venido a hacer algunos trabajos con la naturaleza de esta región que nos parece extraordinaria.

Don Pascual, al escuchar la explicación de los visitantes, se rascó la cabeza. Los miró fijamente y tomándose la barbilla, les dijo:

— ¿Están seguros de lo que van a hacer, señores?, porque acá tenemos un extraordinario pintor y siendo yo la autoridad  no me enteré de esos trabajos que van a hacer en la naturaleza. —dijo, don Pascual.

— ¿De verdad?, qué bueno conocer a un colega. —Dijo, el uruguayo— ¿Cómo se llama el pintor? ¿Podemos conocerlo?

—Claro que pueden conocerlo, se llama Pablo, pero todos acá lo conocemos como Don Pablito, es un maestro en su arte, es sencillamente extraordinario. —se explayó en halagos, Don Pascual.

Los extranjeros se miraron y pidieron a Don Pascual les conduzca a conocer al excepcional personaje, pintor como ellos. En el trayecto, camino a la casa de Don Pablito, el presidente del pueblo seguía resaltando las cualidades y virtudes del pintor de la aldea. Cuando arribaron a la casa de Don Pablito, encontraron a éste, sentado sobre una mecedora en el umbral de su casa.

—Buenas tardes, Don Pablito, disculpa la molestia, estos dos caballeros extranjeros, pintores como usted, quieren conocerlo. —dijo, Don Pascual.

Don Pablito, que en esos momentos dormitaba un poco, se sobresaltó ante la intromisión inesperada del presidente del pueblo. Vestía sobriamente una camisa manga larga color celeste, pantalón azul y unas chancletas de cuero que había comprado en uno de sus viajes a realizar su trabajo. Casi de inmediato, se puso de pie y sonrió para disimular, un poco, lo tenso que le puso la visita sorpresa.

—Buenas tardes, Don Pascual, caballeros. —hizo una pequeña reverencia, Don Pablito— ¿En qué puedo servirles?

Ambos extranjeros se acercaron a dar la mano a Don Pablito, haciendo una reverencia en respuesta al saludo del gran pintor de la aldea.

—Es un honor conocerlo, maestro. —dijo, el boliviano— Acá el presidente del pueblo nos comentó maravillas de su arte, y quisiéramos platicar un poco con usted acerca de las técnicas que aplica y la corriente a la que pertenece.

Don Pablito que mantenía una sonrisa parsimoniosa hasta ese momento, hinchó el pecho para decir.

—Bueno, las técnicas que aplico son simples, hay que disolver correctamente la tierra blanca y aplicar la ceniza y el carbón molido justo en su medida para lograr el tono adecuado, y lo otro, no pertenezco a ninguna corriente, porque acá no hay, ¿Saben?, pero en la última ciudad que fui a trabajar, ahí sí pasa un río grande, a esa corriente quisiera pertenecer. —dijo, Don Pablito y comenzó a reír jactanciosamente.

Los dos extranjeros se miraron atónitos. También miraron al presidente del pueblo quien sonreía con el pecho henchido de emoción de escuchar la exposición maestra que hizo Don Pablito, el pintor de la aldea. Volvieron a mirar a don Pablito.

—Maestro, pero, ¿Qué pinta usted? —preguntaron, los visitantes, al unísono.

—Se podrán dar cuenta en el pueblo, ahí está toda mi obra, yo pinto casas, señores. —dijo finalmente y volvió a sonreír, orondo.

Los dos extranjeros no hicieron más que soltar sonora carcajada y celebrar junto con el pintor de la aldea y el presidente del pueblo, tremenda ocurrencia.

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Cuento: El Indiano

 

EL INDIANO

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Cierta vez arribó al pueblo un circo. Por el comentario de la gente sabíamos que era de Brasil. Nadie había visto llegar el cargamento, pero el circo ya estaba en el pueblo. Todos los pobladores salían a las puertas de sus casas cuando el bando pasaba anunciando al:

“Circo más grande de América”, “Vea en acción a los mejores trapecistas”, “Feroces animales de África totalmente amaestrados”, “Vea en persona al hombre más grande y fuerte del mundo”, y otras cosas más iba vociferando el pregonero.

Sabíamos también que sólo harían una presentación, ya que estaban de paso a la ciudad de Yurimaguas e Iquitos para retornar a su país. En aquellos días los circos se presentaban a plena luz del día, pues las lámparas de aceite no eran suficiente para verlos en la noche.

Un grupo de amigos decidimos ir al circo. El día de la presentación el espectáculo contaba con numeroso público y efectivamente el lugar estaba preparado para la presentación de los artistas. Una jaula de fierro encerraba a un impresionante león que se movía en el interior impacientemente, monos chimpancé, loros y otros animales se paseaban por ahí, de donde supuestamente luego bajarían una cortina para que vayan ingresando los artistas. Me llamó la atención un pequeño estrado levantado a un costado de la pista de actuación, en la parte superior un letrero grande y bastante deteriorado decía: “El Indiano, el hombre más grande y fuerte del mundo”

A mis amigos les causó el mismo impacto que a mí, aquel anuncio, de modo que casi todo el espectáculo pasó casi desapercibido, esperando la presentación de aquel hombre. Mientras actuaban los malabaristas, payasos y animales, nuestra mirada, de cuando en cuando giraba hacía el pequeño estrado, a ver si de sorpresa lo captábamos, pero nada. Cuando, en el momento menos esperado, cuando ya mediaba la tarde, el pregonero dijo:

— ¡Señoras y señores, ahora lo veremos!

Toda la gente prácticamente se volcó junto al pequeño estrado, el anunciador no hizo más que treparse encima para no ser aplastado, recién pudimos darnos cuenta que llevaba puesto un saco de colores brillantes, pantalón negro, un sombrero de copa alta color negro y un bastón en la mano. También en el estrado había una caja más o menos grande cubierta con una manta verde. No nos fijamos más en la caja, todos esperábamos que de algún lugar  apareciera el Indiano. Jamás pasó por mi mente que todo ese tiempo, en aquella caja estaba metido aquel hombre. El pregonero dijo:

—¡Señoras y señores, van a ser testigos de una gran presentación, verán por primera vez al hombre más grande y fuerte del mundo, viene recorriendo todo el continente demostrando su gran tamaño y fuerza, procedente de la lejana India, se ha batido en duras peleas a puño limpio, con elefantes, tigres y leones, —el público estalló en risas incrédulas.

Estábamos impacientados y muchos, levantando las manos pedían que se      presentara de una vez. Fue entonces que el pregonero, tomando uno de los extremos de la manta lo jaló hasta dejar al descubierto la caja. De pronto un golpe fuerte y violento votó por los aires la tapa de la caja que era de madera, fue tanta la sorpresa que todos dimos unos pasos hacia atrás del susto, algunos se habían caído de espaldas. Ni imaginábamos lo que vendría en seguida. Dos enormes manos negras surgieron del interior de la caja, se apoyó en el borde e inmediatamente se puso de pie, ¡Era un  gigante!. La gente dio un grito de sorpresa y dimos varios pasos más hacia atrás por la fuerte impresión. Algunos corrieron a colocarse en un lugar más lejano, fuera del alcance de aquel fenómeno. Muchos se quitaron el sombrero ante lo admirable, otros se colocaban sus anteojos porque no creían lo que sus ojos veían.

El Indiano era un fenómeno, de impresionante contextura, de unos dos metros y medio o más de estatura, de color moreno y la cabeza completamente rapada. Se colocó justo en el centro del estrado, con los brazos cruzados y la mirada al frente. Vestía un pantalón celeste brillante como los que usan los artistas del circo, con el torso descubierto para mostrar su prominente musculatura, al parecer se había frotado con aceite, porque brillaba como un caballo fino bien alimentado y recién cepillado. El pregonero seguía hablando de no sé qué cosas, nadie lo escuchaba, porque todos tenían puestos sus sentidos en el Indiano. Algunos que habían corrido al verlo la primera vez, fueron acercándose poco a poco para verlo más de cerca. El impresionante hombre seguía inmóvil en su lugar, entonces logré escuchar nuevamente al pregonero.

—Y en todo su recorrido mundo no ha habido humano alguno que se ha atrevido a retarle a puño limpio.

El pregonero se acercó a un extremo del estrado y cogió una barra de fierro y se acercó al público.

— ¿Habrá alguno de ustedes que podrá doblar este fierro?, —preguntó mirando a todos. Un gran silencio se hizo entre la gente. Yo miré a mis amigos y ellos a su vez a mí.

— ¡Yo!, —dijo, alguien entre el público.

Todos movimos la cabeza en busca de aquel insensato, debe estar loco, pensé. Era “Juan sin miedo”, así lo conocían en el pueblo, un tipo que alguna vez también trabajó en un circo, según sus propias palabras, aunque muchos no le creían por el tipo de vida que llevaba. Nadie sabía su nombre completo, sólo “Juan sin miedo”, nombre de un conocido personaje de revistas de aquellos tiempos. En el pueblo vivía de cantina en cantina cobrando las apuestas que hacía a su poderosa fuerza que poseía en sus brazos. Era conocido en muchos pueblos de la Amazonía, pues no tenía lugar fijo de residencia, razón por la cual sólo en raras ocasiones, como aquella, se le veía en el pueblo.

Ante la mirada atónita del pregonero y la inmovilidad del gigante, “Juan sin miedo” se subió al estrado y se ubicó a prudente distancia del Indiano, haciendo gestos de temor, lo que causó la risa entre el público. Tomó el fierro que le tendió el anunciador y haciendo grandes esfuerzos y exponiendo todo el poder muscular de sus brazos, logró doblar el fierro hasta convertirlo en un arco. Satisfecho, “Juan sin miedo”, lo expuso al público, recibiendo fuertes aplausos. En seguida el pregonero cogió otro fierro y entregándole al gigante dijo:

— ¡Ahora vean lo que hace el hombre más fuerte del mundo!

Acto seguido, acercándose, le dio unas fuertes cachetadas al moreno gigante. Los golpes eran tan fuertes, que me pareció que en cualquier momento el indiano reaccionaría dando una fuerte golpiza al pregonero. Pero no fue así. La mole humana frunció el ceño, mordió los labios, cogió el fierro por los extremos, los músculos de los brazos se le hincharon y con sólo dos movimientos rapidísimos dobló el fierro de tal manera, que al mostrarle al público, parecía un nudo casi perfecto. La gente lanzó un grito de admiración y aplaudió fuertemente el acto.

— ¡Eso es truco!, —gritó, “Juan sin miedo”, desde su sitio, y la gente lo apoyó moviendo la cabeza y pronunciando muchos síes.

De improviso, el Indiano miró fijamente a “Juan sin miedo”, la gente paró en seco los gritos y se produjo un silencio sepulcral en el ambiente, por primera vez el moreno gigante miraba directamente a alguien del público. Sorpresivamente y con una rapidez que no se podía imaginar en él, tomó un fierro y lo dobló de igual manera que la primera, se lo entregó a “Juan sin miedo”, luego tomó otro y doblándolo nuevamente, se lo entregó a otra persona, se detuvo en el centro del estrado con una agitación que parecía que los pectorales se le iban a desprender del cuerpo. Todos nos quedamos inmóviles, en silencio, atónitos.

— ¡Ya, moreno, cálmate, que vamos a seguir la función!, —dijo el pregonero.

Preciso instante en que el Indiano, cerrando los puños fuertemente y levantándolos por encima de su cabeza, lanzó un grito ensordecedor, haciéndonos correr del susto, seguidamente saltó del estrado al piso haciéndolo temblar, con el rostro completamente desfigurado por la furia. Muchas personas se caían en el afán de correr y ponerse a distancia de aquel monstruo. El pregonero saltó tras él tratando de detenerlo, el Indiano se dirigió presuroso al centro del circo, la gente lo seguía a pasos cortos y a prudente distancia. El gigante se detuvo y miró la jaula grande donde el león estaba recostado, el moreno se acercó, abrió la jaula con mucha facilidad e ingresó. El pregonero le gritó:

— ¡No, no lo hagas!

Pero el colosal hombre  ya estaba dentro, cerró la puerta, le puso cerrojo y miró a todos con sus enormes ojos que con la furia que traía se habían agrandado aún más. Toda la gente se acercó a ver lo que sucedía. El gigante se detuvo en el centro de la jaula, el león mostraba sus dientes ante tal intromisión. Estando dentro, el gigante, nuevamente lanzó su grito de guerra, el león se asustó tanto como nosotros y sin levantarse rugió tan fuertemente que nos dio escalofríos, muchas mujeres se desmayaron. El pregonero anunciador que estaba junto a la puerta gritaba:

— ¡Moreno, sal de ahí, no te metas con el león!

No sé, si lo que estaba ocurriendo, era parte del espectáculo o era una cosa circunstancial, lo que si era cierto, era que estábamos muy nerviosos. Nadie decía una palabra. Todo era silencio, excepto por los gritos del anunciador, suplicando al moreno que saliera de la jaula, los gritos del gigante provocando al rey de la selva y los rugidos de éste ante la provocación del atrevido. Dentro de la jaula, el león se puso de pie y empezó a caminar en torno al Indiano, como anunciando su ataque ante tal falta de respeto a su envestidura y un poco estudiando a su ocasional rival. De pronto y sin previo aviso, dio un ágil salto hacia el moreno tratando de morderlo por el cuello, pero éste con un rápido movimiento, echó por los suelos al león. El hombre más fuerte del mundo estaba furioso y la bestia también. Nuevamente el animal se lanzó contra el indiano y parece que eso esperaba el moreno, ya que inmediatamente lo tomó por las patas delanteras y lo zarandeó fuertemente hasta derribarlo nuevamente, entonces se subió encima del animal, aplastando patas y panza con su enorme peso. El indiano levantó la cara sudorosa, en las sienes y en la frente se notaban enormes venas. La gente aplaudió, ante tal demostración de fuerza y valor. El pregonero seguía gritando:

— ¡Ya, moreno, ya está bien, se acabó, deja al león!

El indiano gritó nuevamente, cogió a la bestia por las quijadas con ambas manos, abriéndole la boca fuertemente, lo mostró al público. Éste respondió con aplausos y gritos. El anunciador gritaba:

— ¡No, no, ya basta, suéltalo, suéltalo, moreno!

El público seguía aplaudiendo ante tal demostración de poder. Entonces ocurrió lo inesperado. En la postura en que se encontraba, el gigante hizo un gesto feroz y comenzó a abrir cada vez más las quijadas del animal, luego, un chasquido seco, silencio absoluto en los espectadores, sólo gestos de horror, admiración e incredulidad. Me trepé en un banco de madera para ver mejor el espectáculo. Y lo vi. En la mano derecha del Indiano se encontraba la quijada inferior del animal ¡Con toda la lengua fuera del cuerpo!. El moreno tenía levantada aquella mano, como mostrándola al público. Sangre en el piso, en el aire y escurriéndose por el brazo del Indiano. Personas del público que se caían al retroceder por la impresión de aquel acto. Otros con náuseas ante la presencia y el olor de la sangre. Todo se volvió un caos, yo estaba en el suelo, me caí cuando la gente retrocedió en forma abrupta.

Me puse en pie inmediatamente. El moreno gigante volvió a gritar fuertemente, con la quijada del animal aún en la mano, buscaba desesperado la salida de la jaula, el rostro completamente desfigurado por la furia y el esfuerzo realizado. El pánico cundió y la gente comenzó a correr, despavorida, en todas direcciones. Yo también lo hice y no paré hasta llegar a casa. No comenté nada en casa, pero mis padres se enteraron un poco más tarde de lo ocurrido, por comentarios de la gente. No salí de casa sino hasta el tercer día de aquel incidente. El circo se había marchado tan silenciosamente como llegó. Me comentaron que el moreno tuvo que ser inyectado para que se calmara, el  león murió y se lo llevaron. Nunca más se supo de aquel circo, ni del hombre más grande y fuerte del mundo, de tremenda altura y fuerza descomunal llamado el Indiano”.

 

 

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Cuento: Pepe Choclo

 

PEPE CHOCLO

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Pepito es un niño como todos los demás. A sus siete años juega con sus amigos del barrio y de la escuela. Pero hay algo que le preocupa, sus compañeros de la escuela le han puesto el apodo de Pepe Choclo. En muchas ocasiones ha preguntado por qué ése apelativo y todos le salen con respuestas evasivas. Es que Pepito es un niño extremadamente blanco, tiene el cabello rubio lacio y unas impresionantes pecas en las mejillas y la nariz.

Cierta vez, habiendo regresado de la escuela, ingresó a su casa con el rostro rojo y lágrimas en los ojos. Su mamita Isabel, como él la llamaba, al verlo así, se alarmó y le preguntó:

—Hijito,  ¿Qué tienes?, ¿Por qué estás llorando?

Pepito, sin responder, fue directo a sentarse en una silla y arrimar su rostro en sus brazos apoyados sobre la mesa del comedor. Mamita Isabel se acercó y frotándole la cabeza trató de consolarlo. Pepito, en silencio, continuó en la misma posición.

—Cuéntale a tu mamita lo que te pasa, hijito mío. —le dijo como un susurro.

Pepito levantando la cabeza y limpiándose las lágrimas le contestó:

—No me gusta que en la escuela me digan Pepe Choclo.

—Pero hijito, ya te dije que no les hagas caso, tus compañeritos son bromistas, te dicen así porque te quieren. —Pepito se puso de pie.

—No, mamita Isabel, sólo a mí me llaman por ese apodo, el resto se llaman por sus nombres. —respondió, Pepito.

Mamita Isabel, un poco apesadumbrada por las circunstancias, se cubrió el rostro con las manos y empezó a sollozar. Pepito, alarmado al verla así se abrazó a su cintura.

—Mamita Isabel, ¿Por qué lloras?, te pido que no llores, si quieres no haré caso que mis amigos me llamen así, pero no llores, mamita Isabel. —dijo, el pequeño.

Entonces, mamita Isabel, le tomó del brazo y con mucha suavidad y cariño le condujo a un sillón grande de la sala, sentándose en él, abrazó al niño y recostó su cabeza sobre su regazo.

—Hijito mío, no eres la causa de mi llanto, te voy a contar una historia que ocurrió acá en el pueblo, al final, estoy segura dejará de molestarte que te llamen por ese apodo. —dijo, la mujer.

“Cierta vez, hace varios años, llegó al pueblo un joven europeo, muy apuesto y encantador. Su nombre era Jack. Era muy blanco y tenía el cabello rubio. Como era de esperarse causó admiración en todos los pobladores y sobre todo en las chicas de ese entonces. Era tan grande su gracia, encanto y belleza que muchos niños, hombres y mujeres lo seguían muy de cerca por donde se desplazaba. Tenía 28 años y estaba viajando por los países de América del Sur conociendo culturas, como él mismo nos contó, en un idioma español no bien pronunciado, pero que con sus gestos nos hacía entender perfectamente. Una chica de 19 años se enamoró perdidamente de él y entonces comenzó a acompañarlo a diferentes lugares y chacras a donde iba a conocer a pobladores de la selva. Con el transcurso de los días, el joven europeo también se enamoró de la chica, iniciando entre ambos una relación de amor y ternura, que la chica nunca había vivido. Producto de esa relación nació un niño hermoso y robusto a quien su mamita le puso el nombre de José. A los pocos meses de nacido todos los vecinos del barrio conocían al pequeño y hermoso bebé como Pepito, quien tenía el cabello rubio y era blanco como su papá Jack”.

La joven mujer calló. Pepito le miró al rostro y agrandando los ojos, dijo:

— ¿Pepito, como yo? —la mujer movió la cabeza afirmando.

— ¿Quieres saber algo más, Pepito? —preguntó, ella. El niño volvió a mirarla.

— ¿Y dónde está ese bebé, mamita Isabel? —Ella sonrió y frotándole la cabeza, dijo:

—El bebé ahora es un niño, está junto a mí y eres tú, mi amor. —dijo, ella, con entusiasmo. Pepito se sentó rápidamente y miró a su madre interrogante— Sí, hijito, el bebé hermoso que te mencioné, eres tú y la chica que siguió al europeo por que se enamoró de él, soy yo, o sea tu papá es Jack. —Pepito siguió mirando a su madre haciendo un gesto de incomprensión y tomándose la cabeza— Por eso eres blanco y tienes los cabellos rubios, como tu padre, y por eso también tus amigos te dicen Pepe Choclo, porque el maíz choclo tiene unos hilos sedosos amarillos y sus granos son blancos. —concluyó, ella.

Pepito se puso de pie y caminó unos pasos, luego se volvió a ella y preguntó:

— ¿Y dónde está mi padre, mamita Isabel? —Ella se puso de pie y tomando de la mano al niño, le dijo:

—Ven, Pepito, —y lo condujo a su habitación, abrió un cofre de madera que lo tenía con llave y extrajo una fotografía. Se lo mostró a Pepito— Él es Jack, tu papá. —le dijo. Pepito miró la foto con avidez.

— ¡Asu, es alto y blanco y rubio! —dijo, admirado. Su madre movía la cabeza. Pepito volvió a preguntar: — ¿Dónde está él, mamita Isabel? —La mujer se limpió rápidamente una gran lágrima que rodaba por su mejilla.

—Él está en su país, Noruega, partió antes que tú nacieras, sin siquiera saber que yo estaba embarazada. Al partir de viaje me dijo que al año siguiente volvería para casarse conmigo porque estaba enamorado de mí, pero ya ves, han pasado 7 años y no sé nada de él. —Pepito abrazó a su mamá fuertemente.

—No importa, mamita Isabel, no llores, ya verás que ya no diré nada ni me molestaré si mis amigos me llaman por mi apodo.

Desde entonces pasó un tiempo y Pepito se sentía feliz, había aprendido a aceptar el apodo que sus amigos le pusieron, siempre explicándoles la razón de su blanca piel y sus cabellos rubios, y aunque nadie le creía, aún así se sentía feliz. En una ocasión, cuando se acercaba a cumplir ocho años, en casa haciendo sus tareas, Pepito dijo a su progenitora:

—Mamita Isabel, pronto será mi cumpleaños, ¿Qué me vas a regalar? —Su joven madre le miró.

—A ver, a ver, ¿Qué quieres que te regale?

—Si te digo lo que quiero no vas a poder comprarlo, mejor elige tú, mamita Isabel. — respondió, el niño.

—Ya sé. —dijo, sonriente, la mujer— Te compraré lo que vienes queriendo hace dos años, ¡Una bicicleta!, ¿Qué te parece? —Pepito agrandó los ojos de emoción.

— ¿En serio, mamita Isabel?, ¿Me comprarás una bicicleta? —y corrió a abrazar a su madre.

En ese preciso momento, alguien tocó la puerta de la pequeña casita, que sólo tenía un cuarto y un pequeño patio techado que les servía de cocina y comedor. Pepito fue a abrir la puerta y grande fue su sorpresa y susto al ver a un hombre alto, blanco, rubio y barbudo parado en el umbral de la casa, cargando una gran mochila.

— ¿Acá vivir señorita Isabel? —preguntó, el extraño.

Pepito enmudeció, sólo atinó a voltear a mirar a su madre. Ella de inmediato se acercó a la puerta y en ese mismo instante reconoció a Jack. Se miraron sin pronunciar palabra alguna, de los ojos de ambos brotaron lágrimas y seguidamente se unieron en un fuerte abrazo. Pepito los miraba perplejo, confundido y consternado.

—Pasa, adelante, Jack. —dijo, la mujer.

Luego de acomodar sus cosas y conversar de sus recuerdos, Jack miró al niño, quien en todo momento estaba junto a ellos, ansioso porque su madre le confirmara que el extraño visitante, llamado Jack, era su padre.

—Este niño hermoso, ¿Ser tu hijo? —preguntó, Jack. La mujer haló a Pepito a su lado y lo abrazó.

—Sí, Jack, es mi hijo y tuyo también, cuando partiste de viaje, no sabía que estaba embarazada, por eso no te lo dije. —Jack miró al niño y miró a la madre, expresando una amplia sonrisa se tomó la cabeza.

— ¿Verdad?, ¿Es nuestro hijo? —preguntó, jubiloso. La mujer movía la cabeza afirmando. Jack tomó al niño y lo abrazó. Pepito estaba feliz, estaba viendo a su padre por primera vez y le caía bien, y sabía que a su padre también. Jack llenó de abrazos y besos al niño y a la mujer.

—Yo venido casarme contigo y encuentro sorpresa. —dijo, Jack.

Isabel agrandó los ojos lagrimosos y abrazó fuertemente al visitante, se confundieron en un apasionado beso y ambos abrazaron al pequeño hijo. Pepito Choclo comprendió de inmediato que aquel hombre llamado Jack era en verdad su padre y que había venido de tan lejos por amor a su madre y a él, para casarse finalmente y vivir felices.

Así fue. En los días siguientes Jack e Isabel prepararon los papeles para el matrimonio. Fue un acontecimiento en el pueblo nunca antes visto y todos en general admiraron a Pepito Choclo, quien, por otro lado, caminaba orgulloso y sonriente, de las manos de sus padres por la calles del pueblo. Al otro día anunciaron a todos el viaje de los recién casados a Europa, incluido Pepito Choclo por supuesto, lo que volvió a conmocionar a la gente del pueblo. El día del viaje los amigos y compañeros de la escuela de Pepito se acercaron a despedirlo. Todos decían:

— ¡Chao, Pepito, feliz viaje.

Pepito sonreía feliz junto a sus padres subidos en un tremendo camión que los llevaría a la ciudad grande para embarcarse en un avión que los llevara a Lima y de ahí a Europa. Desde que sus amigos se enteraron que Jack era el padre de Pepito, nunca más volvieron a decirle Pepito Choclo y él extrañaba el apodo, hasta ése día cuando el camión avanzaba y todos despedían levantando las manos a los viajantes, uno de sus amigos, a la distancia, gritó:

— ¡Chao, Pepito Choclo!

Pepito lo miró y sonrió, contento.

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NOVELA: UN AMOR DE CORPUS CRISTI (Extracto)

 

UN AMOR DE CORPUS CRISTI

(La Historia de Silvia y Faustino)

Por: JORGE MESÍA HIDALGO

 

EL GRAN MERCADILLO

El mercado número dos de la ciudad, más conocido como “Mercadillo”, es indudablemente el más grande. Ocupa tres calles de la ciudad y, entre siete y ocho cuadras, aproximadamente, de cada calle. El nombre diminutivo y, hasta cierto punto, despectivo le viene a raíz de que, en sus inicios, era un lugar pequeño, de venta casi exclusiva de plátanos, yucas y aves de corral. Nadie jamás se imaginó que, con el transcurrir del tiempo, se convertiría en un monstruo de la comercialización de todo tipo de productos. Allí se compra y se vende de todo, los productos más inimaginables, los encuentra ahí. Y, como en todo centro popular de comercio, allí también se encuentra la crema y nata de la delincuencia. Los reconocidos y temidos “manos de seda”, o sea, aquellos que nadie los siente ni los ve hacer sus fechorías. Estafadores de todo calibre que, con el cuento de los sorteos y la venta de pócimas milagrosas, engañan a los incautos. Los afamados y, cada vez más versátiles, “cambalacheros”, que a cambio de ropa nueva o utensilios de cocina realizan el cambalache por artefactos malogrados u otros muebles de casa.

LA BELLA SILVIA

Cierta vez, cuando salía de comer de la pensión, se encontró con Mario, el amigo de Pablo. Estaba acompañado de un joven y una chica.

—Hola, Faustino, —saludó, Mario, — ¿Has visto a Pablo?, —preguntó.

—Claro, estaba hasta tarde en su puesto de venta, ahora debe estar en su cuarto, —respondió.

—Queremos invitarle a una fiesta, en Lamas, ¿tú, no quieres ir?, —preguntó, Mario.

— ¿Ahora?, ¿en estos momentos?, —preguntó, Faustino.

—No, no, el domingo próximo, va haber una fiesta y estamos invitados, —contestó, Mario.

—No sé, —respondió, Faustino, —es difícil con la chamba que tengo y sobre todo los domingos, es el día que más se vende.

—Un poco de descanso no te caería mal, de todas maneras estas invitado, —dijo, Mario, y se alejó con sus acompañantes.

Durante el breve diálogo, Faustino echó una mirada a la chica acompañante de Mario, y se encontró con la de ella, que también estaba mirándole. Estaba muy bonita, buen cuerpo y se viste bacán, pensó. Al verlos alejarse, les dijo:

— ¡Voy con ustedes, quiero conversar un asunto con mi amigo Pablo.

—Y, ¿a  Lamas?, ¿vas a ir?, —volvió a preguntar, Mario.

—Puede ser, depende, si va con nosotros esta linda chica, entonces me animo y voy, —dijo, Faustino, mirando a la chica directamente a los ojos.

—Ja, ja, ja, claro que va a ir, ella es de Lamas, igual que yo, por eso somos invitados, —dijo, Mario.

—Bacán, —dijo, sonriendo, Faustino, —entonces hay que convencer a Pablo, porque él es quien tiene los billetes. —Faustino caminó junto a ellos, mirando, de rato en rato, de reojo a la bella chica que acababa de conocer, tratando de no hacerse notar.

Avanzaron hacia la residencia de Pablo. Faustino se acercó a la chica y le extendió la mano, para saludarle. Se llamaba Silvia, tenía 19 años y era estudiante universitaria. Faustino mintió que tenía veinte y que estaba postulando a la universidad por tres ocasiones, sin lograrlo. Le cayó bien la chica y por lo visto, a la chica, también le cayó bien él, con la mentira incluida, claro. Encontraron a Pablo en la vereda de su cuarto, conversando con un vecino. Ni se inmutó al verlos, sólo una amplia sonrisa de recibimiento y un comentario agrio:

—Oiga, vecino, mire usted, llegó la “patrulla malandrín”, ja, ja, ja, —dijo, refiriéndose a Mario y sus acompañantes. Su vecino también rió, mirándolos.

—Hola, Pablo, —saludó, Faustino, —tu chochera Mario, viene con una linda chica y una invitación.

— ¿Invitación?, ¿para qué?, —preguntó, Pablo. Nadie le respondió. Sólo Mario saludó.

—Hola, Pablo.

—Hola, Mario, hola, Silvia, —saludó, Pablo, —y, tu amigo ¿quién es?

—Ah, él es mi amigo Julio, vive por acá nomás, —dijo, Mario.

—Ah, ya, hola, Julio, pero, pasen, acá hay unos asientos, conversemos acá, afuera, porque adentro hace mucho calor.

ADIOS, AMIGO MÍO.

Unos ruidos cercanos despertaron a Miguel. Eran ruidos de pisadas sobre piedras y machetazos en las ramas, a buena distancia, de donde se encontraban. Rápidamente buscó la boca de José para tapárselo, ya que se movía mucho queriendo levantarse para correr.

—Silencio, tranquilo, —le dijo, con voz suave y baja. Así se quedaron un rato.

Los ruidos se escuchaban cada vez más bajos. Se alejaban. Eran los subversivos, que habían salido en busca de los prisioneros y de los que mataron a sus compañeros. Miguel no sabría decir si es que pasaron cerca de ellos, mientras dormían. O al despertar estaban justo donde los escuchó. Sonrió al notar que se alejaban cada vez más. Retiró la mano de la boca de José. Se acordó de Faustino. Se volvió hacia él y no lo encontró en su lugar. Quiso encender la linterna pero se acordó que los enemigos andaban cerca y podían fácilmente verlo. Palpó con las manos para ubicar a su amigo y lo encontró. Estaba casi sentado con la cabeza de Silvia sobre sus piernas. Miguel se atrevió a encender la linterna y lo vio claramente.

—Faustino, recuéstate, amigo, estás perdiendo mucha sangre, —le dijo.

—Miguel, amigo mío, ¡está muerta!, —dijo, Faustino, lastimeramente, llorando.

—Faustino, no levantes la voz, el enemigo está cerca, ven, recuéstate al lado de Silvia, —dijo, Miguel.

Faustino accedió, sin soltar la mano de su amada, ayudado por Miguel. José se acercó a ellos. Había salido del bosque para tratar de ver a los subversivos que momentos antes estaban cerca.

—¿Y?, —preguntó, Miguel.

—Ya se fueron, —respondió, José, refiriéndose a los subversivos.

—Alumbra con la linterna, voy a revisar las heridas de Faustino, —pidió, Miguel.

José así lo hizo. Faustino acariciaba el rostro pálido, cadavérico, de Silvia y lloraba calladamente. Miguel retiró el trapo que, a modo de venda, había puesto sobre las heridas de Faustino. Éstas manaban sangre, aún. Sobre todo la del estómago. Miguel volvió a cubrir las heridas con trapos limpios. Miró el rostro de su amigo y lo encontró pálido, recostado sobre el pecho de Silvia.

—Faustino, Faustino, —le dijo, tomándole del hombro, —tenemos que seguir.

—No, no, —respondió, Faustino, —no vale la pena, sin Silvia, no.

—Escucha, hombre, tiene que verte un médico, estás perdiendo mucha sangre, —insistió, Miguel.

—¿Por qué?, amigo Miguel, ¿por qué tuvo que morir?, —dijo, débilmente, el muchacho, abrazando, fuertemente, el cuerpo, sin vida, de Silvia y dándole besos en la mejilla.

—Faustino, sabíamos de los riesgos a los que nos enfrentaríamos, ¿no?, pero, tú estás vivo, — respondió, Miguel.

—¿Para qué carajo sigo con vida?, ella era mi vida, sin ella, no hay nada para mí, —dijo, Faustino, con voz fuerte, muy expresiva, haciendo un notable esfuerzo para que su amigo, Miguel, lo escuchara bien.

—Escucha, huevón, ¿la amas demasiado?, —preguntó, Miguel.

—Con todas mis fuerzas y todo mi corazón, —respondió, débilmente, Faustino. Miguel tuvo que pegar la oreja a la boca de su amigo para entenderlo.

—¿Entonces, carajo?, vamos para que te curen, así podrás amarla todo el tiempo que te queda de vida y llevarla siempre en tu corazón, —le dijo, Miguel, hablando fuerte, tratando de levantarle el ánimo.

Faustino no respondió. Acomodó su cabeza junto a la de Silvia. La abrazó poniendo un brazo debajo de su cabeza y el otro en su cintura. La pierna izquierda la puso encima de las piernas de la chica. Al verlo así, Miguel le dijo:

—Faustino, ¿te estás dando por vencido?, tenemos que seguir, ¡te estás muriendo, carajo!.

—Miguel, amigo mío, —dijo, Faustino, casi imperceptible. Miguel tuvo que acercarse para escucharlo, —sabes que ya no tengo tiempo, déjame estar con ella estos últimos momentos.

—¡No, carajo, no!, —explotó en llanto de ira, Miguel, apretando fuertemente el brazo de Faustino, —en este mismo momento nos vamos.

Miguel trató de levantar a su amigo para cargarlo. Faustino se sujetó fuertemente al cuerpo de Silvia. Fue imposible separarlos. José, que hasta entonces estaba observando en silencio, se acercó a Miguel para hacerlo desistir en su intento de cargar a Faustino. Miguel lo empujó a un lado.

—¿Qué te pasa, carajo?, ¿quieres que lo deje morir aquí?, ¡es mi amigo, ¿entiendes?!, —dijo, Miguel, increpando a José.

Éste cayó justo con la posadera donde tenía la herida, haciendo que suelte un quejido seco. Inmediatamente se repuso.

—Está bien, pero, no levantes la voz, pueden escucharte, —dijo,  tímidamente, en voz baja, José.

— ¡Qué chucha, que me escuchen, tal vez sería mejor morir todos acá!, —expresó, con dolor, en sus palabras, Miguel.

—Miguel, —dijo, débilmente, Faustino. Miguel se acercó.

—Habla, Faustino, ¿nos vamos?, —preguntó.

—No, ya no es necesario, —dijo, Faustino, levantando la mano izquierda, buscando la mano de su amigo.

—Aquí estoy, Faustino, tienes que ser fuerte, si superas este momento te recuperaras completamente, —dijo, Miguel, tomando la mano de Faustino.

—Me voy, amigo, ya no siento dolor, —decía, Faustino, con voz, cada vez más débil.

—Resiste, Faustino, no te des por vencido, ¡resiste, carajo!, —gritaba, Miguel.

En vez de respuesta inmediata, Miguel, sentía la presión de la mano de su amigo, sobre la suya.

—Ella me espera, mírala, está más bella que nunca, —repetía, Faustino.

—¡Faustino, amigo, quédate, lucha, amigo, no te dejes llevar.

—No, voy a sus brazos, a decirle cuánto la amo.

Faustino de pronto calló. Respiró profundamente. Presionó fuertemente la mano de Miguel.

—Faustino, ¿Faustino?, —dijo, Miguel, frotándole la cabeza. Sintió que su amigo dejaba de presionar su mano.

—Gracias, amigo, por todo, —dijo, débilmente, Faustino, exhalando, un respiro, largamente contenido, Miguel sintió, nuevamente, la presión de la mano de Faustino, —Adiós, amigo mío.   

Soltó, suavemente, la mano de Miguel y expiró. Miguel le tocó el pulso en la muñeca izquierda y en la yugular. Nada. Se había ido. Miguel apoyó la cabeza en el hombro de Faustino y gritó:

—Faustino, quédate, amigo mío, no te vayas, carajo.

Y lloró, largamente, golpeando el suelo con el puño. Cuando se calmó levantó la cabeza y miró en dirección de José. Éste se encontraba junto al cuerpo de Silvia, con la cabeza gacha, seguramente, también llorando, en silencio. Seguidamente tomó la mano de Silvia y la unió a la de Faustino y recostó su frente en ellas. Volvió a llorar. Esta vez, franca y abiertamente, por largo rato. Perdió a su amigo, que en poco tiempo logró hacerse un gran amigo, como un hermano para él. Y lloró también por Silvia, el amor de su amigo, de su hermano. Ahí se quedó, hasta dormirse. Estaba cansado, agotado y bajo mucha presión. José sólo lo contemplaba. Una gran desolación invadió el lugar. Un silencio abrumador, sólo interrumpido por los ruidos de los insectos nocturnos y los batracios. Entonces, también él, se recostó junto al cuerpo de Silvia y se durmió.

Miguel despertó ante el llamado de José. Sin darse cuenta, de la posición de rodillas en que se encontraba al momento de llorar por sus amigos, se había recostado completamente, estirando las piernas, con la cabeza apoyada en las manos unidas de Silvia y Faustino, a modo de almohada. Miró a José. Se dio cuenta que una luna brillante, en ese momento, iluminaba completamente el lecho del río. Algunos de sus  rayos se deslizaban temerosos de descubrir a los jóvenes, a través del follaje de los árboles, dando cierta claridad al lugar donde se encontraban los dos amigos. Miguel miró su reloj. Era casi la media noche.

—¿Has escuchado algo?, —preguntó, de pronto, angustiado, a José.

—No, no sé, —respondió, José, —yo, también, recién me despierto.

—Van a ser las doce de la noche, —comentó, Miguel.

—¿Qué hacemos?, —preguntó, José.

—Hay que seguir, tenemos que llegar al pueblo antes que amanezca, —dijo, Miguel, reponiéndose por completo.

—¿Qué hacemos con Silvia y Faustino?, —preguntó, asustado, el muchacho.

Miguel miró los dos cuerpos inertes, de Silvia y Faustino, junto a él. Recién tomó conciencia de la real situación.

—Los llevaremos al pueblo, ahí los recogerán sus padres, —respondió, concretamente.

—¿Queda lejos tu pueblo?, los muertos pesan bastante, —dijo, José.

—Sí, —respondió, Miguel, incorporándose.

Miró de reojo al joven acompañante.

—Descansaremos media hora más, prepara tus cosas, ponte los guantes, el pasamontañas, amárrate bien las botas, mientras tanto cuéntame ¿qué ocurrió en la caverna, cuando, Faustino, ingresó?

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NOVELA: SIMPLEMENTE, LA VAQUERINA (Extracto)

 

SIMPLEMENTE, LA VAQUERINA

Por: Jorge Mesía Hidalgo

                                                                                             

                                                                                                                            "Conocerte fue el alborear de mi vida.

                                                                                                         Compartí todo contigo, desde el amor hasta la agonía.

                                                                                                         Te recuerdo. Te dejo caminar en mí. Te olvido."

                                                                                                                                       Ricardo Josadth (Poeta Amazónico)

 

Aquel día, como todos en los que no asisto a clases en la Universidad Nacional de Chiclayo, mi escape es el chat de internet. Mi nombre es Fabián Cepeda, soy hijo único. Me considero un joven de estos tiempos. Desinhibido, que vive el momento. Despreocupado por lo que puede estar pasando en el mundo. Aquello que nos está llevando a la destrucción de la vida. Lo escucho por los medios, cada vez con más frecuencia, con más insistencia. En el internet es una constante. Los corbatudos de la televisión, ponen gravedad en la voz y expresión nómada el rostro, cuando lo mencionan. Los desconocidos de la radio, levantan la voz, como si así los van a escuchar, cuando hablan del recalentamiento y el efecto invernadero. Yo sonrío, al verlos y escucharlos, porque me parece una hipocresía de sus parte. Es muy fácil vociferar o escribir en letras grandes, en los medios, cuando se trata de criticar las acciones de nosotros mismos, porque somos los únicos responsables de llevar a la crisis del medio ambiente a nuestro planeta, sin embargo es difícil proponer acciones o accionar uno mismo, actividades que nos conlleven a solucionar el problema.

Avanzaban los minutos, las bromas se hacían más pesadas y la conversación más ruidosa a medida que ingeríamos un trago “especial” que Pocho tenía guardado para ocasiones como ésa, era una mezcla de vino y aguardiente. Al poco rato apareció Jualo, acompañado por una chica, completamente desconocida para nosotros. De impresionante figura. Esbelta, alta. Cabellera negra, abundante y ondulada. Unos ojos vivaces y pícaros, negros profundos, lanzaban tenaces dardos de encanto, amor y pasión. Todos quedamos boquiabiertos al verla frente a nosotros. Con una sonrisa sensual y excitante. Si Jualo era devoto de impresionarnos con cualquier acto casual, aquella vez lo hizo con creces. La Vaquerina, le decían a aquel encanto femenino. Natural de Cajamarca, de 26 años, lo dijo ella misma, sin inmutarse. En su hablar tenía ese notorio acento, mezcla de costa y sierra, que, a muchos, como yo por ejemplo, nos atrae enormemente.

— ¿Vaquerina?, ¿Ése es tu nombre? —preguntó el pelado José.

—Ajá, Vaquerina —respondió ella, con una agradable sonrisa. Y antes que surgieran otras preguntas, se adelantó en decir— Por favor no quieran saber más de mí, con eso es suficiente, por ahora, ¿ok?

La encantadora y sensual criatura saludó a todos con besos y, a veces, acompañados de abrazos muy efusivos, muy propio de ella, a quien empezaba a conocer. Más, cuando llegó mi turno, se detuvo en seco. Me miró directamente a los ojos y dejó de sonreír. Yo también la miré directamente a los ojos, inmovilizado, petrificado y al instante sentí un flechazo directo al corazón. Más, en mi interior, sentía cómo mi sangre se calentaba, en un estado de ebullición, a punto de saltar al aire. Me contuve, haciendo un gran esfuerzo, para decir:

—Hola, ¿Cómo estás?

Ella, como no lo había hecho con ninguno de mis amigos, estiró la mano para estrechar la mía y dando un suave, pero notable tirón, me acercó a su rostro para darme un beso largo, y, por demás sensual, en la mejilla, muy cerca de la comisura de mis labios. Quedé estático, a punto de que las piernas se me doblaran de tanta emoción y excitación. Y ella, sin dejar de mirarme, volvió a sonreír encantadoramente. La sangre de mi cuerpo, en exceso caliente, se concentró en mi rostro, tornándolo de un rojo intenso. Mis amigos empezaron a reír, socarronamente, escandalosamente, dando pifias y silbidos burlones hacia mí, pero, lo que les hizo realmente delirar, fue cuando vieron las huellas del colorete de los labios de La Vaquerina muy junto a mis labios. Ya se imaginarán cómo me puse y dónde hubiera querido estar en esos momentos.

***************************************

Regresé a casa contento, había dado un gran paso en mi recuperación “post Vaquerina”, además tenía la seguridad que mis amigos estaban convencidos y que me ayudarían a recuperarme completamente. Inexplicablemente, no sé por qué, en ese momento, vino a mi mente el rostro de La Vaquerina. De una manera fugaz. Hasta creí haber visto la figura de ella en un vehículo que pasaba por la calle por donde caminaba a casa. Inmediatamente retiré el recuerdo y la figura de mi mente. “No puede ser”, pensé, “¿Vuelvo a lo mismo?, no, no, aléjate demonio, no caeré nuevamente en tus manos”, dije, calladamente. Me detuve en una esquina, para cruzar la calle, cuando de pronto, la escuché:

— ¡Fabián! ¡Fabico!

Rápidamente volví la mirada hacia esa llamada, hacia esa voz, inconfundible para mí. Era ella, La Vaquerina. Escuchar su voz provocó un temblor en todo mi cuerpo, verla de nuevo, me congeló. “¿Cómo me vi en ese momento?, no sabría decirlo. ¿Palidecí?, seguro que sí. ¿Me volví más rígido que una estatua?, también. Tan estático me quedé, que en vez de acercarme yo a ella, ella se acercó a mí.

—Hola, lindura —me dijo al darme un beso en la mejilla.

—Hola, Vaquerina —respondí con la voz entrecortada y el corazón agitado.

—Oye, ¿Estás bien? —Preguntó con un gesto de preocupación— Estás frío, pálido, ¿Estás enfermo?

—No, no, sólo un poco sorprendido, no pensaba verte y menos hoy día —respondí. Repentinamente, me tomó de la mano y me indujo a caminar por la acera.

—No sabes lo feliz que me hace verte, ayer llegué de viaje y lo primero que quería, era verte —me dijo, con una sonrisa, con ese encanto propio de ella.

— ¿Así? qué coincidencia, yo también tenía ganas de verte —le dije, ocultando mi desesperado afán de verla desde aquella noche que la conocí.

— ¿En serio?, eso me hace doblemente feliz, vamos, te invito a comer un helado —me dijo, parándose delante de mí.

Repentinamente, me abrazó por la cintura y cogiendo mi brazo izquierdo me la puso sobre sus hombros. Yo, emocionado, excitado al cien, comencé a sudar frío. Estaba avergonzado de que la gente notara una abultada erección en la bragueta de mi pantalón.

Caminamos un poco más, en busca de una heladería. La Vaquerina iba sonriendo a la gente que nos cruzábamos, mirando de un lado a otro y recostando, de cuando en cuando, su cabeza en mi hombro. Eso me excitaba aún más. De pronto, notó que me encorvaba, tratando de ocultar el pronunciado bulto que tenía abajo. Me miró, luego miró el bulto y me abrazó de frente, dándome un beso en los labios, ocultando con su cuerpo la protuberancia desvergonzada, que provocaba mi erección.

—Estás excitado, mi amor —me dijo al oído.

—Sí —respondí, con voz apagada.

— ¿Tanto así? ¿Es eso lo que provoco en ti? —me preguntó en voz baja.

—Ajá —respondí, casi jadeando, sin soltarla de la cintura, a la cual me había aferrado, para pegar mi parte sexual a su cuerpo.

— ¡A su!, qué grande y qué duro —dijo, al sentirlo. No respondí. El sudor de mi cuerpo empapaba mi polo. Estaba a punto de estallar, por la excitación.

—Comiendo el helado se me pasará, luego un buen baño —le dije.

—Nada de eso —me dijo, dándome otro beso— vamos a desfogarnos, ¿Quieres?, porque yo también estoy caliente, afortunadamente a la mujer no se le nota, pero estoy que ardo —dijo, ella.

—Ya pues, pero, ¿Cómo y  dónde? —pregunté, angustiado.

—En mi cuarto es imposible, ¿Un hotel?, ¿Conoces alguno?

—No, ninguno —dije, angustiado.

—Eso no importa, vamos a cualquiera, con pagar la habitación, se arregla todo —me dijo y me tomó de la mano, jalándome al borde de la acera, para tomar un transporte. Dentro del vehículo en marcha, le dije:

—Vaquerina, tengo poco dinero.

—No te preocupes, bonito, yo tengo —me respondió, tomándome la mano y dándome otro beso en los labios.

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NOVELA: DON EZEQUIEL, Aventuras y Cuentos (Extracto)

 

DON EZEQUIEL

Aventuras y Cuentos

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Tenía más o menos siete años cuando tomé conciencia de ese nombre, Ezequiel. Así llamaban a mi padre, un hombre alto, canoso y un  poco encorvado. No vivía con nosotros pero a diario lo veíamos en otra casa  con mi otra mamá. Meses mas tarde comprendería que se trataba de mi abuelo, padre de mi madre y mi otra mamá era su esposa, mi abuela Silvia. Respetuosamente  la gente lo llamaba Don Ezequiel, nosotros en casa le decíamos papá Ezequiel, sólo mi abuela, su esposa, le decía directamente Ezequiel.

Cuando tuve ocasión de observarlo por primera vez muy atentamente, comprendí el porqué de la consideración y respeto de la gente y también de la atracción de las mujeres. Pues era un hombre apuesto, de figura deportiva, ojos y tez claros y nariz perfilada. Provenía de una familia sencilla de considerables recursos económicos. Nació en Mahuiso, un poblado de la amazonía peruana cercana a la ciudad de Yurimaguas.

Don Ezequiel era hombre de armas tomar, severo en la disciplina, persistente en el orden, correcto en sus actos, atento con las personas, sobre todo con las mujeres, comprensivo con sus hijos. No era un potentado en cualidades ni un ángel en comportamiento pero en líneas generales sobresalía sobre muchas personas de su generación. Quizá, para mí, su mayor defecto haya sido su apego a la perfección, la férrea disciplina era uno de sus aliados, esa manía que tenía que toda tarea que nos encomendaba, fuera cumplida a la perfección.

EL VIAJE A LAMAS

Fue en 1923 cuando Don Ezequiel decide hacer el viaje a Lamas, contaba con 16 años, se sentía preparado para enfrentarse a la vida. Por este tiempo oía constantemente de un poblado que crecía rápidamente y cuyo movimiento comercial, pujante y atractivo, se debía a su gran producción de café y tabaco. Le parecía que la decisión tomada era la más importante de su vida, pues implicaba auto controlarse y trazar su propio camino. En aquellos tiempos el viaje a Lamas era bastante arriesgado, pues casi siempre lo hacían grandes comerciantes conduciendo inmensas caravanas con todo tipo de productos importados para venderlos en la floreciente ciudad de los Tres pisos.

El viaje duraba entre 5 y 6 días por camino de herradura, si es que el clima no les jugaba una mala pasada, de lo contrario la travesía duraba hasta veinte días. Esta demora se debía a, que,  a veces,  durante el viaje, se presentaban torrenciales lluvias que duraban varios días, obligando a los viajeros a construir improvisadas cabañas en la ruta para acampar  a la espera que mejore el clima. En otras ocasiones, el cruce con la manada de guanganas (jabalís) los atrasaba hasta dos días, según la propia versión de Don Ezequiel, él jamás había visto este fenómeno de la naturaleza, pero en muchas ocasiones le habían contado personas que estuvieron al borde de perder la vida estando muy cerca del paso de las bestias. Se trataba de miles de  miles de jabalís que se trasladaban de un lugar a otro en la selva en busca de alimentos. A su paso dejaban destrucción y desolación. El paso de los animales salvajes iba acompañado de un ruido aterrador que no tenía comparación en el mundo civilizado. Una mezcla de ruidos de árboles que se rompen, otros animales que eran devorados por la manada y en ocasiones gritos de personas que tuvieron la mala suerte de no lograr escapar de la ruta de las guanganas. Cuando pasaba el último jabalí todo quedaba destruido, árboles caídos, restos de animales semi devorados, en un trecho de mas o menos trescientos metros de ancho. Era realmente impresionante, un fenómeno de  la naturaleza extraordinario, admirable y aterrador al mismo tiempo.

— ¿Te gustaría verlo, papá Ezequiel? —le pregunté cierta vez, cuando estaba recostado, doliente de fuertes reumatismos.

—Claro que sí, hijo. —Contestó rápidamente— Siempre ha sido mi deseo mirar de cerca ese fenómeno de la naturaleza, pero hijito, espera a que mejore un poco de este reumatismo, para hacer un viajecito de quince días por esos lares.

Contaba entonces con 72 años de vida, la mayor parte de sus días las pasaba con fuertes dolores, recostado en su cama, oportunidad que me brindaba para tener una larga y fluida conversación con él.  

*********************

Una tarde, de regreso de uno de sus esporádicos paseos vespertinos, ya de avanzada edad, me encontró de visita en su casa, sentado en su silla, la que solamente él utilizaba, y que en otra época, encontrar su silla ocupada le hubiera dado un serio disgusto, en esta ocasión no dijo nada, que también podía ser una señal de enfado. Estaba agitado por el cansancio de la caminata, se quitó el sombrero grande de pajilla tejida que llevaba puesto y se echó el pelo cano para atrás.

—Buenas tardes, papá Ezequiel. —saludé, levantándome rápidamente de su silla favorita.

—Hola hijito, ¿Has venido a visitarnos? —me dijo, mientras se sentaba a tomar el aire fresco.

—Sí, papá Ezequiel. —Contesté— Un ratito nomás, he traído un pedazo de chancaca para tu café.

— ¡Ah,  caramba!  Gracias hijito, has de tomar tu café antes de irte.

—Ya, papá Ezequiel. —Le contesté, mientras él encendía un cigarro de puro tabaco que hacía con sus propias manos— ¿Has ido a pasear? —le pregunté.

—Sí,  hijo, he ido a visitar al compadre Rojas, pasando por la chacra de tu tío Edmundo. —se detuvo un rato, yo le miré esperando la narración de alguna anécdota o aventura que ese lugar le había traído a la mente, más dijo— ¡Qué bruto, hijo, en mi vejez me doy cuenta qué lindo es este lugar, con sus inmensos árboles, su aire fresco, sus flores frescas y aromáticas, qué lindo, qué sano! —iba bajando la voz y agachándose para quitarse los zapatos nuevos y ponerse los viejos de trabajo para estar en el taller, me miró y continuo— Hijo, casi al terminar la chacra de tu tío Edmundo hay una piedra grande, enorme, no me atreví a subir, pero cuando era joven desde allí mirábamos llegar las caravanas de viajeros, es lindo mirar el paisaje desde ese lugar.

Sólo asentí con la cabeza sin decir palabra, y es que yo conocía aquella enorme mole de piedra, varias veces había jugado en ella y era evidente que Don Ezequiel quería que le acompañara a aquel  lugar para que con mi apoyo intentara treparse a aquel peñón y evocar viejos tiempos, más yo no estaba de ánimo  y me retiré simulando que mamá Silvia necesitaba mi ayuda en la cocina. Años más tarde me di cuenta que había perdido una brillante oportunidad de escuchar de sus propias palabras lo que sabía de aquel sitio y del atractivo y encanto de aquella piedra grande.

      

 

 

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NOVELA: EL PEQUEÑO CUMPA (Extracto)

 

 El Pequeño Cumpa

 Por: Jorge Mesía Hidalgo

 

El joven José Francisco

En aquella parte de la chacra la maleza estaba alta y había que cortarla. Era sábado y como no había asistencia a la escuela tenía que ayudar en las tareas de la chacra, es la norma de la familia, es la costumbre. Aquellas ramas altas impedían la visión al otro lado de la pradera, motivo suficiente para cortarlas, incluso ahí podían caer atrapadas algunas reces y también sería una pérdida de tiempo buscarlas y ponerlas a campo abierto para alimentarse de un buen pasto. Las instrucciones las daba el jefe de familia ubicándose en lo alto de una colina. José Francisco escuchaba a su padre, a su lado dos de sus hermanos mayores recibían las instrucciones y una vez concluido el padre, machete en mano emprendieron la tarea encomendada. José Francisco al ver esto se unió a sus hermanos y empezaron la faena del día. A su temprana edad ya conocía las normas de la familia, ya conocía la costumbre, mejor aún, estaba acostumbrado. Y estaba contento, era su mundo, su vida, su entorno inmediato y puerta hacia el resto del mundo que más adelante tenía que enfrentar.

Don Manuel, el papá que daba las instrucciones, era un hombre de tez trigueña, ojos color negro, de mediana estatura y de unos sesenta años de edad. Era curtido en estas labores, pues desde pequeño se dedicó a ello, al lado de su padre. Juan Carlos, el hermano mayor, junto a Miguel, el segundo en la ubicación de descendencia, los que escuchaban las instrucciones de su padre, habían culminado sus estudios secundarios y Juan Carlos, el mayor, incluso había realizado estudios superiores de pecuaria para cumplir con el deseo de su padre y para que pueda hacerse cargo de la chacra en cualquier momento. Tenía la tez un poco más clara que sus hermanos, el rostro adusto y recio el cuerpo y era el más alto de todos. Miguel, de pelo lacio, tenía el color de la piel un poco más oscura, era delgado de contextura, pero fuerte en la faenas de campo. Tenía esperanzas de estudiar una profesión y su padre se lo había prometido, pero primero tenían que reunir dinero y para ello había que trabajar la chacra.

José Francisco, el menor de todos, tenía doce años. Por su contextura y altura aparentaba unos años más, estaba por culminar su primaria. Era tranquilo y callado y siempre apoyando a sus padres en lo que le necesitaban. Tenía la tez trigueña como su padre, ojos color negro, el cuerpo recio y la fortaleza de un adulto. En la cabaña de la chacra se encontraba doña Adela, esposa de don Manuel, la madre de José Francisco. Una mujer de mediana estatura y regular belleza, de tez clara, ojos  y cabellos negros. Muy laboriosa y conocedora de las faenas de campo. En el pueblo se encontraba Demóstenes, menor de Miguel, que cursaba sus estudios secundarios, el más conversador y deportista. Y de visita a un familiar en un pueblo cercano se hallaba Lilia, la hermana menor de Demóstenes y mayor de José Francisco, también cursaba sus estudios de secundaria, era de mediana estatura como la mamá, tez clara y un rostro agradable que simpatizaba con todos.

El joven José Francisco, no tenía ni idea de las dimensiones de la chacra, ni del número de cabezas de ganado que poseían, era el gusto de estar junto a sus hermanos, a sus padres lo que le satisfacía plenamente. Era tedioso y cansado hacer el recorrido de la chacra en busca de algún vacuno que se quedó por ahí desorientado sin poder llegar a los corralones donde pasaban la noche. Sus hermanos mayores, a caballo, lo hacían  rápido y bien, pero José Francisco tenía que aprender, porque cuando sea mayor, tendrá que hacerlo igual o mejor que sus hermanos, es por eso que en ocasiones los seguía y en algo ayudaba, pero en otras sólo se situaba en la colina más alta inmediata y desde allí veía todo el accionar de sus hermanos. Y aprendía.

Corría el año 1985 cuando José Francisco realizaba sus estudios primarios en la escuelita del pueblo a tan sólo quince minutos caminando desde la chacra. Su rutina era asistir a la escuela en las mañanas y en las tardes ayudar en casa, en los quehaceres propios de una ganadería,  a reunir los animales que criaban. Algunos días ordeñaba las vacas para, con la leche, preparar quesos, desgranaba maíz y luego la molía para preparar la chicha  y todas las tardes asistir y apreciar a “la negrita”, una bella ternera de pocos días de nacida que le habían encargado a sus cuidados, porque: —“si crecía bien iba a ser de él para toda la vida”, —como le había dicho su mamá. Esto le emocionaba mucho, tener su propia ternera, como lo tenían sus demás hermanos, le hacía sentir importante. Todas las tardes recorría el campo en busca de “la negrita”, la ubicaba y la guiaba, junto a su madre, al corralón. En las mañanas, muy temprano, antes de ir a la escuela, las sacaba para su pasteo respectivo. Este contacto diario con los vacunos, el olor que despedían, el olor de pasto fresco, el olor de los excrementos, se impregnaron en las fosas nasales de José Francisco, a tal punto que detestaba las comidas preparadas con carne de vacuno.

Fue en una de esas tardes que José Francisco, estando apreciando a “la negrita”, a regular distancia de la casa de la chacra, escuchó un ruido extraño, muy lejano. Se concentró. Le pareció el ruido que hacen los motores de los botes cuando surcan los ríos, pero este era más fuerte y parecía que se acercaba. Cada vez más fuerte y más cerca. —“¿Qué podrá ser?”, —se preguntó. Se puso de pie, de la posición de cuclillas en que se encontraba mirando a “la negrita”, levantó la mirada hacia el cielo y lo vio. Un aparato inmenso venía directo hacia él. Por instinto se tiró al suelo cubriéndose la cabeza. Mil pensamientos pasaron por su mente, su mamá, su padre, sus hermanos, ¿estarían muertos?, ¿“la negrita”?, ¿también moriría?. Cerró fuertemente los ojos, esperó lo peor, sintió un aire frío que le cubría, es el fin, pensó y esperó. Luego aquel aire frío desapareció, el ruido se alejaba, abrió los ojos, miró sus manos, su cuerpo, ¡estaba sano!, ¡nada le había pasado!. Miró a “la negrita”, ahí estaba junto a su madre, habían corrido lejos y se salvaron. Miró al cielo, aquel monstruo ya no estaba, se puso de pie y despavorido corrió a casa.

— ¡Mamá, mamá!, —iba gritando mientras se acercaba. Vio a su progenitora parada en el umbral, —¡mamá, ¿has visto eso?, —preguntó desesperado mientras se abalanzaba a sus brazos y ella lo estrechaba en su regazo.

—Sí, hijito, es un helicóptero.

— ¿Un qué?, —ella lo miró, lo vio pálido y muy asustado.

—No tengas miedo, hijo, ven acá, —le tomó la mano y sentándose en un banco de madera que siempre estaba junto a la puerta, lo sentó en sus piernas, —José Francisco, eso es un helicóptero, es como un avión, ¿te acuerdas de la avioneta que vimos la otra vez?, —él asintió con la cabeza, —así, sólo que el avión tiene alas y el helicóptero tiene unas hélices grandes que le hace volar por los aires, ¿te das cuenta?

—Yo creí que me iba a atacar, me dio mucho miedo, mamá.

—No, hijito, pasó bien bajo, seguramente aterrizó en el pueblo, —comentó, ella.

— ¿Por qué?, ¿qué trae?

—No sé, hijo, seguramente han venido soldados a vigilar el pueblo.

— ¿Por qué?, ¿son malos?

— ¡Ay, José Francisco, muchas preguntas, mejor que vengan tus hermanos y tu padre, ellos deben saber las respuestas, ahora vete a ver a tu ternera para que la acorrales, que no duerman sueltas en el campo.

José Francisco, aún con la palidez del susto en su rostro, se encaminó a cumplir con la orden de su madre. No dejaba de pensar en el aparato llamado helicóptero. Por el susto y la rapidez con que se tiró al suelo, no tuvo tiempo de verlo bien. Tenía que verlo de cerca, pensó. También pensó en sus hermanos Juan Carlos y Miguel, que se encontraban en algún lugar de la extensa chacra, pero se tranquilizó al verlos a la distancia que le levantan las manos en señal de que se encontraban bien.

La llegada del helicóptero al pueblo causó gran conmoción. Los pobladores, no tan acostumbrados a estas visitas, pensaron en lo peor. Cada vez eran más frecuentes los comentarios que, más arriba, surcando por el río grande, en los poblados de sus riveras, se presentaban estos soldados a hacer destrozos en las viviendas, a castigar a los hombres, a encerrarlos, acusándolos de terroristas, los jóvenes eran los más perseguidos y las mujeres violadas. Por eso todos estaban metidos en casa, sólo algunos niños, escapándose del control de sus padres, estaban cerca del helicóptero, admirados por su tamaño, su forma. El pesado aparato aterrizó en el campo deportivo del pueblo, a un costado de su plaza mayor y al frente, a tan solo dos cuadras, del puerto. Bajaron una veintena de uniformados, se reunieron en la pequeña plaza del pueblo y un vocero, mediante un megáfono en una mano y el arma en la otra, llamó a los pobladores para darles “algunas instrucciones”. Nadie se acercó.

De pronto parecía un pueblo fantasma, aún los niños habían desaparecido. El jefe de los soldados ordenó que visitaran casa por casa. Para entonces, hombres y mujeres, atravesando sus huertas, se habían  internado en el bosque, a esconderse. Don Manuel, padre de José Francisco, era uno de ellos. Aquella tarde, como ya se le estaba haciendo costumbre, estaba libando unos tragos en una pequeña cantina del pueblo. Esa visita inesperada de los militares, lo cambió todo. En forma desesperada, como lo hacían todos, también abandonó la cantina por la parte posterior, se internó en el bosque y dando un rodeo enorme, se encaminó a su chacra. Con paso apresurado, en el camino, se acordó que había salido de la cantina sin pagar los tragos. Otro día lo pagaría, pensó, lo importante era llegar a casa y ver cómo estaba su mujer, sus hijos.

José Francisco vio a su padre, a la distancia, que llegaba. Se apresuró a culminar  la tarea de encerrar a “la negrita” y su madre para correr al encuentro y contarle lo que había visto. Casi coincidieron en la puerta.

— ¡Papá, papá, ¿has visto el helicóptero?!

—Sí, hijo, ¡llama a tus hermanos, pronto!, entre todos conversaremos, ¡rápido, hijo, de inmediato!, —le respondió antes que llegue a su lado. José Francisco dio media vuelta y así lo hizo.

Más tarde, cuando ya anochecía, todos reunidos en la casa de la chacra, con una lámpara en la mesa de centro, escucharon al helicóptero alejarse del pueblo. Todos miraron a don Manuel.

—Ya se van los milicos, —comentó. Miró a todos, Adela, su mujer, Juan Carlos, Miguel, José Francisco, sus hijos, — ¿y Demóstenes?, ¿dónde está, Demóstenes?, —preguntó, angustiado.

—Ay, mi hijo, —dijo, doña Adela, —se ha ido al pueblo, a jugar en el campo.

—Tenemos que ir a buscarlo, que tal si lo llevaron esos  milicos, —dijo, don Manuel, —Juan Carlos vamos a verle, Miguel y José francisco se quedan con su mamá.

Doña Adela empezó a llorar, el temor y la tristeza la invadieron. José Francisco la abrazó conteniendo las lágrimas. Padre e hijo mayor se aprestaban a salir en busca del hijo y hermano, cuando escucharon al perro ladrar.

— ¡¿Quién es?! —preguntó, don Manuel. El perro dejó de ladrar.

— ¡Hola!, soy yo, papá, Demóstenes!, —contestó, el hijo, como sofocándose por el cansancio. Todos corrieron a la puerta a abrasarlo como bienvenida. Estaba con un joven, su amigo, — ¡papá, mamá, nos salvamos por un pelo!, —comentó, Demóstenes al ingresar a casa.

— ¡Caramba, muchacho, casi matas a tu madre del susto!, cuenta, ¿qué pasó?

—Escuchen, este es mi amigo Pedro, —comenzó a contar Demóstenes, —justo estábamos para empezar a jugar, cuando escuchamos el helicóptero, entonces al ver que se detenía justo en el campo todos empezamos a correr, en todas direcciones, Pedro y yo nos fuimos por el río, avanzamos por la orilla hasta el puerto y desde ahí vimos todo, —se detuvo, dio unos pasos y tomó un  vaso con agua, sorbió un poco y con el resto se mojó la cabeza.

—Y, ¿qué más?, —preguntó, don Manuel.

—Los milicos estaban bien armados, —comentó, Pedro.

— ¿Armados?, ¡recontra armados!, —continuó, Demóstenes, —tenían armas, granadas, radio de comunicación, machetes, palas, cada uno, ¿se dan cuenta?, Asu, ¿cómo pesará todo eso, no?

—Esos milicos son más que los terrucos, —volvió a comentar, Pedro.

— ¿Terrucos?, —preguntó, doña Adela, —¿acaso has visto a los terrucos?

—Sí, el otro día pasaron por el pueblo.

— ¿Es cierto Manuel?, —preguntó, doña Adela.

—Eso dicen en el pueblo, yo no los vi, pero debe ser cierto.

—Dios mío, ya va a empezar la guerra en el pueblo, todos vamos a estar en peligro.

—Ya, mujer, cálmate, no es para tanto, —dijo, don Manuel.

Demóstenes siguió narrando. Después de la orden de ir casa por casa, los soldados ingresaron a la fuerza, derribaron puertas y sacaron todo lo que podían.

—Y, ¿sabes qué, papá?, se llevaron a dos muchachos bien amarrados.

— ¡Ay, Dios mío!, —exclamó, doña Adela, — ¿a quienes ya?

—A uno no le hemos reconocido, el otro era el Josías, ¿no, Pedro?

— ¿Cuál Josías?, —preguntaron todos.

—El Joshico, pues, de doña Meche.

—Diosito mío, pobre muchacho, —dijo, doña Adela, — ¿por qué lo llevaron?

—Porqué será, pues, seguro se escondió en su casa y ahí lo atraparon.

—Sonsonazo, el Joshico, por no correr al  monte a esconderse, —comentó, Pedro.

— ¿Y, quién puede ser el otro?, —preguntó, don Manuel.

—No le hemos visto bien, le taparon la cabeza con un trapo, pero parece que es el Andrés, el que vende verduras”.

Todos dejaron de comentar, se miraban unos a otros. José Francisco estaba bien abrazado a su mamá. Ella le frotaba la cabeza. El pequeño preguntó:

—Milicos son los soldados, o sea los militares, ¿y quiénes son los terrucos?

—Los terrucos son los terroristas, pues, hermanito, esos que les gusta pelear por todo, —se apresuró a responder, Demóstenes, —dicen que van a matar a los ladrones, a las putas, a los maricones, así que Pedro, ya debes estar huyendo a vivir en otro sitio, ja, ja, ja”, —hizo una broma a su amigo.

— ¡No es chiste, Demo!, —le reprochó, doña Adela.

—Ah, papá, —dijo, Demóstenes, poniéndose serio, —también han entrado a la casa de nosotros, han roto el candado y han dejado todo en un completo desorden.

— ¡¿Qué?, ¿no han respetado el candado?

—Para nada, papá, a todas las casas han entrado.

— ¡Miserables!, ¡entonces no son soldados, sino unos ladrones, delincuentes!, —se enfureció, don Manuel.

—En mi casa a sido peor, don Manuel, —dijo, Pedro, —han roto la vitrina de mi madre, todas las cosas en el suelo, ¡han hecho destrozos!, qué se habrán llevado, cuando llegue mi madre se va a dar cuenta.

— ¿Dónde está tu mamá?, —preguntó, don Manuel.

—Está en Bellavista, se ha ido ayer a visitar a mis abuelos, ya ha de llega más tarde, mi hermana Isidora estaba en la casa, pero ella también ha corrido a esconderse.

— ¡Dios mío, qué desgracia!, —dijo, doña Adela, —Demo, ¿y en la casa, qué han hecho?

—Casi nada, no tenemos más cosas, pues, sólo han roto esos sacos de maíz y arroz que vamos a mandar a Tarapoto, pero eso se puede juntar en otro saco.

Demóstenes se calló de pronto, al ver que su padre se encaminaba hacia la puerta. Todos le miraron, pero don Manuel dio media vuelta y tomó un vaso para servirse agua y beberlo.

—Papá,  —dijo, Demóstenes, —tengo que ir con Miguel acompañando a Pedro, hasta el pueblo.

—Claro, pero no van a regresar, lleven sus cosas para que duerman ahí, cuidando la casa, no vaya a ser que nos roben todo ese arroz y maíz y perdemos un montón de plata, —se calló y miró a su mujer, —y, Adela, mañana nos mudamos todos a vivir al pueblo.

Dicho esto se sentó a desatarse las amarras de su zapato. No se dio cuenta la impresión que causaron sus últimas palabras. Doña Adela le miraba atónita, Demóstenes y Miguel se miraron y sonrieron contentos, Juan Carlos se  rascó la cabeza y José Francisco miraba a todos sin comprender lo que pasaba.

—Pero, Manuel, ¿y la chacra?, ¿los ganados?

—No te preocupes, mujer, —respondió, don Manuel, —a partir de mañana vamos a turnarnos de dos en dos para cuidar todos los días, de repente más adelante contratamos un cuidador.

La vida en el pueblo es diferente a la de la chacra. José Francisco se dio cuenta de eso desde el momento que llegó a casa y le dijeron que tendría su propio cuarto. Se puso contento, tenía doce años, para cumplir trece, y sus hermanos le decían que ya era todo un jovencito. No iba a ser como en la chacra que todos dormían en un solo cuarto, sólo separados por mosquiteros. La casa era grande y mamá pensaba abrir una bodega para ayudar a la economía familiar. Sus amigos eran los mismos de la escuela pero ahora los vería constantemente. Se daría tiempo para ir a bañarse al río con sus amigos todos los días, pero eso sí a las cinco tenía que ir a la chacra a visitar a “la negrita”, contemplarla y dejarla a buen recaudo. Era su nueva rutina. Todos los días. Le gustaba y se acostumbró rápidamente.

El pueblo era apacible, tan solo alterada, a veces, por el alto volumen de la  música que emanaba de alguna bodega, cuando tenía clientes consumiendo licor, o por el bullicio que hacían los niños de la escuela cuando estaban en recreo. Una calle amplia la cruzaba, desde el ingreso al pueblo hasta el puerto, pasando por la plaza central. La gran mayoría de la población se dedicaba a la agricultura. En sus alrededores había grandes plantaciones de arroz, maíz y algunos fundos ganaderos. Cada vez eran más los agricultores que sacaban sus productos a las grandes ciudades para su comercialización. Este auge comercial empezaba a transformar el rostro del pueblo. Mejoraban las fachadas de las viviendas, nuevas casas comerciales surgían, aumentaba la visita de comerciantes para hacer negocios directamente con el agricultor, se instaló la luz eléctrica, con servicio a la población por horas. Estas mejorías las estaba disfrutando José Francisco. Estaba muy contento de que su mundo se ampliara cada vez más. Para culminar sus estudios primarios ya había realizado hasta tres viajes a ciudades grandes cercanas al pueblo, y tenía la promesa de que durante sus vacaciones visitaría otras ciudades, más grandes aún, y por unos cuantos días, para que pueda conocerlas todas.

Siguiendo la calle principal que cruzaba el poblado se llegaba al puerto. Allí desaparecía toda la tranquilidad del centro del pueblo. Un inusitado movimiento comercial se presentaba ante los ojos. Era prácticamente el mercado del pueblo. Embarcaciones pequeñas de todo tipo atracaban a toda hora. Campesinos, comerciantes de diferentes poblados llegaban a vender sus productos y allí se daban cita también los pobladores locales así como de otros lugares que  necesitaban comprar. Ya para satisfacer sus necesidades, ya para venderlos en otras localidades. El río era bastante ancho y según los lugareños de buena profundidad. Se veía bastante tranquilo pero según los conocedores tenía una fuerza de respetar. Y el color marrón rojizo predominaba como el que caracteriza a los ríos amazónicos.

El Encuentro

En una ocasión, al regresar de la escuela, José Francisco se encontró en casa con una novedad. El cuidador de la chacra había venido a informar que la noche anterior, unos hombres vestidos de militar, se presentaron para pedir alimentos y que esa noche iban a recogerlos. Don Manuel estaba enfermo y ordenó a sus dos hijos mayores a ir a afrontar el problema. José Francisco, aprovechando que tenía que cumplir su tarea de cuidar su ternera,”la negrita”, que de paso ya estaba grande, se quedó para ver la reunión. Sus hermanos no se percataron de su presencia, pues suponían, que habiendo guardado a su ternera  se había regresado al pueblo, sin embargo, José Francisco se había trepado al terrado de la vivienda y desde ahí, en completo silencio, observó  lo que  aconteció.

 

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Cuento: El Niño y el Caballo

 

EL NIÑO Y EL CABALLO

Por: Jorge Mesía Hidalgo

Había una vez, en un apacible y encantador pueblo de la selva peruana, un niño llamado Pepito, a quien le gustaban los animales. El niño visitaba constantemente a sus abuelos en su pequeña casa que estaba rodeada de verde y florida vegetación, por quienes sentía especial cariño y ellos también por él y lo demostraban en cada palabra, gesto o caricia que le expresaban al pequeño nieto. En cada visita, el niño Pepito les llevaba víveres y otros productos de pan llevar, ya que los ancianos abuelos, debido a sus avanzados años de vida casi no podían trabajar.

En una de estas visitas, el niño Pepito, fue llevando una sorpresa para sus ancianos abuelos. El pequeño había logrado un diploma en su escuela por haber ocupado el primer lugar en su salón de clases. Llegó alegre y contento a casa de sus abuelos seguro de que les daría una gran, pero lo que él no sabía era que sus abuelos también le tenían preparada una sorpresa. Pepito siempre platicaba en casa con sus padres de sus deseos de tener un caballo y que lo pueda criar. Aquel deseo del niño había llegado a los oídos del abuelo y haciendo grandes esfuerzos económicos logró hacerse de un lindo caballo blanco.

— ¡Abuelita, abuelito, miren el diploma que me gané! —dijo, Pepito, al llegar a casa de los ancianos.

— ¡Caramba, qué bueno, hijito!, eres un gran estudiante. —dijo, el abuelo.

—Esto se merece un brindis, Pepito. —Dijo, la abuela— Prepararé limonada con chancaca y lo tomaremos con rosquitas de almidón.

Pepito estaba feliz. Sus abuelos estaban contentos y le retribuían con limonada y rosquitas. Cuando la abuela regresó con lo ofrecido, el abuelo, dijo:

—Hijito, por haber ocupado el primer lugar en tu salón de clases, te quiero dar un pequeño regalo, pero primero tomemos la limonada con rosquitas que preparó tu abuelita.

Pepito comenzó a inquietarse por el regalo que le había ofrecido su abuelo. Miraba en todas direcciones tratando de encontrarlo, mientras sus abuelos sonreían.

—Ja, ja, ja, ¿quieres ver el regalo, Pepito?, —preguntó, el abuelo. El niño asintió con la cabeza y una amplia sonrisa en el rostro, —está en la huerta, vamos a verlo.

— ¿De qué se trata, abuelito?

—Ya lo veras, vamos, rápido. —dijo, el anciano.

Pepito emprendió rápida carrera hacia la huerta de la pequeña casa y ahí lo vio. Agrandó los ojos y se tomó la cabeza.

— ¡Un caballo! —gritó.

—Pepito, es un caballo para ti. —dijo, el abuelo.

Pepito quedó mirando a la acémila. Era de color blanco. Gran porte de potro de raza. Crines y cola de abundante pelaje, blanquísimos. Cuando el pequeño se acercó, el caballo volteó a mirarle y comenzó a mover la cola como si lo reconociera. Fue en ese preciso momento que Pepito le agarró un entrañable cariño, por esa mirada que la acémila le dio. Para él fue la mirada más tierna que pudo ver en animal alguno hasta ese momento de su vida. El niño miró a su abuelo.

— ¿Es para mí, abuelito?

—Así es, hijito.

—Es lindo, ¿Puedo ponerle un nombre?

—Claro que sí, Pepito, ponle el nombre que desees. —respondió, el abuelo. Pepito volvió a mirar al caballo y luego a su abuelita que estaba junto a él.

—Se llamará, Blanco. —dijo, Pepito.

—Ummm, ¿Blanco?, ¡claro!, Blanco, me parece un buen nombre. —dijo, el abuelo.

Todos rieron contentos y Pepito se acercó a acariciar a Blanco. El caballo era un animal muy dócil. Los pelos de las crines de su pescuezo eran largos, blancos y brillantes al igual que los pelos de su cola que, además, eran poblados y esponjosos, dándole al joven animal un porte atractivo y de nobleza. Cuando el niño Pepito se acercó a acariciarle la frente y la quijada, Blanco soltó un breve relincho y con la pata delantera derecha dio dos golpes en el piso, según el abuelo, señal inequívoca de que el animal aceptaba plenamente al niño. Pepito sonrió ampliamente.

— ¿Cuándo podré montarle, abuelo? —El longevo, sorprendido, miró al niño.

—Hay que esperar un poco, hijito, este caballo es bastante joven, que se fortalezca un poco más, mientras tanto vivirá acá en la huerta y tú le vas a traer todos los días cáscara de plátano verde, es su alimento preferido. —respondió, el anciano.

Desde entonces y por un buen tiempo, Pepito, llevaba los alimentos para su caballo Blanco, todos los días, en forma infaltable. Los compañeros de estudios de la escuela de Pepito se enteraron de la valiosa posesión del niño y esperaban ansiosos ser invitados en cualquier momento a conocer al portentoso animal. Mientras tanto, Blanco crecía y engordaba cada vez más, convirtiéndose en un caballo fuerte. Él por su parte, había logrado que su caballo lo identificara plenamente, gracias a la diaria visita que realizaba llevándole alimentos.

Cuando el niño llegaba a casa de sus abuelos, el caballo, al escucharlo, lanzaba un sonoro relincho y Pepito presuroso se acercaba a darle su alimento. Cierto día Pepito llegó en silencio, saludó a sus abuelos en voz baja haciéndoles gestos para que no pronunciaran su nombre. Así, sigilosamente, se acercó a la puerta que daba a la huerta donde se encontraba el caballo Blanco. Pudo verlo inquieto, moviendo la cola y mirando hacia la puerta donde Pepito se encontraba junto a su abuelo.

—Pepito, Blanco ya está listo para que le saques a dar un paseo.

— ¿Puedo montarle, ya, abuelito?, —preguntó emocionado, el niño.

—Claro que sí, muchacho, pero primero vamos a prepararlo para que acepte ser montado. Mientras voy a traer la montura, frótale la frente y la quijada, y háblale algo, que identifique tu voz de cerca y no olvides, que por más manso que parezca no deja de ser un animal, que en cualquier momento puede tener una reacción inesperada, ¿entiendes, hijo?

Pepito asentaba con la cabeza mirando fijamente al caballo. Se acercó a él y comenzó a frotarle la frente, la quijada y el cuello, lo que pareció gustarle a la acémila y movía la cola y acercaba la cabeza a las manos del niño. ¿Cómo podría tan noble animal hacerle daño? Pero el abuelo lo dijo por algo.

— ¿Abuelo, cómo es una reacción inesperada?, —le preguntó, cuando el anciano volvía con la montura en las manos.

—Los animales no razonan, hijo, por lo tanto pueden reaccionar en defensa propia si se sienten amenazados, —Pepito miró a su abuelo sin comprender, —bueno, lo que quiero decirte es que tengas cuidado, hijo, te puede patear, te puede golpear con la cabeza, te puedes caer cuando estás montado, ¿entiendes?

Pepito movió la cabeza afirmando y volvió la mirada hacia la acémila. Siguió frotando el cuello del animal mientras el abuelo le colocaba, con mucha precaución, la montura sobre su lomo. Blanco soltó un relincho corto y movió la cabeza con fuerza al sentir la presión del cincho sobre su abdomen. Pepito se asustó mucho mientras el abuelo hacía unos sonidos con la boca para tranquilizar al animal. Al poco rato Blanco se tranquilizó. Pepito se había alejado de él, asustado, cuando la cabeza de Blanco casi le golpea la cara.

—Ya está, Pepito, ven, acércate y frótale otra vez el cuello, con mucha precaución, hijo, así, muy bien, —el niño así lo hizo. Blanco movió la cola en señal de agrado. Pepito sonrió mirando a su abuelo.

—Pero, abuelito, no quiso golpearme, es que se asustó cuando le pusiste el cincho.

—Así es, hijito, por eso hay que tener cuidado, —insistió, el abuelo, —ahora toma las riendas de tu caballo y dale un paseo, primero caminando, luego lo montarás, ¿está bien?, anda, vamos, con confianza, yo te acompaño, tira de las riendas, para que Blanco aprenda que tú le conduces, así, así… —decía el abuelo mientras el niño halaba al animal en el campo de la huerta.

Pepito dio el paseo tirando de las riendas de Blanco. Dos vueltas en un círculo grande que el abuelo le señalaba mientras caminaba junto a él. Luego, ante la sorpresa del niño, el abuelo le ayudó a montar. Se hincó en el piso para que Pepito pisara en su rodilla y el otro pie alcanzara el estribo. El niño sonrió contento cuando estuvo sentado sobre el caballo.

—Ahora, hijo, toma las riendas, nunca las sueltes, jala la de la izquierda si quieres ir a la izquierda, la de la derecha si vas hacia la derecha y jalas ambas cuando quieres que se detenga.

El niño comenzó a cabalgar a su caballo Blanco y a cada paso sonreía y hacía sonidos con la boca dirigidos al animal y también le frotaba el cuello. El abuelo sonrió de contento al ver a su nieto cabalgando como un diestro jinete y enviaba saludos a la abuela que miraba desde la casa. Blanco se mostraba dócil y tranquilo. De vez en cuando lanzaba cortos relinchos y movía fuertemente la cola, como si quisiera decir que estaba contento con su pequeño amo. Pepito, feliz, lo conducía con pericia de gran jinete.

 

 

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Cuento: El Gavilán Pico Roto

 

 

EL GAVILÁN PICO ROTO

Por: Jorge Mesía Hidalgo

En el bohío humilde de una chacra, rodeado de campo florido y montañas verdes, vivía un niño amante de los animales. El niño Jaimito, además, se aprestaba a asistir a la escuela a culminar sus estudios de primaria. Si fuera por él, jamás asistiría a la escuela y se quedaría toda la vida en el campo, para disfrutar el aire fresco y limpio, para bañarse todos los días en la pequeña quebrada de aguas limpias y cristalinas, escuchar el melodioso canto de cientos de aves de todo tipo y, sobre todo, para ayudar a sus padres en el cuidado de animales de corral que criaban, como gallinas, cerdos, patos, algunos vacunos y tres acémilas por los que tenía especial predilección.

Casi todos los días, al promediar la tarde, salía con su papá, don Atanasio, montados, cada uno, en un caballo, a vigilar los ganados y otros animales en el campo. Esta actividad agradaba mucho a Jaimito porque le daba la oportunidad de ver a su padre en las labores cotidianas y aprender de él los detalles para la buena crianza de animales y conservar el medio ambiente, como tantas veces se lo mencionaba. Fue en una de esas tardes que, estando en campo abierto, el papá de Jaimito escuchó el chillar de un gavilán.

—Jaimito, amarra tu pañuelo en un palo y vete a proteger a los polluelos y las gallinas, porque el gavilán pollero ya los vio y puede atacarlos. —dijo, don Atanasio, indicando con el dedo el lugar donde se encontraban pastando las aves  y sus crías.

Jaimito, dejando su caballo a cierta distancia, se acercó al grupo de gallinas y sus polluelos, con el pañuelo en el extremo de un palo, para ahuyentar al gavilán. El ave rapaz que volaba en círculos mirando hacia los polluelos chillaba y chillaba sin cesar. Juanito, mirando hacia arriba, le dijo:

— ¡Apártate, gavilán, no te llevarás ningún pollo!

— ¡Tranquilo, niño, no quiero llevarme ningún pollo, sólo quiero contemplarlos! —respondió, el gavilán, lo que sorprendió en demasía a Jaimito.

— ¡No, vete de acá!, ¡gavilán malo, sólo quieres atrapar a los polluelos para llevártelos!, ¡vete de acá! —replicó, Jaimito, tapándose los oídos.

El gavilán bajó a posarse en la rama de un árbol cerca de donde se encontraba el niño.

—No soy un gavilán malo. —dijo, el ave rapaz— Si te acercas un poco te darás cuenta que he perdido parte de mi pico y mis garras en un combate con otro gavilán.

— ¡Mientes, seguro quieres agarrarme a mí también!, ¡vete, o llamaré a mi papá para que te dé una buena paliza! —dijo, el niño.

— ¡No!, no lo hagas niño, sólo quiero un poco de comida porque tengo mucha hambre. —Respondió, el gavilán, apesadumbrado— Mírame, ¿Cómo atraparía un polluelo si no tengo garras para hacerlo?, ¿De qué me serviría llevarme un polluelo, si no tengo pico para comerlo?

Jaimito, dudando un poco de las palabras del gavilán, se acercó sigilosamente. Efectivamente, el ave rapaz tenía el pico roto y las garras astilladas, estaba condenado a morir de hambre. Jaimito dio dos pasos atrás.

—Es cierto lo que dices. —observó, el niño— Pero algo no está bien en ti, ¿Cómo es que hablas?, porque yo te escucho y te entiendo.

—Je, je, je, —rió, débilmente el gavilán— No hablo, buen niño, sólo chillo, pero tienes un gran corazón y quieres mucho a los animales, que mis chillidos se convierten en palabras para ti.

Jaimito se acercó nuevamente al gavilán y pudo comprobar, una vez más, que su pico y sus garras no le ayudarían en nada para alimentarse. Volteó a mirar a su padre, quien también lo estaba mirando.

— ¡¿Qué pasa, Jaimito?, ¿Y el gavilán?

— ¡Está acá, papá, descansando en una rama! —respondió.

— ¡Pero, ¿Qué dices, hijo mío?! ¡Ahuyéntalo, lo más pronto posible, te puede atacar a ti también! —dijo, el padre, desde la distancia.

— ¡No puede, papá, está herido, tiene el pico roto y las garras también!

Entonces, el papá de Jaimito se acercó para verlo de cerca y ahuyentarlo, lo cual era su intención.

— ¿Dónde está? —preguntó, al llegar junto a Jaimito.

—Se escondió, papá, en ese árbol, pero lo vi, y me dijo que se rompió el pico y las garras en una pelea con otro gavilán.

—Ah, Jaimito, hijo mío, ¿De cuándo acá los gavilanes hablan? —Dijo, el papá, sonriendo, incrédulo— Agita tu pañuelo si vuelve y llámame si es necesario, terminaré el trabajo allá. —culminó y se marchó.

Jaimito miró el árbol y el gavilán volvió a la rama.

— ¿Por qué te escondiste?, mi papá te hubiera visto y escuchado, ahorita los tres estaríamos contentos.

—Tu papá jamás me escucharía, tiene el corazón como una roca y no quiere a los animales como tú, Jaimito.

El niño miró a su padre, a la distancia, miró a las gallinas y los polluelos y volvió la mirada al gavilán.

—Escucha, gavilán, te daré algo de comer sólo si me prometes no atacar a los polluelos ni a las gallinas.

—Es imposible que los ataque, no puedo, estoy herido. —respondió.

— ¡Promételo, solemnemente! —dijo, enérgico, el niño.

— ¡Está bien!, ¡Caramba, niño, me asustas! —Dijo, el gavilán, mientras, Jaimito lo señalaba con el dedo índice— ¡Lo prometo, solemnemente!

—Te traeré comida, mientras tanto vigilas las gallinas y sus polluelos, ¡pero, no lo olvides, si rompes tu promesa, mi papá te dará un buen escarmiento que no olvidarás jamás!

—No lo haré, Jaimito, es más, podemos llegar a un buen acuerdo, yo te ayudo a vigilar tus aves y ahuyento a otras aves de rapiña y tú me das comida todos los días, ¿Qué te parece?

Jaimito sonrió ampliamente y aceptó encantado. Desde entonces Jaimito y el gavilán pico roto son amigos. Ambos cumplen la promesa hecha. Nunca más desaparecen los polluelos o las gallinas. El gavilán pico roto los vigila desde el aire y cada vez que tiene que comer baja a posarse en la rama de un árbol donde Jaimito lo espera con sus alimentos.

 

 

 

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Cuento: Cuando San Pedro Baje el Dedo

 

CUANDO SAN PEDRO BAJE EL DEDO

Por: Jorge Mesía Hidalgo

 

En mis años infantiles, cuando mi entendimiento de la vida y el mundo, no abarcaba más allá de diez centímetros de mi nariz, mi madre, casi siempre, ante mis requerimientos inapropiados e inoportunos, tenía una respuesta increíble. No hacía mayor gesto que mover los labios para pronunciar, solemnemente estas palabras: “Cuando San Pedro baje el dedo”. Yo me quedaba mirándole en silencio y poco a poco iba levantando mi mirada hacia arriba, hacia donde ella apuntaba con el dedo.

 

Muchas veces, en el transcurrir de mis años de infante, oí la famosa expresión. No solamente dirigidas a mí, sino también a mis otros hermanos, quienes, como yo, al escucharla, quedaban intrigados y pensativos. Mi madre, luego de pronunciar la dichosa frase, sonreía abiertamente y en un gesto por demás maternal y muy agradable, nos tomaba del mentón y nos daba un beso en la mejilla. Luego, daba media vuelta y volvía a sus quehaceres domésticos.

 

Cuando iniciaba mi etapa adolescente y mi curiosidad se orientaba más hacia la objetividad de las cosas, fue cuando, en cierta ocasión, entablé esta conversación con mi querida y adorada madre:

—Mamá, ¿Cuándo me vas a comprar una bicicleta? —le pregunté. Ella me miró tiernamente.

—Ay, hijito, “Cuando San Pedro baje el dedo” —respondió con una sonrisa.

—Siempre dices lo mismo, mamá, ¿Cuándo será ese día?, ¿Cómo sabremos cuando San Pedro baje el dedo? —le increpé, un poco molesto.

 

Ella, sin dejar de sonreír, se acercó a mí, me tomó del mentón y estampándome un beso en la mejilla, me atrajo hacia ella para estrecharme en un amoroso abrazo. Luego, sutilmente, me dijo:

—Hijo mío, no te molestes, esa frase quiere decir que se me hace difícil comprarte algo, por ejemplo la bicicleta que tanto quieres, no puedo comprarte, hijito.

 

Yo, en un gesto insolente y malcriado, retiré sus brazos de mi cuerpo y le increpé abiertamente.

— ¡Nunca puedes comprarme nada, mamá!, ¿Cómo a mis amigos sí les compran su bicicleta? —luego me volví dándole la espalda.

 

Mi rabieta de niño maleducado, no me permitió ver en qué momento, mi querida madre, se retiró de mi lado. Al darme cuenta de su ausencia, corrí a buscarla. En seguida la encontré en su habitación. Estaba sentada en una pequeña mecedora que le servía para descansar su espalda. Era su favorita. Tenía la mirada fija en la pared, a un costado del cómoda-tocador. Al verla en ese estado, ingresé lentamente, como contando mis pasos y al estar junto a ella, vi unas gruesas lágrimas que rodaban por sus mejillas. De inmediato me embargó una pena inmensa y remordimientos intensos, por la forma cómo reaccioné con ella y que le había conducido hasta ese estado. Quise pedirle mil perdones. Estaba seguro que con gusto me los hubiera dado. Más, un duro nudo se atravesó en mi garganta y sólo opté por arrodillarme a su lado y recostar mi cabeza en sus piernas. Cerré los ojos y lloré en silencio.

 

Casi en seguida, sentí las manos angelicales de mi progenitora, frotando mi cabeza y mis hombros. Sin levantar la cabeza le tomé la mano en agradecimiento por su perdón. Entonces, ella, me tomó el mentón para levantarme la cabeza y hacer que la mire. Ahí estaba el rostro de mi madre. La más perfecta creación de la expresión del amor filial. Esbozó una sonrisa y dijo:

—Me entristece mucho, hijito, cuando tú y tus hermanos me piden algo y no puedo satisfacerles. Me duele en lo más profundo de mí ser tener que decirles una verdad dolorosa. Por eso es que menciono el dicho “Cuando San Pedro baje el dedo”.

 

Le miré atentamente. Tenía esa mirada que tienen los santos pintados en grandes lienzos que exhiben en las iglesias. Tomé su mano y la besé.

 

— ¿Eso quiere decir que no me comprarás la bicicleta? —pregunté. Ella movió la cabeza, asintiendo. —No importa, mamá, cuando tienes plata me la compras, ¿ya? —ella sonrió, asintiendo con la cabeza. — Cuéntame, mamá, ¿Quién te enseñó eso de San Pedro?

—Tu abuelita, hijito. —Me respondió— Mira, hijo, cuando vayas a la iglesia, a la izquierda de la entrada principal, se encuentra una estatua de San Pedro. San Pedro tiene el bastón en una de sus manos y la otra está un poco levantada con un dedo apuntando al cielo. El dicho se refiere a ese dedo. Porque la estatua está hecha de yeso y no tiene vida, de manera que, ese dedo nunca bajará, ¿comprendes, hijito?

 

Cuando terminó de explicarme no pude contener la risa y ella tampoco. Así, riendo a carcajadas, le di un abrazo y un beso en la frente. Más tarde, ese mismo día, fui a la iglesia. En efecto, ahí estaba San Pedro, inmóvil, tieso cual estatua que era y con el dedo ligeramente levantado, apuntando hacia arriba. Yo le apunté con el dedo índice y reí fuertemente. El párroco Zósimo, que regaba unas plantas, un poco más allá, me miró extrañado. Al verle me asusté un poco, entonces emprendí veloz carrera hacia mi casa para contarle la anécdota, a mi madre, María Estefita.

 

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CUENTO: EL HIJO DEL CIRCO

 

EL HIJO DEL CIRCO

 

Jorge Mesía Hidalgo

 

Ingresando a la ciudad de Moyobamba, existe un terreno descampado, donde generalmente se instalan los circos. Cierto día del mes de Julio, mes del aniversario de la independencia del Perú, Fiestas Patrias para los peruanos, en horas de la tarde, justo a ese lugar, llegaron dos camiones grandes, los llamados tráiler. En la noche de aquel día, vi, con sorpresa, que varios hombres y mujeres descargaron de los camiones un sin número de pertrechos y materiales e inmediatamente se pusieron a trabajar en levantar la carpa del circo. A las once de la noche, cuando decidí irme a descansar, pensé, con el poco conocimiento que tengo de labores circenses, que el trabajo del armado de la carpa, los llevaría hasta el otro día. Grande fue mi sorpresa cuando, al día siguiente, a las siete de la mañana, vi el circo completamente armado. Obviamente habían trabajado toda la noche, con la rapidez y pericia propia de ellos.

 

Luego, a media mañana, escuché los altoparlantes anunciando el debut del circo, esa misma noche. El anuncio por las calles de la ciudad, como estaba previsto por los propietarios del circo, causó gran expectativa en la población, incluyéndome, por supuesto, dándose por descontado el éxito de la primera presentación. Más tarde, en la noche, cuando asistí al espectáculo, quedé gratamente sorprendido, al ver el circo completamente iluminado. Dos hileras de focos bajaban desde una de las astas del gran circo hacia la entrada del mismo. Un parlante colocado en otra de las astas lanzaba una canción, un tanto monótona, un estribillo haciendo alusión a los actos artísticos a presentarse. El público asistente, en su mayoría, hombres y mujeres con niños, hacían una gran cola. Me paré a un costado de la puerta a esperar que la cola disminuyera. Mientras tanto conversaba con uno de los hombres que había armado el circo.

—Son expertos en armar la carpa, ¿no?, —comenté a modo de halago.

—Claro, es nuestro trabajo, pues, —me respondió.

—Que bien, y, ¿de dónde son?

—De Colombia.

—Caramba, y ¿cómo se les ocurrió venir por acá?, —pregunté.

—A Perú venimos todos los años, pero es la primera vez que llegamos acá. Ingresamos por Tumbes, hacemos presentaciones ahí, luego pasamos a Piura, Chiclayo hasta llegar Lima, pero este año sólo nos presentamos hasta Chiclayo y de ahí nos internamos por la selva. Ya hemos estado en Bagua Chica, Bagua Grande, Pedro Ruíz, Nueva Cajamarca, Rioja y ahora acá, de aquí seguimos a Tarapoto, Bellavista, Juanjui, Tocache y así recorremos hasta Lima, donde debemos estar para las fiestas patrias de Perú, —me contestó, sonriente, muy conocedor de la ruta de esta parte de la patria.

 

Cuando me despedía del hombre para adquirir mi entrada, de pronto, salieron corriendo, del interior del circo, tres niños. Casi atropellándome. Eran tres mozalbetes que no pasaban de los diez años.

—Hey, ¿por qué no juegan adentro?, —les dijo, el hombre del circo. Ninguno respondió. Más, riéndose y gritando, volvieron a ingresar a toda carrera.

—Oiga, ¿los niños también actúan?, —pregunté.

—Así es, todos actuamos, —respondió, prontamente, —pero esta noche, los niños no lo harán, serán la sorpresa de la función de mañana, —concluyó, e ingresó despidiéndome con la mano.

Me acerqué a la ventanilla de venta de entradas. De pronto, los niños, volvieron a salir, corriendo y gritando. Entonces decidí conversar con ellos. A decir verdad, por lo menos intentarlo, porque se les veía muy inquietos.

— ¡Hey, niños!, —grité. Los tres se detuvieron y voltearon a mirarme. —¿pueden contarme algo?

—No, —respondió uno de ellos. Me sorprendió. Los tres seguían ahí, parados, mirándome. Cuando me acercaba a ellos, salió, nuevamente, el hombre que minutos antes conversó conmigo.

—Oiga, amigo, la función va a empezar, ¿no va a ingresar?, —me preguntó.

—Sí, lo haré en un momento, —respondí. Luego, con un silbido, indicó a los niños que ingresaran, más, éstos, siguieron ahí, mirándome.

— ¿Puedo conversar con ellos?, —pregunté, al hombre.

—Claro, no hay problema, —me respondió y se dirigió a la pequeña cabina desde donde expedían los boletos de entrada.

—Hola, niños, ¿puedo saber sus nombres?

—No, —respondió, prontamente, uno de ellos, al parecer el mayor de los tres. Callé y sonreí.

—No le haga caso, señor, yo soy Raúl, él es José y él es Luis, le decimos “No”, porque su respuesta preferida es “No”, —dijo, el pequeño Raúl. Reí de buena gana y ellos también lo hicieron, excepto, Luis.

— ¿Es cierto que actúan en el circo?, —los tres movieron la cabeza, afirmando.

— ¡Caramba, qué bien!, a ver, ¿qué hacen en el circo?, —pregunté. El pequeño Raúl, se quitó un guante de béisbol, que traía puesto y respondió:

—Yo soy malabarista.

—Yo, payaso, —dijo, tímidamente, José. Miré a Luis. Se quedó callado, con la mirada hacia el suelo.

— ¿Y tú?, —le pregunté. No respondió ni levantó la mirada.

—Él no actúa, sólo ayuda con las cosas, —dijo, Raúl.

— ¿Y eso, por qué?, —pregunté. El pequeño Raúl levantó los hombros.

—Es miedoso, por eso no aprende.

—No es cierto, —se animó a hablar, Luis, —muchas veces he actuado, soy equilibrista.

—Sí, pero te da miedo, ¿sí o no?, —dijo, Raúl.

—A ti también te da miedo, ¿qué hablas, oye?, —le increpó, José.

—Bueno, bueno, a cualquiera la da miedo, si yo fuera artista como ustedes, también tendría miedo, —dije, tratando de calmarlos, —y, díganme, ¿sus padres también actúan?

—Sí, mi papá es malabarista, como yo, —dijo, Raúl.

—El mío, es mago, —dijo, José. Miré a Luis, esperando su respuesta. No habló. Se había arrimado a un cerco provisional que bordeaba el circo para impedir que ingresaran sin pagar.

— ¿Y el tuyo, Luis?, —pregunté. Bajó la cabeza mirando al suelo.

—Él no tiene padre ni madre, —dijo, Raúl.

—Lo lamento, ¿murieron?, —dirigí la pregunta a Luis. Éste, sin levantar la cabeza, emprendió veloz carrera ingresando al interior de la carpa del circo, —pobre muchacho, le afecta conversar del tema, debe ser duro perder a ambos padres, —comenté.

—Es que nunca tuvo padres, nadie los conoce, ni los mayores, por eso todos le dicen “el hijo del circo”, el circo es su padre y su madre, —dijo, Raúl, levantando los hombros y con una sonrisa.

— ¿Dónde está Luis?, —preguntó, el hombre mayor, desde la cabina.

—Se metió adentro, —respondió, Raúl.

—Bueno, ustedes también entren ya, —les ordenó, acercándose. Los chicos se apresuraron a ingresar, sin despedirse de mí.

—Oiga, acláreme una cosa, —le dije al hombre.

—Diga, usted, —me respondió, distraído, contando los billetes de la venta de entradas. — ¿Cómo es eso de que el niño Luis no tiene padres, nunca los tuvo y que le llaman “el hijo del circo”?. El hombre levantó la mirada hacia mí. Guardó el dinero en el bolsillo. ——Seguro que Raúl le dijo eso, ¿no?, —yo asentí, presuroso, a la espera de la respuesta. —Mire, una vez, cuando estábamos en Cali, llegó al circo una niña de trece años, buscando trabajo. Los dueños la aceptaron para que ayude en la cocina. Pasaron siete meses y todo andaba normal con ella, había congeniado con todos, se adaptó muy bien a la vida en el circo, hasta que cierto día sufrió un desmayo y comenzó con una hemorragia vaginal. Eso pasó cuando estábamos en Quito, allá en Ecuador, ¿entiende?, —yo asentí, nuevamente, —los dueños del circo la llevaron al hospital, cuando volvieron, lo hicieron con un pequeño bebé. Era el hijo de la muchacha, ¿se da cuenta?, ella murió cuando le hicieron la operación, pero salvaron al niño. Ése es Luis, —el hombre se detuvo en su narración.

— ¿Y el papá?, —pregunté. El hombre me miró fijamente.

—No hay papá, no hay mamá, nadie sabe nada, aunque en muchas ocasiones, la muchacha dijo que se embarazó en el circo, nadie le creía, todos dicen que al circo llegó embarazada, por eso al muchacho le dicen el hijo del circo, nadie se hace cargo de él, pero todos lo ayudamos a seguir adelante, —concluyó.

Inmediatamente, el hombre, me hizo un gesto extraño con la mano y se retiró. Me dejó con la palabra en la boca, quería seguir conversando con él. Obviamente, esa noche no ingresé al circo, esperé la función del día siguiente.

 

La noche del día siguiente llegué temprano al circo, para evitar la molesta cola y para poder ocupar un lugar adecuado en la tribuna. En determinado momento, cuando apenas éramos cuatro los espectadores, vi a los tres niños jugando por ahí. El interior del circo tenía iluminación de colores rojos, verdes y amarillos, destacando en el centro, donde actuarían los artistas, una poderosa luz blanca que provenía desde un faro ubicado en la cima de la carpa. En otro momento, el pequeño Raúl, desde el centro del escenario, me saludó levantando la mano:

—Hola, señor, Luis está muy animado, actuará esta noche, —dijo, y se retiró.

A pesar que aún éramos pocas las personas en las tribunas, aquel saludo me incomodó un poco. En realidad no esperaba que los niños me reconocieran. Nuestra conversación, la noche anterior, fue muy breve que, pensé, lo habían olvidado. Más tarde, cuando el público casi llenaba las instalaciones del circo, vi a José, transformado en un gracioso payaso, vendiendo unas golosinas. Subía y bajaba las tribunas, ofrecía a voz en cuello y vendía. Cuando llegó a mi lado sonrió.

—Hola, señor, ¿me compra un caramelo?, —lo hice con mucho gusto, sin decir palabra alguna, —gracias, le va a gustar la función, ya verá, —dijo, el niño payaso, con una sonrisa y se marchó.

 

Unos minutos más tarde la potente luz blanca del centro se apagó. Los parlantes de la parte exterior dejaron de emitir su aletargada música y se prendieron otros al interior de la carpa. La función iba a comenzar. Todos nos acomodamos en nuestros asientos. Los niños se sujetaban de los brazos de sus padres. De pronto, la luz blanca volvió a encenderse, más potente aún y, casi simultáneamente, el sonido de una marcha en los parlantes interiores. La mayoría de los presentes nos sobresaltamos. Casi de inmediato, por los parlantes se escuchó una voz pastosa, pesada, anunciando a los artistas. Desfilaron los Hermanos Daza, mujer y hombre, extraordinarios contorsionistas, Los esposos Dalton, los mejores malabaristas, con su pequeño hijo, Pirulo, o sea, el pequeño Raúl, el gran mago Cardini, los graciosos payasos Platanito, Pancita y el pequeño José como Chupetín, Fabricio el traga sables, los mejores equilibristas del mundo Yesabela, Antonio y el Hijo del Circo, era el niño Luis, quien, aparentemente, perdió la timidez, y saludaba al público levantando las manos, después, Pablo Mármol, el domador de fieras y otros más.

 

Aquella noche todos los artistas actuaron magníficamente, arrancando aplausos en cada expresión, en cada gesto y en cada movimiento de cuerpos. Pero quienes fueron, realmente, ovacionados, fueron los niños. El gran malabarista Pirulo, Raúl, se paseó por todo el escenario e hizo piruetas, haciendo malabares con seis palitroques y, cuando culminó, hizo una reverencia dirigiéndose a mí. El pequeño payaso Chupetín, José, arrancó risas y gritos entre el público, y de rato en rato, mientras actuaba, me apuntaba con el dedo. El payaso Platanito, el hombre con quien conversé la noche anterior, también me saludó e hizo un gesto quitándose el sombrero y tocándose la cabeza en clara alusión a mi avanzada calvicie. Hasta que llegó la actuación del niño Luis, el Hijo del Circo. Era el número esperado por los espectadores. La actuación de los equilibristas concentró todas las atenciones. Caminaban, sin mayor dificultad, por un cable templado en las alturas. Hacían saltos y volantines, siempre sobre el cable templado. Todos aplaudían a rabiar después de cada acto peligroso. El público, en constante suspenso, con la mirada hacia arriba, seguía cada uno de los movimientos de los equilibristas. Cuando terminaron su actuación, todos nos pusimos de pie, a aplaudir. Luis, el Hijo del Circo, se acercó al borde del escenario, hizo una reverencia y levantó la mano, saludándome.

 

Fue una noche grata para mí. La siguiente noche también acudí al circo, pero no ingresé. Traté de conversar con los niños y con el hombre de la primera noche, pero no los encontré. Luego, después de tres días, cuando visité nuevamente el circo, éste había desaparecido. Se marcharon de la ciudad, siguiendo su recorrido errante, incierto y hasta cierto punto, inseguro. Muchas personas, entre las que me cuento, quedamos encantados con la actuación de los niños artistas. Yo, aún más, conociendo la historia de Luis, el Hijo del Circo. 

 

 

  

 

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CUENTO: A GOLPE APRENDÍ

 

A GOLPE APRENDÍ

Jorge Mesía Hidalgo

En aquel entonces tenía ocho años y cursaba el tercer año de primaria. Grande era la felicidad de mi mamá cuando llegaba a casa con buenas calificaciones, hasta que llegó la época de aprender la operación de la división matemática. Creo que desde ese tiempo comprendí que los números no eran para mí. En mí recordada escuelita denominada con el número 12093 y dirigida por el Profesor Leónidas Linares, reinaba la paz, la disciplina y el buen comportamiento, grandes valores que hicieron de ella, de los alumnos y los profesores, ejemplos a seguir por otras escuelas del pueblo. Mi madre, Doña María Estefita Hidalgo Flores, de escasos estudios primarios, pero con los conocimientos necesarios de lectura y escritura y las operaciones básicas de suma, resta, multiplicación y división, que había adquirido en el transcurso de los años de llevar una vida dura, de sobrevivencia, con la carga de cinco hijos, en ese gran centro superior de estudios que es “la universidad de la vida”, tuvo cierta vez la magnífica idea de hacerme bautizar. Sabiendo que pronto ingresaría a la educación secundaria, inteligentemente buscó como mi padrino al Profesor Leónidas Linares. Desde entonces y hasta culminar mi tercer año, tenía cerca de mí a mi profesor y a mi padrino. Esta situación creó en mí un conflicto interno, de no saber cómo tratar a mi maestro, si como tal o como padrino.

Transcurrieron los meses de aquel año que cursaba el tercero de primaria y en la escuela comenzaron a enseñarnos la operación de la división. Bueno, argüir que aprendí de inmediato sería decir una mentira más grande que el Río Amazonas, admitir que lo aprendí en buen momento, seguiría siendo una mentira aunque no tan grande, lo cierto es que fue en buen tiempo y gracias a un golpe. Grande fue mi sorpresa cuando cierta noche, mi padrino y maestro, Leónidas, llegó a casa intempestivamente. Con la lógica actitud de mis años mozos, edad  en que me atropellaba la timidez, corrí a esconderme para no tener que saludar a mi maestro y padrino. Mi mamá recibió al visitante dándole la cordial bienvenida como se estilaba y acostumbraba en aquellos tiempos, que por cierto eran años de mucha gentileza y amabilidad. Luego me llamó con voz fuerte. Yo, en vez de hacer un esfuerzo y sobreponerme de aquel estado de terror y vergüenza, me escondí más con el fin de no tener que enfrentar tan terrible situación. Sin embargo desde el lugar donde estaba perpetrado pude escuchar claramente la conversación de las dos personas adultas.

—Bueno, comadre Estefita, ¿cómo está usted?, ¿cómo está mi ahijado?, —  preguntó, el profesor. Mi mamá, con su característico gesto amable, le brindó una silla para que el profesor se sentara.

—Estamos bien, profesor Leónidas, gracias a Dios, —respondió, — ¿y a qué se debe su gentil y sorpresiva visita?, —preguntó, mi madre.

Claramente escuché desde mi escondite que el profesor Leónidas acomodaba su silla y carraspeaba fuertemente, como preparándose para dar una información de último minuto que tendría los efectos de una hecatombe en nuestra desnutrida célula familiar.

—Comadre, quisiera que Jorge Augusto estuviera acá, para explicarle de qué se trata, —dijo el profesor gravemente, dándole a su expresión un aspecto expectante que hasta a mí mismo preocupó.

Entonces mi mamá volvió a llamarme fuertemente y yo sin moverme en mi escondite y sin dar signos de presencia.

—Bueno, no importa, usted le avisa que pasado mañana, o sea el jueves, tomaré prueba oral de la operación de división, ya se los dije a todos en el aula, —dijo, don Leónidas.

—Ah, ya profesor, si pues le veo practicando mucho, ya debe saber dividir bien, — escuché a mi madre decir. El profesor volvió a carraspear.

—Al contrario, comadre, está un poco flojo, tengo tres alumnos más como él y quisiera que hoy y mañana practique bastante, porque quiero que sirva de ejemplo a sus demás compañeros, ¿entiende?

—Claro, compadre Leónidas, entonces le diré que se prepare bien para que en su examen de división saque buena nota, —dijo, mi madre. El profesor Leónidas volvió a carraspear.

—Claro, pues, comadre, mi ahijado tiene que ser uno de los mejores del aula.

Mi madre, aunque no la vi, seguro sonrió.

— ¿Y, cómo va mi Jorgito en los demás cursos, profesor?, —preguntó mi progenitora.

—Regular, comadre, tienes que exigirle más, es un niño inteligente, sólo que un poco flojo, —respondió, el profesor.

—Debe ser el cansancio, profesor, todos los días madruga conmigo al mercado, para ayudarme, pues, profesor, —dijo, mi madre.

—Comadre, enseñarles a nuestros hijos a trabajar es bueno, pero no hasta que descuiden los estudios. No olvide que cuanto más estudien, tendrán más oportunidades para alcanzar trabajos bien pagados, —dijo, el profesor.

—Sí, profesor, así lo haré, tenga la seguridad que su ahijado estará bien preparado para el examen del jueves, —concluyó, doña María Estefita.

Aquella noche, luego que el profesor Leónidas abandonara la casa y que mi mamá se metiera en su cuarto, al fin me atreví a salir de mi escondite y me acerqué a ella. Ella al verme, dijo:

—No se cree ya, hijo, lo que te escondes por no saludar a tu padrino.

—Es que me da vergüenza, pues, mamá, —respondí.

—Pero, ¿cómo vas a tenerle vergüenza a tu padrino y maestro?, —dijo, ella.

—Por eso mismo, pues, mamá, porque en la escuela no sé si decirle padrino o maestro, —dije.

—Pues en la escuela dile maestro y en la calle le dices padrino, —dijo, mi madre, con la mayor tranquilidad y elocuencia en su parecer. —Ya, hijito, has escuchado lo que dijo tu padrino, el jueves vas a dar examen oral de la división, así que prepárate bien porque quiere que seas el ejemplo para tus compañeros.

—Pucha mamá, no entiendo nada de la división, —dije, sin percatarme que estaba revelándole una gran debilidad de mi parte hacia los números.

—Pero, ¿qué dices Jorge Augusto?, no me vengas con ésas, trae ahorita mismo tu cuaderno y vas a practicar en mi delante, —dijo, mi madre, con voz grave, visiblemente molesta.

Aquella noche y el día siguiente fueron los más aciagos para mí. Mi madre, fiel cumplidora de su palabra ante la seria advertencia hecha por el profesor Leónidas, me tuvo en todo momento con la tabla de operaciones en una mano y mi cuaderno de prácticas en la otra. No voy a mentirles pero llegó a hastiarme la división. El día miércoles por la noche, víspera del esperado día jueves, día de la prueba final de mi preparación, en mi parecer y en el de mi mamá, ya estaba en óptimas condiciones de enfrentarme al examen oral. Al día siguiente asistí en forma normal a la escuela, el salón de clases estaba tranquilo hasta que hizo su ingreso el profesor Leónidas. Como era costumbre en nosotros, tal como él nos instruyó, nos pusimos de pie, todos teníamos la mirada fija al frente. El profesor, afable como siempre, saludó a todos y nos indicó que había llegado el día del examen oral de la división. Todos nos mirábamos temerosos e interrogativos de quienes serían los alumnos convocados. De pronto, el profesor Leónidas, dijo lo que me temía y con días anticipado.

—Alumno Jorge Augusto, a la pizarra.

La orden del profesor me sonó como una sentencia. Un anuncio para el sentenciado hacia el cadalso. En ese preciso momento todo se me nubló, quizás miraba a todos lados pero no veía nada, y avanzaba como zombi hacia la pizarra. Momentos antes, el mismo profesor había escrito en la pizarra unos números: ocho entre dos. La tarea estaba dada. Con la mano temblorosa tomé la tiza y miré los números, éstos se movían como aves en vuelo alocado.

Mientras tanto el profesor se había ubicado al fondo del salón y desde allí daba instrucciones de cómo se desarrollaba una división simple. Yo, por supuesto, nulo. Lo escuchaba pero no entendía lo que decía. En otras palabras estaba bloqueado. Todo lo aprendido y practicado en casa, en ese momento, se diluyó en mi mente. Mientras miraba los números en la pizarra cómo se movían de un lado para otro, el profesor Leónidas, desde el fondo del salón, repetía:

—A ver, alumno, busca un número que multiplicado por dos te dé ocho.

¿Cómo poder pensar en esos momentos si los números ante mis ojos se mostraban esquivos? Además, el temor y la vergüenza habían hecho presa de mí, dejándome casi congelado, aun así un sudor frío recorría mi cuerpo de pies a cabeza y el profesor que seguía dando instrucciones desde su cómodo lugar viendo mi pesar y sufrimiento. No recuerdo cuántas veces pronunció mi nombre incentivándome a realizar la operación, sólo recuerdo que en un momento dado, escuché su voz por última vez en un tono grave y molesto. Luego escuché sus pasos acercándose a mí, largos y rápidos, y lo sentí tomándome de los cabellos y empujando mi cabeza hacia la pizarra haciéndome chocar con ella en un golpe rápido y muy ligero, que, más que doloroso, fue esclarecedor de mi mente. En ese preciso momento los números dejaron de moverse, la niebla de mi mente desapareció, el sudor de mi cuerpo cejó y lo aprendido y practicado en casa resurgió.

Como un autómata resolví la operación en dos segundos. El profesor con un notable sentimiento de satisfacción y alegría, aunque tratando de disimular, expresó:

— ¿Eso no pudiste hacer, alumno?

Yo, aún en mi posición frente a la pizarra, sonreí interiormente. Cuando volví a mi lugar en el salón, mis compañeros, todos sin excepción, me miraban, algunos consternados, otros con admiración, y yo con la satisfacción de haber realizado la operación en la pizarra y con la seguridad de que había recibido una gran lección. Desde entonces empecé a pensar seriamente que los números no eran mi fuerte, sino las letras.    

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