El Pequeño Cumpa
Por: Jorge Mesía Hidalgo
El joven José Francisco
En aquella parte de la chacra la maleza estaba alta y había que cortarla. Era sábado y como no había asistencia a la escuela tenía que ayudar en las tareas de la chacra, es la norma de la familia, es la costumbre. Aquellas ramas altas impedían la visión al otro lado de la pradera, motivo suficiente para cortarlas, incluso ahí podían caer atrapadas algunas reces y también sería una pérdida de tiempo buscarlas y ponerlas a campo abierto para alimentarse de un buen pasto. Las instrucciones las daba el jefe de familia ubicándose en lo alto de una colina. José Francisco escuchaba a su padre, a su lado dos de sus hermanos mayores recibían las instrucciones y una vez concluido el padre, machete en mano emprendieron la tarea encomendada. José Francisco al ver esto se unió a sus hermanos y empezaron la faena del día. A su temprana edad ya conocía las normas de la familia, ya conocía la costumbre, mejor aún, estaba acostumbrado. Y estaba contento, era su mundo, su vida, su entorno inmediato y puerta hacia el resto del mundo que más adelante tenía que enfrentar.
Don Manuel, el papá que daba las instrucciones, era un hombre de tez trigueña, ojos color negro, de mediana estatura y de unos sesenta años de edad. Era curtido en estas labores, pues desde pequeño se dedicó a ello, al lado de su padre. Juan Carlos, el hermano mayor, junto a Miguel, el segundo en la ubicación de descendencia, los que escuchaban las instrucciones de su padre, habían culminado sus estudios secundarios y Juan Carlos, el mayor, incluso había realizado estudios superiores de pecuaria para cumplir con el deseo de su padre y para que pueda hacerse cargo de la chacra en cualquier momento. Tenía la tez un poco más clara que sus hermanos, el rostro adusto y recio el cuerpo y era el más alto de todos. Miguel, de pelo lacio, tenía el color de la piel un poco más oscura, era delgado de contextura, pero fuerte en la faenas de campo. Tenía esperanzas de estudiar una profesión y su padre se lo había prometido, pero primero tenían que reunir dinero y para ello había que trabajar la chacra.
José Francisco, el menor de todos, tenía doce años. Por su contextura y altura aparentaba unos años más, estaba por culminar su primaria. Era tranquilo y callado y siempre apoyando a sus padres en lo que le necesitaban. Tenía la tez trigueña como su padre, ojos color negro, el cuerpo recio y la fortaleza de un adulto. En la cabaña de la chacra se encontraba doña Adela, esposa de don Manuel, la madre de José Francisco. Una mujer de mediana estatura y regular belleza, de tez clara, ojos y cabellos negros. Muy laboriosa y conocedora de las faenas de campo. En el pueblo se encontraba Demóstenes, menor de Miguel, que cursaba sus estudios secundarios, el más conversador y deportista. Y de visita a un familiar en un pueblo cercano se hallaba Lilia, la hermana menor de Demóstenes y mayor de José Francisco, también cursaba sus estudios de secundaria, era de mediana estatura como la mamá, tez clara y un rostro agradable que simpatizaba con todos.
El joven José Francisco, no tenía ni idea de las dimensiones de la chacra, ni del número de cabezas de ganado que poseían, era el gusto de estar junto a sus hermanos, a sus padres lo que le satisfacía plenamente. Era tedioso y cansado hacer el recorrido de la chacra en busca de algún vacuno que se quedó por ahí desorientado sin poder llegar a los corralones donde pasaban la noche. Sus hermanos mayores, a caballo, lo hacían rápido y bien, pero José Francisco tenía que aprender, porque cuando sea mayor, tendrá que hacerlo igual o mejor que sus hermanos, es por eso que en ocasiones los seguía y en algo ayudaba, pero en otras sólo se situaba en la colina más alta inmediata y desde allí veía todo el accionar de sus hermanos. Y aprendía.
Corría el año 1985 cuando José Francisco realizaba sus estudios primarios en la escuelita del pueblo a tan sólo quince minutos caminando desde la chacra. Su rutina era asistir a la escuela en las mañanas y en las tardes ayudar en casa, en los quehaceres propios de una ganadería, a reunir los animales que criaban. Algunos días ordeñaba las vacas para, con la leche, preparar quesos, desgranaba maíz y luego la molía para preparar la chicha y todas las tardes asistir y apreciar a “la negrita”, una bella ternera de pocos días de nacida que le habían encargado a sus cuidados, porque: —“si crecía bien iba a ser de él para toda la vida”, —como le había dicho su mamá. Esto le emocionaba mucho, tener su propia ternera, como lo tenían sus demás hermanos, le hacía sentir importante. Todas las tardes recorría el campo en busca de “la negrita”, la ubicaba y la guiaba, junto a su madre, al corralón. En las mañanas, muy temprano, antes de ir a la escuela, las sacaba para su pasteo respectivo. Este contacto diario con los vacunos, el olor que despedían, el olor de pasto fresco, el olor de los excrementos, se impregnaron en las fosas nasales de José Francisco, a tal punto que detestaba las comidas preparadas con carne de vacuno.
Fue en una de esas tardes que José Francisco, estando apreciando a “la negrita”, a regular distancia de la casa de la chacra, escuchó un ruido extraño, muy lejano. Se concentró. Le pareció el ruido que hacen los motores de los botes cuando surcan los ríos, pero este era más fuerte y parecía que se acercaba. Cada vez más fuerte y más cerca. —“¿Qué podrá ser?”, —se preguntó. Se puso de pie, de la posición de cuclillas en que se encontraba mirando a “la negrita”, levantó la mirada hacia el cielo y lo vio. Un aparato inmenso venía directo hacia él. Por instinto se tiró al suelo cubriéndose la cabeza. Mil pensamientos pasaron por su mente, su mamá, su padre, sus hermanos, ¿estarían muertos?, ¿“la negrita”?, ¿también moriría?. Cerró fuertemente los ojos, esperó lo peor, sintió un aire frío que le cubría, es el fin, pensó y esperó. Luego aquel aire frío desapareció, el ruido se alejaba, abrió los ojos, miró sus manos, su cuerpo, ¡estaba sano!, ¡nada le había pasado!. Miró a “la negrita”, ahí estaba junto a su madre, habían corrido lejos y se salvaron. Miró al cielo, aquel monstruo ya no estaba, se puso de pie y despavorido corrió a casa.
— ¡Mamá, mamá!, —iba gritando mientras se acercaba. Vio a su progenitora parada en el umbral, —¡mamá, ¿has visto eso?, —preguntó desesperado mientras se abalanzaba a sus brazos y ella lo estrechaba en su regazo.
—Sí, hijito, es un helicóptero.
— ¿Un qué?, —ella lo miró, lo vio pálido y muy asustado.
—No tengas miedo, hijo, ven acá, —le tomó la mano y sentándose en un banco de madera que siempre estaba junto a la puerta, lo sentó en sus piernas, —José Francisco, eso es un helicóptero, es como un avión, ¿te acuerdas de la avioneta que vimos la otra vez?, —él asintió con la cabeza, —así, sólo que el avión tiene alas y el helicóptero tiene unas hélices grandes que le hace volar por los aires, ¿te das cuenta?
—Yo creí que me iba a atacar, me dio mucho miedo, mamá.
—No, hijito, pasó bien bajo, seguramente aterrizó en el pueblo, —comentó, ella.
— ¿Por qué?, ¿qué trae?
—No sé, hijo, seguramente han venido soldados a vigilar el pueblo.
— ¿Por qué?, ¿son malos?
— ¡Ay, José Francisco, muchas preguntas, mejor que vengan tus hermanos y tu padre, ellos deben saber las respuestas, ahora vete a ver a tu ternera para que la acorrales, que no duerman sueltas en el campo.
José Francisco, aún con la palidez del susto en su rostro, se encaminó a cumplir con la orden de su madre. No dejaba de pensar en el aparato llamado helicóptero. Por el susto y la rapidez con que se tiró al suelo, no tuvo tiempo de verlo bien. Tenía que verlo de cerca, pensó. También pensó en sus hermanos Juan Carlos y Miguel, que se encontraban en algún lugar de la extensa chacra, pero se tranquilizó al verlos a la distancia que le levantan las manos en señal de que se encontraban bien.
La llegada del helicóptero al pueblo causó gran conmoción. Los pobladores, no tan acostumbrados a estas visitas, pensaron en lo peor. Cada vez eran más frecuentes los comentarios que, más arriba, surcando por el río grande, en los poblados de sus riveras, se presentaban estos soldados a hacer destrozos en las viviendas, a castigar a los hombres, a encerrarlos, acusándolos de terroristas, los jóvenes eran los más perseguidos y las mujeres violadas. Por eso todos estaban metidos en casa, sólo algunos niños, escapándose del control de sus padres, estaban cerca del helicóptero, admirados por su tamaño, su forma. El pesado aparato aterrizó en el campo deportivo del pueblo, a un costado de su plaza mayor y al frente, a tan solo dos cuadras, del puerto. Bajaron una veintena de uniformados, se reunieron en la pequeña plaza del pueblo y un vocero, mediante un megáfono en una mano y el arma en la otra, llamó a los pobladores para darles “algunas instrucciones”. Nadie se acercó.
De pronto parecía un pueblo fantasma, aún los niños habían desaparecido. El jefe de los soldados ordenó que visitaran casa por casa. Para entonces, hombres y mujeres, atravesando sus huertas, se habían internado en el bosque, a esconderse. Don Manuel, padre de José Francisco, era uno de ellos. Aquella tarde, como ya se le estaba haciendo costumbre, estaba libando unos tragos en una pequeña cantina del pueblo. Esa visita inesperada de los militares, lo cambió todo. En forma desesperada, como lo hacían todos, también abandonó la cantina por la parte posterior, se internó en el bosque y dando un rodeo enorme, se encaminó a su chacra. Con paso apresurado, en el camino, se acordó que había salido de la cantina sin pagar los tragos. Otro día lo pagaría, pensó, lo importante era llegar a casa y ver cómo estaba su mujer, sus hijos.
José Francisco vio a su padre, a la distancia, que llegaba. Se apresuró a culminar la tarea de encerrar a “la negrita” y su madre para correr al encuentro y contarle lo que había visto. Casi coincidieron en la puerta.
— ¡Papá, papá, ¿has visto el helicóptero?!
—Sí, hijo, ¡llama a tus hermanos, pronto!, entre todos conversaremos, ¡rápido, hijo, de inmediato!, —le respondió antes que llegue a su lado. José Francisco dio media vuelta y así lo hizo.
Más tarde, cuando ya anochecía, todos reunidos en la casa de la chacra, con una lámpara en la mesa de centro, escucharon al helicóptero alejarse del pueblo. Todos miraron a don Manuel.
—Ya se van los milicos, —comentó. Miró a todos, Adela, su mujer, Juan Carlos, Miguel, José Francisco, sus hijos, — ¿y Demóstenes?, ¿dónde está, Demóstenes?, —preguntó, angustiado.
—Ay, mi hijo, —dijo, doña Adela, —se ha ido al pueblo, a jugar en el campo.
—Tenemos que ir a buscarlo, que tal si lo llevaron esos milicos, —dijo, don Manuel, —Juan Carlos vamos a verle, Miguel y José francisco se quedan con su mamá.
Doña Adela empezó a llorar, el temor y la tristeza la invadieron. José Francisco la abrazó conteniendo las lágrimas. Padre e hijo mayor se aprestaban a salir en busca del hijo y hermano, cuando escucharon al perro ladrar.
— ¡¿Quién es?! —preguntó, don Manuel. El perro dejó de ladrar.
— ¡Hola!, soy yo, papá, Demóstenes!, —contestó, el hijo, como sofocándose por el cansancio. Todos corrieron a la puerta a abrasarlo como bienvenida. Estaba con un joven, su amigo, — ¡papá, mamá, nos salvamos por un pelo!, —comentó, Demóstenes al ingresar a casa.
— ¡Caramba, muchacho, casi matas a tu madre del susto!, cuenta, ¿qué pasó?
—Escuchen, este es mi amigo Pedro, —comenzó a contar Demóstenes, —justo estábamos para empezar a jugar, cuando escuchamos el helicóptero, entonces al ver que se detenía justo en el campo todos empezamos a correr, en todas direcciones, Pedro y yo nos fuimos por el río, avanzamos por la orilla hasta el puerto y desde ahí vimos todo, —se detuvo, dio unos pasos y tomó un vaso con agua, sorbió un poco y con el resto se mojó la cabeza.
—Y, ¿qué más?, —preguntó, don Manuel.
—Los milicos estaban bien armados, —comentó, Pedro.
— ¿Armados?, ¡recontra armados!, —continuó, Demóstenes, —tenían armas, granadas, radio de comunicación, machetes, palas, cada uno, ¿se dan cuenta?, Asu, ¿cómo pesará todo eso, no?
—Esos milicos son más que los terrucos, —volvió a comentar, Pedro.
— ¿Terrucos?, —preguntó, doña Adela, —¿acaso has visto a los terrucos?
—Sí, el otro día pasaron por el pueblo.
— ¿Es cierto Manuel?, —preguntó, doña Adela.
—Eso dicen en el pueblo, yo no los vi, pero debe ser cierto.
—Dios mío, ya va a empezar la guerra en el pueblo, todos vamos a estar en peligro.
—Ya, mujer, cálmate, no es para tanto, —dijo, don Manuel.
Demóstenes siguió narrando. Después de la orden de ir casa por casa, los soldados ingresaron a la fuerza, derribaron puertas y sacaron todo lo que podían.
—Y, ¿sabes qué, papá?, se llevaron a dos muchachos bien amarrados.
— ¡Ay, Dios mío!, —exclamó, doña Adela, — ¿a quienes ya?
—A uno no le hemos reconocido, el otro era el Josías, ¿no, Pedro?
— ¿Cuál Josías?, —preguntaron todos.
—El Joshico, pues, de doña Meche.
—Diosito mío, pobre muchacho, —dijo, doña Adela, — ¿por qué lo llevaron?
—Porqué será, pues, seguro se escondió en su casa y ahí lo atraparon.
—Sonsonazo, el Joshico, por no correr al monte a esconderse, —comentó, Pedro.
— ¿Y, quién puede ser el otro?, —preguntó, don Manuel.
—No le hemos visto bien, le taparon la cabeza con un trapo, pero parece que es el Andrés, el que vende verduras”.
Todos dejaron de comentar, se miraban unos a otros. José Francisco estaba bien abrazado a su mamá. Ella le frotaba la cabeza. El pequeño preguntó:
—Milicos son los soldados, o sea los militares, ¿y quiénes son los terrucos?
—Los terrucos son los terroristas, pues, hermanito, esos que les gusta pelear por todo, —se apresuró a responder, Demóstenes, —dicen que van a matar a los ladrones, a las putas, a los maricones, así que Pedro, ya debes estar huyendo a vivir en otro sitio, ja, ja, ja”, —hizo una broma a su amigo.
— ¡No es chiste, Demo!, —le reprochó, doña Adela.
—Ah, papá, —dijo, Demóstenes, poniéndose serio, —también han entrado a la casa de nosotros, han roto el candado y han dejado todo en un completo desorden.
— ¡¿Qué?, ¿no han respetado el candado?
—Para nada, papá, a todas las casas han entrado.
— ¡Miserables!, ¡entonces no son soldados, sino unos ladrones, delincuentes!, —se enfureció, don Manuel.
—En mi casa a sido peor, don Manuel, —dijo, Pedro, —han roto la vitrina de mi madre, todas las cosas en el suelo, ¡han hecho destrozos!, qué se habrán llevado, cuando llegue mi madre se va a dar cuenta.
— ¿Dónde está tu mamá?, —preguntó, don Manuel.
—Está en Bellavista, se ha ido ayer a visitar a mis abuelos, ya ha de llega más tarde, mi hermana Isidora estaba en la casa, pero ella también ha corrido a esconderse.
— ¡Dios mío, qué desgracia!, —dijo, doña Adela, —Demo, ¿y en la casa, qué han hecho?
—Casi nada, no tenemos más cosas, pues, sólo han roto esos sacos de maíz y arroz que vamos a mandar a Tarapoto, pero eso se puede juntar en otro saco.
Demóstenes se calló de pronto, al ver que su padre se encaminaba hacia la puerta. Todos le miraron, pero don Manuel dio media vuelta y tomó un vaso para servirse agua y beberlo.
—Papá, —dijo, Demóstenes, —tengo que ir con Miguel acompañando a Pedro, hasta el pueblo.
—Claro, pero no van a regresar, lleven sus cosas para que duerman ahí, cuidando la casa, no vaya a ser que nos roben todo ese arroz y maíz y perdemos un montón de plata, —se calló y miró a su mujer, —y, Adela, mañana nos mudamos todos a vivir al pueblo.
Dicho esto se sentó a desatarse las amarras de su zapato. No se dio cuenta la impresión que causaron sus últimas palabras. Doña Adela le miraba atónita, Demóstenes y Miguel se miraron y sonrieron contentos, Juan Carlos se rascó la cabeza y José Francisco miraba a todos sin comprender lo que pasaba.
—Pero, Manuel, ¿y la chacra?, ¿los ganados?
—No te preocupes, mujer, —respondió, don Manuel, —a partir de mañana vamos a turnarnos de dos en dos para cuidar todos los días, de repente más adelante contratamos un cuidador.
La vida en el pueblo es diferente a la de la chacra. José Francisco se dio cuenta de eso desde el momento que llegó a casa y le dijeron que tendría su propio cuarto. Se puso contento, tenía doce años, para cumplir trece, y sus hermanos le decían que ya era todo un jovencito. No iba a ser como en la chacra que todos dormían en un solo cuarto, sólo separados por mosquiteros. La casa era grande y mamá pensaba abrir una bodega para ayudar a la economía familiar. Sus amigos eran los mismos de la escuela pero ahora los vería constantemente. Se daría tiempo para ir a bañarse al río con sus amigos todos los días, pero eso sí a las cinco tenía que ir a la chacra a visitar a “la negrita”, contemplarla y dejarla a buen recaudo. Era su nueva rutina. Todos los días. Le gustaba y se acostumbró rápidamente.
El pueblo era apacible, tan solo alterada, a veces, por el alto volumen de la música que emanaba de alguna bodega, cuando tenía clientes consumiendo licor, o por el bullicio que hacían los niños de la escuela cuando estaban en recreo. Una calle amplia la cruzaba, desde el ingreso al pueblo hasta el puerto, pasando por la plaza central. La gran mayoría de la población se dedicaba a la agricultura. En sus alrededores había grandes plantaciones de arroz, maíz y algunos fundos ganaderos. Cada vez eran más los agricultores que sacaban sus productos a las grandes ciudades para su comercialización. Este auge comercial empezaba a transformar el rostro del pueblo. Mejoraban las fachadas de las viviendas, nuevas casas comerciales surgían, aumentaba la visita de comerciantes para hacer negocios directamente con el agricultor, se instaló la luz eléctrica, con servicio a la población por horas. Estas mejorías las estaba disfrutando José Francisco. Estaba muy contento de que su mundo se ampliara cada vez más. Para culminar sus estudios primarios ya había realizado hasta tres viajes a ciudades grandes cercanas al pueblo, y tenía la promesa de que durante sus vacaciones visitaría otras ciudades, más grandes aún, y por unos cuantos días, para que pueda conocerlas todas.
Siguiendo la calle principal que cruzaba el poblado se llegaba al puerto. Allí desaparecía toda la tranquilidad del centro del pueblo. Un inusitado movimiento comercial se presentaba ante los ojos. Era prácticamente el mercado del pueblo. Embarcaciones pequeñas de todo tipo atracaban a toda hora. Campesinos, comerciantes de diferentes poblados llegaban a vender sus productos y allí se daban cita también los pobladores locales así como de otros lugares que necesitaban comprar. Ya para satisfacer sus necesidades, ya para venderlos en otras localidades. El río era bastante ancho y según los lugareños de buena profundidad. Se veía bastante tranquilo pero según los conocedores tenía una fuerza de respetar. Y el color marrón rojizo predominaba como el que caracteriza a los ríos amazónicos.
El Encuentro
En una ocasión, al regresar de la escuela, José Francisco se encontró en casa con una novedad. El cuidador de la chacra había venido a informar que la noche anterior, unos hombres vestidos de militar, se presentaron para pedir alimentos y que esa noche iban a recogerlos. Don Manuel estaba enfermo y ordenó a sus dos hijos mayores a ir a afrontar el problema. José Francisco, aprovechando que tenía que cumplir su tarea de cuidar su ternera,”la negrita”, que de paso ya estaba grande, se quedó para ver la reunión. Sus hermanos no se percataron de su presencia, pues suponían, que habiendo guardado a su ternera se había regresado al pueblo, sin embargo, José Francisco se había trepado al terrado de la vivienda y desde ahí, en completo silencio, observó lo que aconteció.